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Goethe se muere (Thomas Bernhard)

Tenía sincio de Thomas Bernhard, así que nada mejor que quitarme la gusa echando mano de algún libro suyo. Tiempo llevaba queriendo leer Goethe se muere que reúne cuatro relatos que ofrecen más de lo mismo, pues no hay muchas novedades para aquel que conozca al detalle la obra de Bernhard y haya leído al menos sus relatos autobiográficos, pues sus invectivas contra su familia y contra Austria no son nuevas.

El relato más original, por quedar fuera de esa vorágine de abyección, vileza y aniquilación a la que Bernhard nos subsume, se me antoja el relato que principia el libro Goethe se muere, título que destripa el relato. Goethe se muere y antes de palmarla quiere tener a su vera a Wittgenstein. Un encuentro que no llegará a materializarse. Goethe murió el 22 de marzo de 1832, Wittgenstein el 29 de abril 1951. Bernhard juega pues con distintos planos temporales. Vemos como Goethe vive no sabemos si abrumado o henchido como un pavo real, por el peso de su fama, de su grandeza, la cual disfrutaría en vida, no a toro pasado – recibiendo sacas llenas de cartas de sus admiradores que van a la chimenea y le permiten calentarse por la cara-, como les ha sucedido a la mayoría de los artistas, sean escritores, pintores, o escultores, que como Cervantes malvivieron en vida y los dedos rosados de la Fortuna no llegó nunca a acariciarlos, sino más bien el hocico de la miseria. Vemos la competencia con Schiller, aquel que podía haber plantado cara a Goethe, el cual murió el 9 de mayo de 1805, bastante antes que Goethe y mucho más joven. Además de llevarnos a pensar sobre cómo sería la relación entre dos monstruos como Goethe y Wittgenstein en el caso de que hubieran podido verse finalmente las caras –el relato propone que ambos son coetáneos-, más interesante me resulta el final, pues a menudo esas frases que corren de siglo en siglo hasta hoy en día, como ese “Más luz”, con el que parece que Goethe se fue de este mundo, pudo no ser así, y cambiando simplemente una letra por otra de una misma palabra, una aliteración genial, por otra parte, podemos pasar de la luz a la nada sin despeinarnos.

El segundo relato, Montaigne, es donde más reconozco a Bernhard. El que haya leído los Relatos autobiográficos del austriaco ya sabe el fervor que este sentía por el ensayista francés. El relato es como ir espigando momentos de esa autobiografía con el lenguaje marca de la casa, donde un niño, se ve aniquilado, ultrajado, por sus padres, a quienes detesta y aborrece, padres que desde pequeño lo machacan con sus órdenes, sus directrices, sus mentiras, su hipocresía y lo más doloroso: su empeño en que el Bernhard niño no pise la biblioteca, que no se contamine éste con los libros, con los de filosofía en concreto. Sabemos que una prohibición actúa en el cerebro de un niño como un imperativo, no para no hacer, sino para hacer. Así que el niño, lee y descubre la literatura, descubre la filosofía, descubre el amor por el saber, descubre a Montaigne, descubre sus ensayos, sus tentativas vitales y pasa entonces a ser Montaigne su brújula y toda su familia, una familia que nada tiene que ver con la suya, aquella que tanto detesta y aborrece.

En Reencuentro, Bernhard sigue en la misma línea que el relato anterior y aquí la queja es dual. La que manifiestan dos jóvenes que se ven las caritas pasadas dos décadas, para quienes sus casas -opinión compartida-, fueron cárceles, prisiones, campos de exterminio, La Casa de los Muertos, en donde van a ser aniquilados a no ser que cojan las de Villadiego lo más pronto posible. De fondo las montañas, odiosas por supuesto, tanto como las excursiones familiares a la montaña, dos al año y los cuadros paternos sobre la montaña, y la cítara, la trompeta, el piolet, la vestimenta roja en la montaña, buscando la tranquilidad en la montaña y sembrando en sus hijos la intranquilidad, en la montaña. Un día a día que viene a ser para Bernhard un ochomil sin agua, alimento, ni bombona de oxígeno, ante una madre severa, dura, indiferente y pegadora y un padre duro, despiadado, severo e impertérrito que deja hacer, deja atizar a su carnal. Cabe cuestionarse en qué consiste la educación, pues en el caso de Bernhard convertirse en un réplica de su padre, le asquea, pues su anhelo es precisamente ser radicalmente diferente a su padre, perderlos de vista, al padre y a la madre y no dejarse seducir pasados/posados los años, por los cantos de sirena de un sentimentalismo falso y mendaz como en el caso de su interlocutor, el cual afirma ya al final no recordar nada, quizás como otra forma de romper los lazos, el lastre de la infancia, nada arcádica para esta pareja de amigos, ahora adultos.

