Archivo de la etiqueta: 2016

no_derrames_tus_lagrimas_por_nadie_que_viva_en_estas_calles

No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (Patricio Pron)

Patricio Pron
Mondadori
2016
348 páginas

Como ya hizo Patricio Pron en la muy notable El comienzo de la primavera, en esta novela de título fatigante –No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles– reflexiona acerca de cómo gestionamos la memoria. Si en aquella novela un profesor universitario, un tal Martínez se trasladaba hasta Alemania empeñado en encontrar respuestas a los actos deleznables perpetrados por los alemanes afines al régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial, focalizadas todas las preguntas en la figura de Hollenbach, un huidizo filósofo, aquí el fascismo, en este caso italiano, está de nuevo presente. Un fascismo en su vis literaria, perpetrado por un grupo de literatos, que mediante el futurismo ambicionan convertir la vida en arte, lo estético en político, una política fascista que a efectos prácticos producirá sufrimiento y muerte, entendida ésta como un acto higiénico.

Parte de la narración es el sumatorio de entrevistas que un tal Linden realiza entre 1977 y 1978 a algunos de los asistentes al Congreso de Escritores fascistas europeos que se lleva a cabo en abril de 1945. Un cordel del que Linden va tirando hasta llegar al meollo del asunto; conocer la vida de uno aquellos escritores, Borrello.

Si todo lo que han referido los escritores fascistas en sus declaraciones a Linden (perteneciente a un grupo terrorista de extrema izquierda, que sería encarcelado, y se vería envuelto en la investigación que trató de dilucidar el el secuestro y asesinato de Aldo Moro) es palabrería, cháchara ideológica, huera e insustancial, sin embargo cuando la narración desgrana la existencia de Borrello, los momentos en los que éste se encuentra huido en la montaña, en octubre de 1944, y salva la vida a un partisano, un tal Linden (el padre del entrevistador), a quien cura sus heridas y luego alimenta, vemos como lla ideología fascista se pliega a la acción buenista. El otro, el enemigo (configurado así por el Lenguaje), pasa entonces a ser un humano a quien ayudar y salvar.

La narración, tras darnos a conocer la obra de Borrello -plasmada en poemas, obras de teatro, relatos, volúmenes con cartas de rechazo de sus publicaciones y un buen surtido de obras experimentales, que acabarán empleando lo escrito como soporte y materia prima para sus propósitos, ejerciendo entonces más de director que narrador, convertido el autor en obra- finaliza en 2014, donde la narración la retoma el nieto de Linden, en un escenario milanés donde hay movimientos okupas, huelgas y algaradas y violencia en las calles con la autoridad poniendo orden con zumo de porra y los belicosos manifestantes mostrando los dientes. Ahí está el joven T. ante su momento decisivo, ese que permite aunar las convicciones con las acciones, ese momento que es pura acción y que tiene más de explosión que de postración; un momento primordial que cierra y repliega una novela caleidoscópica y brillante, pródiga en hallazgos, que ofrece interesantes elementos ensayísticos de reflexión, no sólo sobre lo que entendemos por creación literaria, sino sobre todo aquello que nos atañe: el sentimiento de culpa, el peso de la memoria, las emboscadas del lenguaje, el empleo de la violencia (re)generacional reactiva como un ejercicio defensivo, la lucha contra los totalitarismos reconvertidos en imperativos económicos, el deseo adolescente de partir de uno mismo, etc.

Leyendo la novela tengo la sensación de que Pron emplea la literatura para poner orden, para ralentizar un mundo que vemos desde la ventanilla de un tren que va por vía rápida, una novela que actúa ante las limaduras de la historia como un imán, con el empeño de buscar un significado, de querer saber, de querer entender, y quizás ese empeño de Pron esté presente en todos sus libros, y así todos sus libros sean el mismo libro; abrumadores e inteligentes.

