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Tiempo de silencio

Tiempo de silencio (Luis Martín-Santos)

Hay novelas como esta de Luis Martín-Santos (publicada en 1961, tres años antes de la muerte del autor y debidamente censurada, pues velada o no ahí está la crítica al Régimen) que uno sabe que va a releer pasado un tiempo, así Tiempo de silencio. Una novela estupenda con unos diálogos muy jugosos, donde se valida aquello de que el «hambre es la medida de todas las cosas» porque si en otras novelas de la posguerra (ésta ambientada a finales de los cuarenta) como Antagonía o El gran momento de Mary Tribune, que he leído recientemente, los personajes eran propios del indolente mundo burgués, en esta novela, conocemos la vida madrileña arrabalera, el malvivir en chabolas, entre mugre, hambre y desamparo, en covachas precarias y arracimadas, como quistes del progreso, cuya visión molesta, y lo conocemos porque un investigador entregado a conocer más cosas sobre el cancer -enfermedad que mataba antes, hace cinco décadas, y mata todavía más ahora- se mueve en esos ambientes donde un fulano le proporciona los ratones que este precisa para sus investigaciones.

Si algo define esta novela, más allá de toda suerte de técnicas narrativas (incluso un microensayo sobre Cervantes), que nos podrán resultar tan atractivas o no como la jerga científica que maneja Santos, es la intensidad, la profundidad de cómo cala aquello que se lee, como por ejemplo, las mujeres empollando los ratones, el tan bien recreado ambiente prostibulario, tan sórdido, lúgubre y degradante, o cuando Pedro es detenido y sentimos lo que es estar preso, la indefensión, lo vulnerable de la naturaleza humana fuera de la zona de confort, sin la ducha diaria, sin las sabanas limpias, con el ronroneo estomacal, con el miedo metido en el cuerpo, y la sensación de que la fuerzas de seguridad pueden impunemente hacer con los presos lo que les plazca, pues estos firmarían cualquier cosa que les pusieran delante con tal de no ser o de seguir siendo torturados.

Baraja el autor elementos clásicos como Edipo, ya ciego, como la furia vengadora de Clitemnestra, elementos trágicos, presentes en el fatal desenlace de la novela, donde siempre pagan el pato los mismos, y donde cerrar el pico y dejar que hable el silencio sería ya para estos desheredados, un imperativo.

Traigo aquí las palabras que Juan Benet dedicó a esta novela cuando se publicó: Una novela con fondo de verbena y vida de pensión, y una puñalada; es costumbrismo puro a lo Mesonero Romanos. Además tiene el concepto del humor confundido. La ironía, que alcanza en alguna ocasión cotas muy altas, no se mantiene a lo largo del libro.

Cervantes en Tiempo de silencio

Leyendo Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, me encuentro con estas muy interesantes palabras sobre la figura de Cervantes, por boca de Pedro, uno de los personajes de la novela.

«Venia un airecillo cortante desde el Este. Para evitarlo, dejó a un lado la cuesta de Atocha con toda su apertura desabrida y se metió por las callejas más retorcidas y resguardadas de la izquierda. Estaban casi vacías. Siguió andando por ellas, acercándose sin prisa, dando rodeos, a la zona de los grandes hoteles. Por allí había vivido Cervantes -¿o fue Lope?- o más bien los dos. Sí; por allí, por aquellas calles que habían conservado tan limpiamente su aspecto provinciano, como un quiste dentro de la gran ciudad. Cervantes, Cervantes. ¿Puede realmente haber existido en semejante pueblo, en tal ciudad como ésta, en tales calles insignificantes y vulgares un hombre que tuviera esa visión de lo humano, esa creencia en la libertad, esa melancolía desengañada tan lejana de todo heroísmo como de toda exageración, de todo fanatismo como de toda certeza? ¿Puede haber respirado este aire tan excesivamente limpio y haber sido consciente como su obra indica de la naturaleza de la sociedad en la que se veía obligado a cobrar impuestos, matar turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles y escribir un libro que únicamente había de hacer reír? ¿Por qué hubo de hacer reír el hombre que más melancólicamente haya llevado una cabeza serena sobre unos hombros vencidos? ¿Qué es lo que realmente él quería hacer? ¿Renovar la forma de la novela, penetrar el alma mezquina de sus semejantes, burlarse del monstruoso país, ganar dinero, mucho dinero, más dinero para dejar de estar tan amargado como la recaudación de alcabalas puede amargar a un hombre? No es un hombre que pueda comprenderse a partir de la existencia con la que fue hecho. (…) ¿Qué es lo que ha querido decirnos el hombre que más sabía del hombre de su tiempo? ¿Qué significa que quien sabía que la locura no es sino la nada, el hueco, lo vacío, afirmara que solamente en la locura reposa el ser-moral del hombre?»

«Pero la cosa es muy complicada. Mientras que Pedro recorre taconeando suave el espacio que conociera el cuerpo del caballero mutilado, su propio racionalismo mórbido le va envolviendo en sus espirales sucesivas.

Primera espiral: Existe una moral -una moral vulgar y comprensible- según la cual es bueno, sensato y razonable el que lee libros de caballería y admite que estos libros son falsos. El libro de caballería intenta superponer sobre la realidad otro mundo más bello; pero este mundo -ay- es falso.

Segunda espiral: Surge, sin embargo, un hombre que intenta que lo que no puede en realidad ser, a pesar de todo sea. Decide pues creer. El mal -que sólo era virtual- se hace real con este hombre.

Tercera espiral: Quien así procede -a pesar de ello- es llamado por sus conciudadanos El Bueno.

Cuarta espiral: La creencia en la realidad de un mundo bueno no le impide seguir percibiendo la constante maldad del mundo bajo. Sigue sabiendo que este mundo es malo. Su locura (si bien se mira) sólo consiste en creer en la posibilidad de mejorarlo. Al llegar a este punto es preciso reír puesto que es tan evidente -aun para el más tonto- que el mundo no sólo es malo, sino que no puede ser mejorado en un ardite. Riamos pues.

Quinta espiral: Pero tras la risa, surge la sospecha de si será suficiente con reír, si no será preciso más bien crucificar al hombre loco. Porque lo específicamente escandaloso de su locura es que pretende imponer y hacer real la misma moralidad en que los que de él se ríen -según afirman- creen. Si alguien dejara de reír por un momento y lo mirara fijamente pudiera llegar a contagiarse. ¿Será un peligro público?

Sexta espiral: Pero no hay que exagerar. No hay que llevar esta conjetura hasta sus límites. No debemos olvidar que el loco precisamente está loco. En ese «hacer loco» a su héroe va embozada la última palabra del autor. La imposibilidad de realizar la bondad sobre la tierra no es sino la imposibilidad con que tropieza un pobre loco para realizarla. Todas las puertas quedan abiertas. Lo que Cervantes está gritando a voces es que su loco no estaba realmente loco, sino que hacía lo que hacía para poder reírse del cura y del barbero, ya que si se hubiera reído de ellos sin haberse mostrado previamente loco, no se lo habrían tolerado y hubieran tomado sus medidas montando, por ejemplo, su pequeña inquisición local, su pequeño potro de tormento y su pequeña obra caritativa para el socorro de los pobres de la parroquia. Y el loco, manifiesto como no-loco, hubiera tenido, en lugar de jaula de palo, su buena camisa de fuerza de lino reforzado con panoplias y sus veintidós sesiones de electroshockterapia».