En Ardía, Bernhard pone voz a un fulano que está vagando por el mundo desde hace cuatro meses y al tiempo que viaja echa pestes de la Iglesia aniquiladora del Buen Dios. A la gente no se le puede ayudar, dice. Así que pasa del mundo y se retira dentro de sí mismo, al tiempo que nos dice algo que ya sabemos porque lo hemos leído en otros libros suyos, a saber, que Austria es aborrecible, el país más odioso y ridículo. Algo parecido, pero más suave dirá de Noruega, de los noruegos, de Oslo, de su mala comida de su gusto artístico execrable…

Bernhard en estado puro.

Cuando tenga de nuevo mono de Bernhard seguiré con Hormigón, o con cualquier otro. Sobre la marcha.

Alianza. 2012. 120 páginas. Miguel Saénz.

Thomas Bernhard en Devaneos


Corrección
El malogrado
Tala
Relatos autobiográficos:
El origen
El sotano
El aliento
El frío
Un niño

Thomas Bernhard

Tala (Thomas Bernhard)

Cada X tiempo va bien darse un chute de Bernhard.

Leí recientemente Retiro de Dovlátov y supe que este escritor no empleaba dos palabras que comenzaran por la misma letra en una misma oración. El que haya leído algo de Bernhard sabrá por dónde voy. Con esta, si no me fallan las cuentas, ya van ocho novelas leídas de Thomas Bernhard. La primera , la última Corrección, por medio la tetralogía de los Relatos autobiográficos y El malogrado.
Decía lo de Dovlátov, porque tengo curiosidad por saber cuantas veces sale en este libro el «sillón de orejas«. Fiel a su estilo Bernhard no se calla nada, y afloran palabras ya Bernhardianas, a saber: aniquilar, abyecto, vil, bajeza, repulsivo, odio, aborrecible…

La novela empieza bien. Una joven aunque vieja conocida del autor muere tras suicidarse colgándose de una soga. Hay un entierro y una velada organizada por los mecenas locales, a los que el autor frecuentó tres décadas atrás, así como a la difunta, y que ahora desprecia hasta lo más profundo de su ser. Bernhard explicita su odio hacia toda aquella chusma burguesa, adinerada e indolente, que viven sus tristes y cenicientas vidas vampirizando las de los demás, y todos aquellos entes culturales que pululan a su alrededor, ya sean actores de teatro o jóvenes escritores con muchas ínfulas o siervas del poder, acomodadas en sus condecoraciones y premios literarios nacionales, como las dos literatas locales, popes de las letras en Austria, una creyéndose la Virginia Woolf vienesa y la otra una trasunta de Gertrude Stein.

Lo bueno de Bernhard es que cuando reparte, reparte para todos, y despotrica contra la cháchara sin sustancia de los jóvenes como del sonsonete de los viejos cansacuerpos y si hay que sacar el hacha, pues se saca y todos a talar, y a hacerse el harakiri, y si todos son odiosos, él también lo es, y si todos son aborrecibles él también, si todos son abyectos él también, y si tiene que decir lo que no piensa y ser un bienqueda a costa de tragarse su dignidad, allá que vamos, de tal manera que aquellos a los que critica son como él, para lo bueno y para lo malo, así que eso puede explicar que tras tamaño momento catártico, al abandonar la casa, tras la cena artística, Bernhard llegue a escribir «mi querida Viena, mis queridas gentes…» no sabemos si fruto de una enajenación transitoria, del abuso del alcohol, que le impele incluso a querer aquello que odia y aborrece. Qué jodidamente contradictorios somos los humanos.