Los que miran

Los que miran (Remedios Zafra)

Remedios Zafra
Fórcola ediciones
2016
142 páginas

Hablar de duelo en la literatura es hablar de un género propio. Tenemos múltiples escritores cuyas obras les han servido para rendir tributo a sus hijos, maridos, mujeres, etc. Todos ellos muertos. En Diario de una viuda Carol Joyce Oates se ocupaba de su marido. Rosa Montero hacía lo propio en La ridícula idea de no volver a verte. Piedad Bonnet recordaba a su hijo muerto en Lo que no tiene nombre. Sergio del Molino nos relataba la pérdida de su hijo de corta edad en La hora violeta.
En Cuaderno duelo, Miguel Á. Hernández recordaba a sus padres, y María Virginia Jauja en Idea de la ceniza, nos hacía también partícipes de su duelo ante la pérdida de su pareja.

Remedios Zafra en Los que miran acomete la muerte de su hermano Manuel. Ante la pérdida de alguien querido, el dolor es parecido, similar la pena, infinita la ausencia, y no le veo al asunto mucha originalidad.

Remedios no se deja llevar por el sentimentalismo, más bien resulta franca y directa y se define a sí misma como mujer-dañada, y a pesar de que este libro le servirá para fijar sus recuerdos y para rendir tributo a la memoria de su hermano, éste, resulta una presencia muy velada, tanto que cuando Remedios parece que nos va a contar algo sobre él, emplea el código de los puntos suspensivos, un paréntesis pespunteado de varias páginas con alguna palabra náufraga entre medias, en el que nos pide que estemos con ella, que la acompañemos.

Dicho y hecho.

El duelo lo es a dos bandas. Una hermana dolida y un huérfano, su hijo León, que se va internando cada día en su nueva condición. Ahora sin padre, y anteriormente sin un madre que ya murió.

Remedios crea correspondencias entre lo real y lo cibernético (plasmado por ejemplo en el amor-máquina, en la relación que mantiene con J.), si acaso no son lo mismo (lo que le lleva a pensar en un dios tecnólogico, en mirar el cielo y pensar en satélites, en lugares donde siempre haya cobertura, o donde uno siempre pueda cargar las baterías…), y reflexiona, y para mí es lo mejor de la novela -que es más un ensayo- sobre todo ese concepto de comunidad, de masa, de tribu, ante un mundo conectado de modo permanente, donde lo sólido (que ahí podría ser pienso, el peso de una ideología, la firmeza de un argumento) deja paso a lo líquido, donde la atención de esa masa virtual se centra en un asunto concreto, en algo que será un trending topic en un momento determinado, para acto seguido pasar a otra cosa, desviando así el interés, hacia otra cosa, hacía algo otra vez novedoso.

Ante la aparente cultura del ver, lo que triunfa según nos dice J. es una cultura de la ceguera, donde es fácil dejar de ver aquello que nos molesta o incomoda, simplemente bloqueando, con un off, un out, un invisibilizando, un cerrar, un salir. Algo que resulta fácil de comprobar en redes sociales como twitter donde una reseña nada complaciente, o asuntos incluso más pueriles conllevan bloqueos, invisibilidades o similares.

Remedios tampoco aparta la mirada, cuando habla de la empresa SPMV (Servicios para modificar la Vida), la cual le permitiría que su nombre no fuera maltratado en las redes sociales, o bien posicionar buenas críticas, encumbrando en definitiva a muchos frívolos y necios sin alma. Una ficción muy verosímil que uno comprueba a menudo, a nada que navegue en las cenagosas aguas virtuales.

Y creo que Remedios da en la diana con una cita de Umberto Eco con la que abre un capítulo que dice así:
[…] actualmente, a medida que tantos luchamos con la manera de definirnos en el mundo moderno, existe una amenaza mayor que la pérdida de privacidad: la pérdida de visibilidad. En nuestra sociedad hiperconectada, muchos de nosotros sólo queremos que nos vean.

Será este libro muy cibernético y excéntrico, pero hay algo que palpita, quizás un corazón de un humano-máquina o de una máquina-humano, a saber, pero si a veces uno no puede apartar la vista de algo que nos fascina, como ver a unos leones zampándose una cría de elefante, tampoco a veces es fácil apartar la mirada de un texto cuyo interés va mucho más allá del duelo mortuorio.

