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Henry y Cato (Iris Murdoch)

Decepcionado. Murdoch plantea unos personajes que son siluetas, poco más que holografías, personajes que los tocas y los traspasas porque no hay nada de nada en ellos, son una ilusión. Murdoch plantea para Henry y Cato, dos amigos de la infancia que vuelven a encontrarse de adultos pero con la misma mentalidad infantil, la posibilidad de la redención, ya sea despojándose de toda riqueza material por parte de Henry o renunciando, en el caso de Cato, al sacerdocio para arrancar del mal a Joe, un joven rubiales del que se ha prendado. A esto se suman dos vacuos personajes femeninos (tres contando a Gerda, la madre de Henry) de trazo grueso, una de las cuales, Stephanie, no ambiciona nada más que comer, beber y comprarse vestidos y la otra, Colette (hermana de Cato) entregar su virginidad al hombre que tiene idealizado desde su más tierna infancia, Henry, para pasar a ser posesión suya.
Los diálogos son en su mayoría irrisorios, casi todo acontece cogido por los pelos, todo es azaroso y finalmente deviene mascarada y farsa, tanto que acabo más que harto de tanta nadería, amor perruno y devaneo diletante.
Henry y Cato la publicó en 1981 Alfaguara. Impedimenta la reeditó en 2013 manteniendo la traducción de Luis Lasse.

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El libro y la hermandad (Iris Murdoch)

La primera sensación que tuve cuando comencé esta novela de Iris fue de apabullamiento. En un mismo lugar (Oxford) se reúnen más de una docena y media de viejos amigos, donde todos parlotean y el apabullamiento deviene aturdimiento. Luego Iris de manera muy sutil irá tirando de cada hilo, desflecando la madeja, concediendo su espacio a los distintos personajes, refiriéndonos sus historias y las relaciones que durante estas últimas décadas se han ido creando, fortaleciendo o menguando entre ellos. Me gusta poco la narración cuando Iris fija su atención en lo externo, en detalles triviales: todo lo que tiene que ver con el vestuario, la decoración o los atributos físicos personales y me interesa mucho más -y ahí radica en mi opinión el gran valor de la novela- cuando el relato pasa de lo estético a lo ético y abundando en la introspección Iris pasa a todos ellos por el cedazo de la experiencia y la batidora de la moral, los sube al escenario que viene a ser una suerte de ring, donde todos ellos reciben su merecido, y las victorias, en la pugna contra el destino, si las hubiera, son pírricas, o a los puntos. Una experiencia concebida como un sumatorio de actos humanos de distinta índole que van, entre otras muchas, desde la aventura fuera del matrimonio al aborto repentino, pasando por tentativas de suicidio, duelos a pistola, muertes accidentales, el dolor del duelo ante la pérdida de una mascota o la muerte de un ser querido, las confesiones de un amor arrebolado y no correspondido, el gran vacío o fin de ciclo que experimenta el escritor ante el libro ya acabado -un libro convertido en un fascinante macguffin, pues de la hermandad del título aún sabremos algo, pero del libro de marras muy poca cosa- el perdón cauterizador, la felicidad como un objeto de consumo más, la religión emancipadora, los lazos filiales convertidos en cadenas, la transición del idealismo al conservadurismo, el pasar de querer salvar el mundo a querer preservar su pequeño mundo, a cualquier precio.

Los humanos son aquí seres dolientes, indolentes, inseguros, insatisfechos, aburguesados, que al echar la vista atrás y contrastar sus sueños y esperanzas de su juventud con su realidad adult(erad)a y presente comprueban que la argamasa de su día a día, las relaciones, ya sean de amistad o de pareja tienen los huesos de cristal, que la distancia entre la teoría y la práctica, entre el pensamiento y la acción se nutre de impotencia, de resentimiento, que los héroes están en las calles y los cobardes como ellos en sus casas entregados a una verborrea estéril y a un hedonismo a medida.

Podemos pensar en este manojo de vidas folletinescas con el que Iris describe al detalle y con gran agudeza la condición humana como meteoritos del espacio exterior fuera de nuestra órbita. O puede ser que mirar hacia el cielo sea sentir un escalofrío y un ramalazo de melancolía recorriendo nuestro cuerpo, cuando al pensarnos, lo leído nos incumba, desmantele y quién sabe si incluso colisione.

Impedimenta. 654 páginas. Año 2016. Traducción de Jon Bilbao. Postfacio de Rodrigo Fresán.