Habrá más Bernhard.

He leído una edición de Alianza del año 1988 y he encontrado unos cuantos errores, con algunas palabras que duplicaban la letra t sin necesidad e incluso alguna e metamorfoseada en un seis.

Thomas Bernhard

Relatos autobiográficos (Thomas Bernhard)

Thomas Bernhard
Anagrama
496 páginas
2009
Traducción: Miguel Sáenz

Relatos autobiográficos: El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño.

Al igual que Montaigne, Thomas Bernhard (1931-1988) toma su persona como objeto de estudio.

El origen es la primera novela de lo que sería su pentalogía autobiográfica.

Su relato no esconde nada y muestra a las claras la nefasta influencia que el nacionalsocialismo y el catolicismo ejercieron sobre su persona cuando éste tenía trece años y Alemania había perdido la segunda guerra mundial y los aliados arrasaban con sus bombardeos ciudades alemanas y austriacas como Salzburgo donde vivía Bernhard y que éste detalla con tal precisión que su lectura sobrecoge.

Donde otros justifican y esconden, Bernhard acusa, crítica, detesta su ciudad, sus gentes, su atmósfera opresiva y violenta, la educación aniquiladora recibida, la vileza y abyección reinante; una sociedad suicida y enferma en definitiva, que aniquila al ser humano, lo abole y nutre de desmemoria.

El único rasgo de humanidad el autor lo encuentra en su ilustrado abuelo. De los abuelos Bernhard dice cosas que comparto como esta:

Los abuelos

Es El origen un libro que considero valioso, no tanto por el estilo del autor que a ratos resulta cargante, sino por el testimonio que da Bernhard, por hablar donde otros callan, por referir hechos, vivencias, experiencias, que la mayoría opta por obviar, maquillando un pasado que les haga sentirse bien, a gusto con su vileza y su desmemoria.

En El sótano la presencia del abuelo está más difuminada y aunque Bernhard sigue defendiendo que para él ha sido su abuelo alguien fundamental, es crítico con él, entiende que la soledad de este no es buena para nadie, y ese es un camino estéril que él no quiere seguir.

Un buen día Bernhard a sus dieciséis años decide que no quiere ir más al colegio, que no quiere recibir una educación reglada, que quiere trabajar y conseguirá un trabajo en el sótano de Podlaha que funciona como un colmado, donde puede explotar su vena comercial y relacionarse con la gente, sentirse útil y por ende feliz.

En el sótano Bernhard se realiza y su estado de bienestar se acrecienta cuando comienza a recibir clases teóricas de música y de canto, y es en ese cultivarse, donde Bernhard alcanza la plenitud, algo parecido a la felicidad.

Esto es lo bonito, lo agradable. Por otra parte Bernhard, como todo escritor que se precie, es una aguafiestas, que gusta meter el dedo en la llaga, y en este caso, el objeto de sus críticas es hablar de un poblado de Salzburgo, la ciudad contra la que Bernhard dirige sus invectivas, centrándose en el poblado de Scherzhauserfeld, ese barrio donde la pobreza y la marginalidad se dan la mano, donde está ubicado el sótano, lo que permite a Bernhard conocer una realidad desagradable, pero a su vez fortalecedora, pues eso que ve, también es humanidad, más humanidad que lo que Bernhard había conocido hasta la fecha.

Es curioso leer como Bernhard cambia de dirección, pero va a su vez en contra de lo que parece ser lo razonable, pues siendo él un joven muy blandito ir a parar a un barrio marginal, donde realizará tareas físicas, sustraído de la educación que reciben los chicos de su edad no parece ser lo mejor para su “educación” y sin embargo, a pesar de parecer tenerlo todo en contra, aquello funciona, el sótano le abre la puerta a una existencia plena, intensa, a algo parecido a una vida provechosa, que se quedará en suspenso cuando un resfriado se vea agravado y tenga a Bernhard durante cuatro años, de los dieciséis a los veinte,, calentando camas de hospital.

Y acaba Bernhard, siendo más Bernhard que nunca.