Como decía Jauja en su novela Idea de la Ceniza, ante ese duelo la pregunta no es “qué muere o quién muere, sino qué, de toda esa experiencia, sobrevive”.

La literatura en estos casos quizás sirva para eso, para vivificar, rememorar, exhumar, retener, impedir en definitiva que el rostro de la persona amada llegue a desdibujarse, a velarse de tal modo, que ya sin poderlo «ver» y reconocerlo, muera ya del todo en nosotros.

La mejor de las vidas

La mejor de las vidas (David de Juan Marcos)

David de Juan Marcos
2016
318 páginas
HarperCollins

Leer La mejor de las vidas de David Juan de Marco (Salamanca, 1980), es volver a tener veintitantos, la lozanía de la juventud, el entusiasmo incólume, un horizonte fértil y promisorio.

La voz que narra es la de Nico, quien constata a diario que su presencia en el hogar no tiene nada que ofrecer contra la ausencia de su hermano pequeño, desaparecido misteriosamente. No es la primera vez que su hermano desaparece, pero esta va camino de
ser la definitiva. Nico entiende que la suya es una batalla perdida; el hogar deviene un amasijo de cuerpos dolientes, extrañados, el matrimonio es una maroma que deja de serlo, mostrando las fibras inertes de su ser; la madre ya también ausente, exiliada en su interior, atrincherada en el vacío, colmada de una nada que la ocupa toda, el padre buscando un mensaje desleído en las botellas alcohólicas de cualquier bar.

Como canta Sabina en su tema Viudita de Clicquot, “mi manera de comprometerme fue darme a la fuga”. Lo más fácil siempre será poner tierra de por medio y escapar, huir de todo, así Nico, quien se marchará a estudiar a Cambridge, donde podrá vivir otra vida, al menos temporalmente. Una vida que irá llenando de aventuras, experiencias, anécdotas, momentos primordiales; ese patrimonio vital que le permitirá, en el futuro, cuando eche la vista atrás, tener la sensación de que ha vivido, al tiempo que le faculta (o así lo cree) cuando regrese a casa para asistir al funeral de su abuelo, mirar por encima del hombro a los amigos que se han quedado, enjaulados estos en sus vidas grises, monótonas, satisfechos estos en el bucle de sus repetidas anécdotas, enfangados en un día a día que a Nico le resulta mediocre, toda vez, que él, victorioso, ha dejado a su familia, su casa, su país, y a ratos, hasta la presencia (que es una ausencia) de su hermano pequeño.

No falta el componente amoroso. Nico se enamora de una joven danesa, una veleta nórdica, difícil de asir, también ella con su tragedia a cuestas, porque la novela es proclive al tremendismo. Ella fue madre de una criatura que le arrebataron al nacer y trató luego de quitarse la vida, sin éxito. Luego vivir es un fracaso. A eso se aferra Nico, a un tragedia irresistible, a una cumbre borrascosa, a un tifón sensual que le impide hacer pie. Es ella la destinataria de la narración. Nosotros como lectores somos testigos de sus ires y venires.

Hay lugar también para la amistad. Nico encuentra en Cambridge y en las figuras de Gennaro (un italiano enfermo que le alquila una habitación) y en Pierre, dos amigos, dos confidentes, dos estímulos vitales; fuentes en las que abrevar.

Como parte de la historia transcurre en Cambridge, no pueden faltar las archiconocidas disputas fluviales entre Cambridge y Oxford. Pierre compite con Oxford y pierde y su fracaso es el acicate, el argumento que precisa éste para huir él también y hacerse cooperante.

Los jóvenes de la novela, siguiendo las recomendaciones del abuelo de Nico, quieren ver mundo, viajar, conocer y conocerse, exponerse al día a día, a lo incierto, hacer de la aventura su medio de vida, de la incertidumbre su estado de whatsapp, de la contingencia su segunda piel; una suerte de intemperie existencial, eso sí (en un principio) subvencionada.

