El deseo de leer y de follar es infinito

[…] entonces ella me guió fuera de las consultas externas hasta un ascensor de grandes proporciones, un ascensor en donde había una camilla, vacía, por supuesto, pero ningún camillero, una camilla que subía y que bajaba con el ascensor, como una novia bien proporcionada con -o en el interior de- su novio desproporcionado, pues el ascensor era verdaderamente grande, tanto como para albergar en su interior no sólo una camilla sino dos, y además una silla de ruedas, todas con sus respectivos ocupantes, pero lo más curioso era que en el ascensor no había nadie, salvo la doctora bajita y yo, y justo en ese momento, con la cabeza no sé si más fría o más caliente, me di cuenta de que la doctora bajita no estaba nada mal. No bien descubrí esto, me pregunté qué ocurriría si le proponía hacer el amor en el ascensor, cama no nos iba a faltar. Recordé en el acto, como no podía ser menos, a Susan Sarandon disfrazada de monja preguntándole a Sean Penn cómo podía pensar en follar si le quedaban pocos días de vida. El tono de Susan Sarandon, por descontado, es de reproche. No recuerdo, para variar, el título de la película, pero era una buena película, dirigida, creo, por Tim Robbins, que es un buen actor y tal vez un buen director pero que no ha estado jamás en el corredor de la muerte. Follar es lo único que desean los que van a morir. Follar es lo único que desean los que están en las cárceles y en los hospitales. Los impotentes lo único que desean es follar. Los heridos graves, los suicidas, los seguidores irredentos de Heidegger. Incluso Wittgenstein, que es el más grande filósofo del siglo XX, lo único que deseaba era follar. Hasta los muertos, leí en alguna parte, lo único que desean es follar. Es triste tener que admitirlo, pero es así […]. Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz. (pp. 139-140, 146.)

Roberto Bolaño. El gaucho insufrible. Anagrama. 2003. 177 páginas.

vía | Nexos

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El parque (Marguerite Duras)

Lo prometido es deuda. Sigo leyendo a Duras tras Los ojos azules pelo negro. Leo El parque (publicado en 1968 con el título de Le Square y recuperado ahora por Menoscuarto con la traducción que en su día hiciera Carlos Barral), que guarda ciertas similitudes con la anterior. En aquella había también una pareja, encerrada ésta en una habitación la mayor parte del tiempo, que lloraba y hablaban de la muerte, de la imposibilidad de entrar el uno en el otro, de conocerse. Aquí el escenario cambia. Estamos en un parque de París. Una joven de 20 años cuida de un niño que no es suyo. Un viajante alivia su soledad sentado en un banco buscando conversación. La encuentra. Los destinos de ambos convergen. Si los bares, los estadios, las iglesias, las terrazas, los parques están llenos, quizás sea por esa necesidad que tenemos de estar rodeados de gente, de tener a alguien cerca, de ser escuchados.

Lo que Duras plantea muy sagazmente es precisamente esa necesidad, no tanto de hablar por hablar, sino de que te escuchen, de que te hagan caso, de que incluso te comprendan, que viene a ser una muestra de cortesía, educación, afecto. Se lamenta la joven cuando afirma que después de dejar de hablar con el viajante irá a la casa en la que trabaja como empleada del hogar y ya nadie le dirigirá la palabra hasta el día siguiente. Una situación incómoda de la que quiere salir a las bravas, desposándose con algún hombre que la pretenda y ofrezca matrimonio. Ese silencio impuesto es una cruz para ella y para él, que viste el traje de la soledad y del abandono, que mendiga palabras, magro alimento con el que ir tirando, al tiempo que recuerda un viaje que lo hizo feliz durante unos días, un lugar pleno de luz, sol, enmarcado por el mar. Un recuerdo ya idealizado, que regurgitar para darse ánimos, para hacer reverdecer la esperanza. Al contrario de lo que nos dijo Freire, los dos son seres de adaptación, no de transformación, pues a fin de cuentas se conforman con lo que tienen, se han acomodado a su situación, y si viene un cambio radical vendrá de fuera, sin que medie su intervención.

Lo que depara este tête à tête es aquello que no sucede en las redes sociales. Se manejan lenguajes diferentes. Aquí los dos hablan y se corrigen sobre la marcha, van rectificando, apostillan, matizan, se retroalimentan, emplean aquello de «es un decir» “es una manera de hablar”. Aquí no hay likes, retuiteos, emoticones, sino emociones, aquí hay dos seres solitarios que encuentran alivio en la conversación, en la mutua comprensión, cuando las palabras no caen en saco roto. No olvidemos que el lenguaje nos constituye y conforma, diálogo, λóγος, que opera como fuente de autoconocimiento, como una suerte de bálsamo de Fierabrás.