Nos hemos vuelto capaces de resistir, y no se nos puede derribar ya, no nos aferramos ya a la vida, pero tampoco la vendemos demasiado barata, quise decir, pero no lo dije. A veces levantamos la cabeza y creemos decir la verdad o la aparente verdad (sobre esto hay unas páginas en la novela especialmente interesantes), y la volvemos a bajar. Eso es todo.

Afirma Thomas Bernhard en El aliento que sin sus lecturas (Shakespeare, Cervantes, Sterne, Pascal, Montaigne, Hamsun, Schopenhauer…) se hubiera destruido. Acierta. En mi caso, de no ser por la lectura, estaría, no destruido, pero viendo El hormiguero, por ejemplo o incluso haciendo cosas aún peores.

Bernhard tiene 18 años y aquejado de pleuresía se encuentra ingresado en un hospital, ubicado en la habitación de morir, donde están confinados todos aquellos que ya sin esperanza alguna son dejados allí hasta su muerte. Bernhard es el único que saldrá vivo de allí, en un ambiente pródigo en olores, secreciones, sudores, alimentado de dolor y sufrimientos ajenos que acontecen en las postrimerías de la muerte, precedida de la enfermedad.
De ese infierno, ante ese aliento, halitosis más bien, de la muerte a diario, Bernhard aprende una lección, necesaria según él, pues le permite experimentar situaciones que de otra modo le sería imposible llegar a sentir.

Aparece de nuevo su abuelo, aquel que ha sido su mentor, su maestro, durante sus 18 años, su abuelo, un tipo poco familiar, para quien su hogar han sido siempre sus pensamientos, quien muere sin cumplir los setenta, mientras Bernhard sigue hospitalizado. Una muerte que es una liberación, al verse ahora Bernhard sólo frente al mundo, lo cual le impele a actuar, a luchar, a tomar sus propias decisiones.

Después de la muerte del abuelo Bernhard recobra, o inicia, mejor dicho, una relación con su madre que nunca había existido. Descubre el amor materno, la ternura, el placer de la charla, de compartir recuerdos, pero la muerte siempre acecha y a Bernhard le dura poco la alegría.

A su madre le diagnostican un cáncer terminal y a él, tras salir del hospital y pasar una temporada en un sanatorio de un pueblecito entre montañas (ocupando su tiempo en amenas y sustanciosas conversaciones con su compañero de habitación, sus lecturas de libros y de periódicos, con los que mantendrá ya desde entonces una relación de dependencia y repulsión, heredada de su abuelo), sale de allí recuperado de su pleuresía, pero con un problema en un pulmón, que le abocará otra vez poco después a recorrer una senda de hospitales y médicos.

Se olvida Bernhard de los placeres que le deparaba su trabajo de vendedor en el Sótano, sabe también que el mundo de la música y del canto es ya un mundo extinto.

Más decepciones para Bernhard.

Al igual que en los libros anteriores Bernhard tira del baúl de los recuerdos, sin escatimar nada; pensamientos e ideas que pueden generar hostilidad, como lo que dice de los médicos, pero Bernhard quiere -ese es su empeño- ser fiel a lo que le sucedió y aproximarse a su pasado, con estos apuntes, estas notas, jirones que buscan la verdad de sus pensamientos, sin tamizarlos por la ficción, sin edulcorarlos por la melancolía. Y de nuevo el estilo Bernhard resulta agudo y filoso.

En El aliento, donde acababa el anterior libro, Thomas Bernhard estaba en contacto con la muerte en su estado más crudo y después de curarse de su pleuresía, a sus 18 años deja un sanatorio para entrar en otro, en Grafenhof, aquejado de una sombra en el pulmón, lo cual le acarrea pasar algo más de un año entre enfermos, rodeado de nuevo de podredumbre, decrepitud y muerte.

Lo que nos cuenta en El frío es que si al comienzo se deja ir (abocado a un nihilismo, sin esperanza), al final vence la inercia y decide vivir, pues cree que estar vivo después de la guerra es una suerte, a pesar de que su situación personal no es nada favorable dado que su madre se muere de cáncer y él se enterará de ello leyendo el periódico.

