Archivo de la etiqueta: libro

Abel Hernández

El canto del cuco. Llanto por un pueblo (Abel Hernández)

Si recordar es volver a pasar por el corazón, así los recuerdos de Abel le permitirán vivificarse, aventar su pasado, desmortajarlo, actualizarlo y confrontarlo con el presente.
Abel, en 2012 bucea en su pasado para volver mental y físicamente a Sarnago, al pueblo de su niñez, en las Tierras Altas de Soria, recuerdos que se alimentan del olor a pan recién hecho, de las copiosas nevadas que propiciaban el aislamiento, del canto de los pájaros, las inveteradas tradiciones, la gran figura de los médicos de cabecera o de los maestros de escuela, aquellos años de pobreza, de austeridad, de duro trabajo, dulcificados por la infancia, recuerdos que brotan con una terminología que nos puede resultar extraña, desconocida, al leer palabras como andosca, bizcobo, cestaño, calambrujo, caloyo, duerma, gamella, magüeta, letuja, marcil, pegujal, támbara, tentemozo, úrguras y otras muchas palabras que podemos consultar en el postrero Glosario. Los recuerdos de Abel hablan de un mundo que sabe ya casi extinguido, porque el despoblamiento rural es un hecho, y cada día son más los que abandonan los pueblos que los que regresan. Un regreso que muchas veces bebe más de lo romántico que de lo práctico.

Años de la niñez, donde había ocasión para las buenas lecturas, aunque fuera como escuchante.
La hora del cuco

Al hilo de esta lectura tengo muy presente otra, la de Paco Cerdà y su libro Los últimos. Voces de la Laponia Española (en el último capítulo del libro de Abel, ¿Nos vamos al pueblo?, como en el libro de Cerdá, aparece Maderuelo, donde se recoge el testimonio de una pareja madrileña que decide dejar la villa de Madrid para instalarse en este pueblo segoviano de poco más de 100 habitantes) y La lluvia amarilla de Llamazares. En este libro de Abel, también nos cuenta cómo un pueblo perdió también a su último habitante. La muerte de un pueblo, la de Valdenegrillo.

Abel cree que el cierre de una escuela es la puntilla al pueblo, aquello que certifica su defunción. No le falta razón. Sin escuela, las familias buscan otros pueblos donde instalarse.
La algarabía de los niños y el olor a pan recién hecho dice Abel que son las dos cimientos rurales, y esto ya es agua pasada. Los niños se han ido y el pan es congelado. Nada queda ya de las antiguas profesiones que conoció en su niñez: guarnicioneros, capadores, cesteros, amolanchines…

El pan y la nieve son el mejor reclamo de la memoria dice Abel. El tono es melancólico (la historia del burro me trae en mientes como no puede ser de otro modo, Al azar, Baltasar), trata a veces de ser alegre, de festejar los agostos en los que los pueblos se pueblan de gente -de paso- y luego todo queda como estaba, pueblos como cascarones vacíos, usado únicamente en los meses de veranos y festividades. Pueblos vacíos, abandonados, cubiertos por el manto del olvido, cuyo paisaje se ve pespunteado y ajado por molinos de viento, su vientre horadado por empeños como el fracking. Ni el paisaje son capaces de dejar en paz, dice Abel. Acierta. Así somos.

Abel Hernández. Gadir Editorial. 2014. 206 páginas

El Principito

El Principito (Antoine de Saint-Exupéry)

Después de acabar este cuento maravilloso he leído este artículo de Gianni Rodari acerca de la imaginación en la literatura infantil, donde leo cosas muy interesantes. Ahí se habla entre otras muchas cosas de cómo la ideología de un escritor está siempre presente al escribir, como una parte constitutiva de su personalidad, así, Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), de profesión piloto, tras combatir en La Segunda Guerra Mundial como piloto de reconocimiento y al caer Francia en manos de los nazis, se exilia a los Estados Unidos y allá escribe Piloto de Guerra en 1942, donde refiere sus aventuras bélicas y un año después, en 1943, un año antes de su muerte, este cuento El Principito, que se podrá entender de muchas maneras pero que a mí me parece sobre todo un relato antibélico, una mano tendida al otro, que en este caso es un niño, un Principito de cabello rubio, amo y señor de un planeta con tres volcanes (del tamaño de un taburete) y una curiosidad insaciable, que le sirve de alimento vital, una curiosidad que no le permite dejar un pregunta sin respuesta, y que le permite al autor muy sutilmente ir presentando una galaxia de planetas (el texto viene ilustrado con las bellas acuarelas del autor) en manos de humanos aburridos, grises, codiciosos, tan limitados en sus vidas como en sus actividades, como las absurdas normas a cumplir, como en el caso del farero, o en el recuento de estrellas distantes que alimentan la codicia y el ansia de tener, aunque sea alto intangible. El Principito no anhela riquezas, ni ser el mandamás de un planeta, el quiere no estar solo, y la compañía (compañías no exentas de servidumbres y que en cierto modo domestican la libertad) de su curiosidad, de un cordero, de una flor, de las puestas de sol, le bastarían.

Saint-Exupéry fue piloto, muchas horas de su vida las pasó en las nubes, y eso quizás explique que a la hora de escribir algo, las estrellas, aquellas que siempre estaban allá en lo alto, a su vera, hablándole al oído, haciéndolo reír o llorar, tuvieran que aparecer en este texto y nos dejaran un final de cuento tan triste y hermoso.

