La conquista de la felicidad

La conquista de la felicidad (Bertrand Russell)

Bertrand Russell
1930
206 páginas
Traducción: Juan Manuel Ibeas

Russell escribió este ameno ensayo filosófico que bebe de lo cotidiano y de lo mundano en 1930 y algunas cosas que se dicen en el mismo ya están anticuadas.

La premisa es que este libro, además de que no está muy claro que nos permita conquistar la felicidad, va dirigido a todo aquel que tiene una vida aceptable, cómoda, que no pasa penurias ni enfermedades, que vive en países democráticos. Así, la labor de Russell es una cuestión, no diría cosmética, pero que se reduce a una serie de matices; racionalizar a través de la filosofía el sentido común, aquel que combinado con los buenos sentimientos, nos conduce a ser unas personas que disfrutaremos de los dones de la existencia, reparando más en lo bueno que en lo malo, apostando por un optimismo, un entusiasmo y una alegría que nos conducirán al bienestar, a una armonía que es prima hermana de la felicidad, una felicidad que si no está muy claro cómo se conquista, sí que podremos echar mano de todos aquellos hilos, laborales, afectivos, etc, que nos impiden caer en el nihilismo, en el vacío, una actitud a adoptar con la que ir orillando todo aquello que merme nuestro bienestar diario, como la envidia, el miedo a los demás, el victimismo, el fiarlo todo al éxito laboral, etc.

Este fragmento sobre la creación literaria me ha gustado especialmente:

El dramaturgo cuyas obras maestras nunca tienen éxito debería considerar con calma la hipótesis de que sus obras son malas; no debería rechazarla de antemano por ser evidentemente insostenible. Si descubre que encaja con los hechos, debería adoptarla como haría un filósofo inductivo. Es cierto que en la historia se han dado casos de mérito no reconocido, pero son mucho menos numerosos que los casos de mediocridad reconocida. Si un hombre es un genio a quien su época no quiere reconocer como tal, hará bien en persistir en su camino aunque no reconozcan su mérito. Pero si se trata de una persona sin talento, hinchada de vanidad, hará bien en no persistir. No hay manera de saber a cuál de estas dos categorías pertenece uno cuando le domina el impulso de crear obras maestras desconocidas. Si perteneces a la primera categoría, tu persistencia es heroica; si perteneces a la segunda, es ridícula. […] En el auténtico artista, el deseo de aplauso, aunque suele existir y ser muy fuerte, es secundario, en el sentido de que el artista desea crear cierto tipo de obra y tiene la esperanza de que dicha obra sea aplaudida, pero no alterará su estilo aunque no obtenga ningún aplauso. En cambio, el hombre cuyo motivo primario es el deseo de aplauso carece de una fuerza interior que le impulse a un modo particular de expresión, y lo mismo podría hacer un trabajo diferente.

Las pequeñas virtudes

Las pequeñas virtudes (Natalia Ginzburg)

Natalia Ginzburg
Acantilado
2002
165 páginas
Traducción: Celia Filipetto

En el prólogo Ginzburg se lamenta de que no haya una uniformidad de estilo en esta recopilación de ensayos escritos entre 1944 y 1960. Esta no uniformidad, no afecta para nada al resultado: es brillante.

Ginzburg titula el libro con el nombre de uno de los ensayos Las pequeñas virtudes, donde reflexiona principalmente acerca de qué importancia hemos de darle al dinero, o qué mensaje hemos de transmitir a los hijos, acerca de este bien que tanto bien y mal genera, aportando un punto de vista muy particular. Y lo finaliza hablando sobre aquello que los padres desean para sus hijos, cuando a menudo se desesperan ante su aparente indolencia y apatía, cuando quizás no sean sino el germen de algo, bajo la premisa de que «las posibilidades del espíritu son infinitas«. Ginzburg lo fía todo a la vocación, esa vocación que los padres deben conocer, amar y servir con pasión, para ofrecer ese ejemplo a sus vástagos, porque la autora cree que «el amor a la vida genera amor a la vida».

Quizás el libro debería haberse titulado Las relaciones humanas, que me parece el ensayo más jugoso. En este ensayo, casi un Tratado, de una manera soberbia, Ginzburg hace un repaso por la manera que tenemos de relacionarnos con los demás, desde la niñez, pasando por la adolescencia y tras el ingreso en la vida adulta. Ginzburg usa la primera persona del plural, porque creo que sabe que su voz es la voz de otros muchos, que se identifican con lo que Ginzburg enuncia: una verdad descarnada. El texto como espejo.

Otro de mis ensayos favoritos es Mi oficio, donde Ginzburg nos habla de su labor creadora, de ese medio en el que se siente bien, donde siente que hace pie, que esto de escribir lo hace bien, o menos mal que el resto de las tareas que realiza. Una escritura que no cura las heridas, más bien una necesidad.

Es un oficio que se nutre también de cosas horribles, se come lo mejor y lo peor de nuestra vida, en su sangre fluyen tanto nuestros sentimientos malos como los buenos. Se alimenta y crece en nuestro interior.