Así, sin su abuelo, y con su madre muerta, sin las dos personas por tanto que más ha querido, por ese orden, a su lado, ya sabe lo que es estar sólo; un desamparo que Bernhard no obstante ve como algo positivo, como un horizonte despejado, que no es tal, pues aunque fantasea con poder cantar, verá que no le es posible y si dejar Grafenhof, dándose él el alta, le proporcionará alguna alegría, esta incipiente ilusión se verá ahogada prontamente, toda vez que vuelva a Salzburgo, se vea mendigando un trabajo, ocultando su precaria salud, y detestando Salzburgo, sus gentes y esos oficios que sin sentido, sin finalidad, deparan a los empleados lo justo para sobrevivir.
Bernhard acaba la novela salvando su vida de chiripa, tras sufrir una embolia tras desatender los controles periódicos a los que está obligado someterse.

En su condición de paciente Bernhard dispone de mucho tiempo para leer y refiere que después de leer Los Demonios pasó una buena temporada sin leer nada, porque sabía que lo que vendría después iba a ser una gran decepción, y que le haría encontrarse ante un abismo. Que nunca había leído un libro de aquella insaciabilidad y radicalidad, que se encontraba ante una obra literaria salvaje y grande, que pocas novelas han tenido sobre él un efecto tan monstruoso.

Un niño es el último título de la pentalogía y describe parte de la infancia de Bernhard, cuando este es un niño de corta edad. Lo asombroso es que Bernhard recuerde con tal grado de minuciosidad cosas que le pasaron hace más de cuarenta años, y no sólo sea la narración la descripción de momentos históricos muy interesantes como el auge del nacionalsocialismo, los estragos de la guerra en una población alemana masculina muy diezmada y hambrienta, los bombardeos de los aliados sobre las ciudades alemanas o de los espacios físicos, sino que sea capaz de recordar cuales eran sus pensamientos y sus sentimientos hacia su abuelo, hacia su padre, hacia sus hermanos o hacia su tutor.

El relato es igual de trágico que los anteriores. Dice Bernhard que al escribir no hay que guardarse nada y así hay que entender la manera en la que Bernhard recuerda, o recrea momentos muy desagradables de su existencia como su fase de meón, que le supuso ser objeto de burla y escarnio. Momentos trágicos que se alternan con otros épicos, como la locura de coger una bicicleta e ir desde su pueblo hasta Salzburgo que le acarreará una paliza a manos del vergajo de buey de su madre, la cual vuelca el odio que siente hacia su marido -que la abandonó- en el hijo de ambos.

Bernhard entiende que su madre lo maltrate, pero a su vez, no entiende que necesite tenerlo lejos de ella. Esas contradicciones en las que abunda la novela son lo mejor de libro, pues muestran a las claras la naturaleza humana, esa madeja de sentimientos, afectos, sueños, frustraciones que se van cociendo a fuego lento en nuestro cerebro, mientras la vida pasa y nos aniquila.

Bernhard no ceja en su empeño en hacernos saber lo importante que ha sido su abuelo para él, y aquí tiene un peso importante, pues cuando Bernhard sufre, cuando le hacen daño, no sueña con vaciar sus lágrimas en el faldero de su madre, sino en el hombro de su abuelo, un escritor y filósofo, solitario, asocial, que vivía de su trabajo de escritor, lo que significaba que tenía que vivir a expensas de su mujer y de su hija, porque de lo suyo, de su oficio de escritor, no se podía vivir.

Es curioso que este libro que describe los hechos ocurridos cuando Bernhard es un niño, mientras el resto abordan su adolescencia y principios de su vida adulta, lo escribiera Bernhard el último.

No sé si me pasará como a Bernhard cuando leyó Los Demonios, que se encontró ante un abismo, sin ganas de querer leer más, consciente de que lo que leyera sería una decepción mayúscula.

Lo claro es que estos cinco libros, no te aniquilan, pero te remueven y vapulean con su crudeza, con su verdad y dejan una huella, indeleble, quiero pensar, gracias a un testimonio de las décadas de los años 30, 40 y 50 de gran valor.