No me explico cómo no lo había leído hasta ahora.

Escribidme enseguida, decidme que el principito ha vuelto.. !ufff!

Salamandra. Traducción de Bonifacio del Carril. 2016. 95 páginas.

El beso de la mujer araña

El beso de la mujer araña (Manuel Puig)

Mi primer acercamiento a Manuel Puig (1932-1990) ha sido a través de esta novela publicada en 1976. El resultado no ha podido ser más satisfactorio. La novela no puede ser más triste y luminosa al mismo tiempo. Se puede leer desde distintos planos, ya sea el histórico: la novela se ambienta en 1975 en Argentina poco antes del golpe de estado que dictadura aupara la dictadura en el poder. El plano sociológico, con dos presos, uno preso político, Valentín, ligado a la izquierda armada revolucionaria. El otro, Molina (llamado Molinita) acusado de pervertir menores, que se considera a sí mismo, una loca, una mujer. El plano humano: dos mundos, a priori, antagónicos, que convierten la celda en una isla desierta, donde más allá de las presiones externas, permite a cada uno de ellos quitarse la careta, mostrarse como realmente es, asumiendo sus contradicciones y deseos, y entonces, camino del autoconocimiento, todos esos mimbres que sostienen el pensamiento, todo ese armazón teórico, se viene abajo, ante la cercana e ineludible humanidad -singularizada en el otro, en el compañero de catre-, ya al crudo, al natural.

Puig mete elementos de suspense muy bien resueltos y lleva al lector por donde él quiere, porque la novela pega un cambio radical en un determinado momento y luego está por ver si este hecho clave será llevado por el actor hasta sus últimas consecuencias, cuando están en juego la confianza, la amistad, la lealtad, la traición, el egoísmo, la dignidad, la desesperanza…

Oportuna la comparación de esta novela con Las mil y unas noches, pues a fin de hacer pasable el puré de la espera y la holganza, Molina, dotado de una buena memoria y seguramente mejor inventiva, va refiriendo a Valentín las películas que ha visto los últimos años, lo que les permite a ambos, ir enjuiciando lo dicho, adoptando personajes, cuestionando ciertas acciones y en definitiva vivificarse gracias a las palabras que vertemos al exterior. Historias dentro de historias que convierten la narración en una mamushka.

Puig maneja diferentes formas de narrar, incluyendo incluso el argot propio de las diligencias policiales en el penal o en el seguimiento de los presos puestos en libertad, o esas narraciones fílmicas en las que el lenguaje es más llano, muy pegado al hablar de la calle, sin barroquismos, ni efectismos.

A pesar de ser una novela corta, poco más de 200 páginas, es compleja, profunda y tan subyugante que son de esas novelas que uno quisiera leer del tirón.

Novelón.

Tiempo de silencio

Tiempo de silencio (Luis Martín-Santos)

Hay novelas como esta de Luis Martín-Santos (publicada en 1961, tres años antes de la muerte del autor y debidamente censurada, pues velada o no ahí está la crítica al Régimen) que uno sabe que va a releer pasado un tiempo, así Tiempo de silencio. Una novela estupenda con unos diálogos muy jugosos, donde se valida aquello de que el «hambre es la medida de todas las cosas» porque si en otras novelas de la posguerra (ésta ambientada a finales de los cuarenta) como Antagonía o El gran momento de Mary Tribune, que he leído recientemente, los personajes eran propios del indolente mundo burgués, en esta novela, conocemos la vida madrileña arrabalera, el malvivir en chabolas, entre mugre, hambre y desamparo, en covachas precarias y arracimadas, como quistes del progreso, cuya visión molesta, y lo conocemos porque un investigador entregado a conocer más cosas sobre el cancer -enfermedad que mataba antes, hace cinco décadas, y mata todavía más ahora- se mueve en esos ambientes donde un fulano le proporciona los ratones que este precisa para sus investigaciones.

Si algo define esta novela, más allá de toda suerte de técnicas narrativas (incluso un microensayo sobre Cervantes), que nos podrán resultar tan atractivas o no como la jerga científica que maneja Santos, es la intensidad, la profundidad de cómo cala aquello que se lee, como por ejemplo, las mujeres empollando los ratones, el tan bien recreado ambiente prostibulario, tan sórdido, lúgubre y degradante, o cuando Pedro es detenido y sentimos lo que es estar preso, la indefensión, lo vulnerable de la naturaleza humana fuera de la zona de confort, sin la ducha diaria, sin las sabanas limpias, con el ronroneo estomacal, con el miedo metido en el cuerpo, y la sensación de que la fuerzas de seguridad pueden impunemente hacer con los presos lo que les plazca, pues estos firmarían cualquier cosa que les pusieran delante con tal de no ser o de seguir siendo torturados.

Baraja el autor elementos clásicos como Edipo, ya ciego, como la furia vengadora de Clitemnestra, elementos trágicos, presentes en el fatal desenlace de la novela, donde siempre pagan el pato los mismos, y donde cerrar el pico y dejar que hable el silencio sería ya para estos desheredados, un imperativo.

Traigo aquí las palabras que Juan Benet dedicó a esta novela cuando se publicó: Una novela con fondo de verbena y vida de pensión, y una puñalada; es costumbrismo puro a lo Mesonero Romanos. Además tiene el concepto del humor confundido. La ironía, que alcanza en alguna ocasión cotas muy altas, no se mantiene a lo largo del libro.