El hijo del hombre es un ensayo que me permite entender mejor a Ginzburg. Ahí nos transmite bien su precariedad, su angustia, el miedo que entró en su cuerpo y ya no salió más. No hay paz para el hijo del hombre, dice. No valen las mentiras cuando un hijo ha visto el espanto y el horror en la cara de sus padres, dice. Un ensayo ligado al que principia el libro, Invierno en los Abruzzos, la región donde la autora vivió una temporada exiliada en 1945 junto a su marido, desterrado por Mussolini, quien moriría en la cárcel de Regina Coeli pocos meses después de llegar a Roma.

Hay un par de ensayos donde Ginzburg da su particular visión de la entidad británica. Imposible no reírse con las invectivas de la autora contra la comida (y la bebida y los pubs) y la manera que tienen los ingleses de referirse a la misma, y sus palabras me recuerdan mucho a las de Julio Camba, que se expresaba en su crónicas en términos parecidos. No sólo habla Ginzburg de la comida, sino también el pasotismo de los peatones que no se asombran ante nada de cuanto sucede en las calles, de ese campo que no huele a campo, de esas dependientas estúpidas, sin cinismo, sin prepotencia, sin desprecio hacia el cliente, dueñas de un mirar inerte, vacío, ovejuno. La clave está en que Inglaterra es un país triste, silente, que no transforma en nada al que cae por allá.

El alma no se libera de su vicios, tampoco adopta otros nuevos. Igual que la hierba, el alma se mece en silencio en su verdeante soledad, abrevada por una lluvia tibia.

Hay otros relatos como Retrato de un amigo, donde Ginzburg nos habla de los dones de la amistad, y Él y yo, donde las diferencias (superficiales) no son sino otra manera de unir aún más a dos personas que se aman.

tmp_4893-images(7)2030498548

Y eso fue lo que pasó (Natalia Ginzburg)

Natalia Ginzburg
Acantilado
2016
112 páginas
Traducción: Andrés Barba
Prólogo: Italo Calvino

Esta breve novela de Natalia Ginzburg (de soltera Levi) publicada en 1947 no había sido traducida al castellano hasta este año.

En muy pocas páginas Ginzburg compone un relato demoledor. El comienzo es letal. La protagonista nos cuenta que le ha disparado a su marido entre los ojos. Tras la confesión del asesinato, el relato da un salto en el tiempo y nos cuenta los pormenores de la pareja; un cúmulo de elementos, que si no explican la muerte del marido, sí que nos permiten hacernos una idea aproximada del infierno que supuso para la protagonista los años previos al crimen.

En La sombra del ciprés es alargada, un personaje le decía a su amada que era un milagro que dos personas coincidieran en el tiempo y en el espacio. Alberto, el difunto, no ha tenido esa suerte espacio-temporal y lleva enamorado desde hace años de una mujer que se casó con otro. Sufre por tanto de desamor, y luego cuando se casa con nuestra protagonista, sigue pensando en su amante, mantiene con ellas relaciones de amor y de odio, es infiel a su mujer, lo cual no hace sino consumar aún más la tragedia.

Nuestra protagonista se ve abocada al matrimonio con Alberto sin convencimiento, como quien junta dos tedios, dos soledades. Alberto ha perdido a su madre y no ve con malos ojos casarse con una mujer más joven, de la cual no está enamorada, lo cual no le supone ningún problema. Consumado el matrimonio, la llegada de un hijo siempre es una buena noticia. Alberto se desentiende de la criatura, y toda la carga es para la madre, quien sufre la precaria salud de la hija, la cual finalmente muere de meningitis.

La muerte de la hija, lejos de separarlos aún más, parece que obra el efecto contrario y de nuevo surge entre ellos algo parecido al entendimiento.
En esta novela no se folla, se hace el amor. Y mucho. Un hacer el amor que es un tren en vía muerta, porque ese amor que se hace no es tal, porque no hay amor en la pareja, sino todo lo contrario: desamor, desdicha e infelicidad. No sabemos si todos esos elementos son el sumatorio que impelen a alguien a empuñar un arma y volarle la cabeza a un marido.

Ginzburg no esconde el dolor, el desgarro, la pena, la tragedia, la muerte, pero lo hace de una manera tan sutil que es el lector el que evoca, el que completa, el que empatiza con esa madre y esposa tan desdichada, siguiendo los devaneos de la protagonista, siempre preguntándose si es buena esposa, buena amante, buena madre, si todos los matrimonios son así, si la vida que llevan los demás es mejor que la suya, si la infidelidad solucionaría algo, si viajar alivia la pena, si la infelicidad es un estado natural, inmanente a cada cual.

En uno de los ensayos de Las pequeñas virtudes, en Mi oficio, Ginzburg nos habla de su oficio como escritora y en qué medida la felicidad y la dicha nos hacen escribir de un modo o de otro. En 1947 Ginzburg había perdido a su marido recientemente. En otro ensayo El hijo del hombre, Ginzburg nos habla de que cuando uno tiene el miedo y la angustia metida en el cuerpo ya no valen las mentiras. Por eso la escritura de Ginzburg, alimentada por su tragedia personal, me resulta tan veraz, sincera y arrebatadora que conmueve.