Al compás de este espíritu viajero la narración va a salto de mata: arranca en Cambridge, pasa por Roma, sigue en Amsterdam y finalmente recala en París.

El autor se toma unas cuantas licencias poéticas que para mí son lo menos afortunado de la novela. Resultan muy aparentes, pero es un barniz que ayuda muy poco a la narración, a esto de contar historias, creo.

No faltan en la narración un surtido de películas y libros, metáforas de lo que sienten y sucede a los protagonistas; películas como Carros de fuego, El club de los poetas muertos, La dolce Vita, Qué bello es vivir o novelas como Viaje al fin de la noche, París era una fiesta, El Gran Gatsby, Rayuela, etc.

La toma a tierra de Nico es su abuelo Martín, para mí sin duda el mejor protagonista de la novela. Ante un tablero de ajedrez, Nico y su abuelo, juegan, se igualan, se hermanan, se reconocen, consolidan una amistad, y son las palabras del abuelo, los recuerdos que Nico tendrá de este, cuando ya no esté, una boya a la que aferrarse, cuando descubra lo puta que es la vida, cuando ésta deja de ser infinita y el porvenir es más magro que el pasado.

A pesar de que una vez que ponemos la pica en Flandes se abona ya el terreno para el folletín y el autor se juega desde ese momento (o quizás desde su comienzo, pero aquí ya va a por todas) toda la novela a la carta emocional, a machacarnos el lagrimal sin remisión, a ir cerrando el círculo y reunir a todos los personajes para la traca final, a pesar de un sentimentalismo exacerbado, a pesar de todo, a veces, uno solo puede como los remeros de la portada, dejarse llevar, dejar que todo fluya, porque qué cojones ¡Qué bello es vivir¡

Una historia solo es buena si se cuenta bien. Si no es así, se olvida, dice el sabio Martín.
Cierto.

Emmanuel Bove
Editorial Pasos Perdidos

El presentimiento (Emmanuel Bove)

Emmanuel Bove
2016
160 páginas
Editorial Pasos Perdidos
Traducción: Mercedes Noriega Bosch

Charles Benesteau el protagonista de esta estupenda novela de Emmanuel Bove (París, 1898-1945) deja su trabajo como abogado, abandona su casa burguesa, a su familia, a su mujer y a su hijo, a sus amigos e incluso sus poemas de juventud y se va a vivir a un barrio parisino popular.

Charles busca poner tierra de por medio, y esta actitud suya tachada de excéntrica no complace ni a su mujer, que a los pocos meses le pide el divorcio, ni a sus hermanos, que piensan que está como una chota.

Charles quiere ser una hormiga en su nuevo barrio, pasar desapercibido, no llamar la atención, lidiar su soledad sin sobresaltos, afianzar su día a día en rutinas y en un horizonte de previsibilidad y calma chicha. No lo logra. Su forma de ser, su bondad, sus ganas de ayudar le llevan al comprobar cómo sus esfuerzos son en balde, para ya escarmentado afirmar que «Nada hay más engañoso que las buenas intenciones, porque crean la ilusión de ser el buen mismo».

Charles toma conciencia de lo duro que es para muchos llegar a fin de mes, lo duro que es vivir en condiciones infrahumanas en cuchitriles mal ventilados, sin luz, espacios mínimos que conllevan el hacinamiento familiar de los inquilinos.

Charles consciente de que ha tenido una vida regalada, que ha sufrido, sí, pero de otra manera a como les sucede a quienes su estado natural es la pobreza, pues la desgracia y el dolor en su caso eran rápidamente orillados, trata de ayudar y recibe como pago la divisa de la mezquindad, de la maledicencia y mucha maldad, pasando a ser víctima de cuchicheos y calumnias de todo tipo, que cifran lo peor de nuestra naturaleza humana.

El final es consecuente con todo lo anterior y mi duda es si realmente Charles, como afirma uno de sus amigos, tenía el presentimiento de lo que iba a ocurrir y su apartamiento, su desmedida bondad, no fuera más que la manifestación de esa necesidad de salvarse haciendo el Bien.