Nos cuenta aquí Vila-Matas cómo fue acogida en su día esta novela cuando se publicó: muy mal. Cuenta que solo Maurice Blanchot la elogió: “Duras, mediante la extrema delicadeza de su atención, ha buscado y tal vez captado el momento en que los hombres se vuelven capaces de dialogar”.

Dijo Gadamer que leer es dialogar. Por eso el libro, como un buen amigo invisible siempre estará ahí para echarnos un cable cuando queramos hablar con alguien, aunque siempre será mejor ir al parque que tengamos más próximo al hogar y esperar a que vengan las palomas, los niños, los jubilados, las mucamas a pegar la hebra y buscar consuelo y amparo episódico en nosotros y viceversa.

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Los ojos azules pelo negro (Marguerite Duras)

Abstruso es un adjetivo que le va bien a esta novela de Marguerite Duras (1914-1996). No resulta fácil comprender -quizás porque Duras seguía avanzando, sin mirar atrás, hacia lo indecible-, no tanto lo que sucede, sino lo que sienten los dos protagonistas de esta novela, un hombre y una mujer. Él y Ella. Él ve salir de su campo de visión a alguien que ama o desea, alguien con ojosazulespelonegro y rompe a llorar. A su mesa se sienta una mujer que trata de consolarlo, quizás porque se apiada de él, porque siente un dolor parecido. Él la contrata, le ofrece dinero a cambio de que ella le acompañe a su habitación, de que duerma a su lado, de que le ofrezca compañía. Entre ellos no hay deseo sexual, más bien aborrecimiento, dado que a él le gustan solo los hombres. Se suceden como en una noria los días, los despertares y los anocheceres, hablan, se cuentan cosas con cuentagotas, se miran, son un mar de lagrimas, a veces se exploran y palpan, ella deja la habitación en ocasiones y tiene una aventura con otro hombre, son ambos testigos de los tráficos (lo que ahora llamamos cruising) que tienen lugar en una playa cercana. A su vez en la narración se inserta una escena teatral que se va cincelando dónde los personajes serían ellos mismos, Él como director que decide la duración de su relación y ella la actriz que se pone a su servicio, bajo sus órdenes. Finalmente parece que un beso entre ellos pudiera ser semilla de algo, despejado el horizonte de quimeras y aferrándose al carnal que tiene más a mano, aunque sea ella.

Duras deja el lenguaje en los huesos, y lo poco que se narra es reiteración, sus personajes se reducen a pronombres, Él, Ella, que se van borrando, disolviendo en su inanidad, como si quisieran ser solo éter, pensamiento, idea, como si hubiera que abolir el cuerpo -continuamente se habla de la muerte, del asesinato, como esa salida que quizás aliviara la pena de ambos, a la vez que se pone a Dios en escena como si en su destino éste tuviera algo que ver- y dejar solo algo de tan puro y cristalino transparente.

Todo lo aquí enunciado es elucubrar, especular, al quedar abierta la novela a la interpretación, a que cada cual le otorgue el significado que considere adecuado.

Me pregunto cómo sería para Clara Janés traducir un texto tan correoso y sucinto como este.

En el mensaje que incorpora el libro, firmado por la autora (se puede leer abajo íntegro), esta nos habla de que “aquí está la historia de un amor, el mayor y más terrible que me haya sido dado escribir”. Me pregunto si este amor tan terrible me ha llegado a remover y a conmover. Me respondo que no, que el lenguaje aquí es más freno de mano que caja de cambios. No obstante como hay que estar a las Duras y a las Maduras leeré más a Marguerite. Se aceptan sugerencias.

Mensaje de Marguerite Duras

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Adiós a los padres (Peter Weiss)

«Él pegándome, yo gimiendo, permanecíamos horriblemente abrazados. Gritaba pidiendo perdón y él gritaba palabras incoherentes y no sabía por qué me pegaba, y yo tampoco sabía por qué me pegaba, era un acto ritual, realizado bajo la presión de fuerza superiores , desconocidas. Sin aliento, cubierto de sudor, mi padre estaba allí sentado después de agotar sus fuerzas, y había que consolarlo y cuidarlo, había realizado su culpa, ahora venía el perdón, la enfermiza paz familiar, también la madre acudía corriendo, y yacíamos como una sola masa entrelazados, llorando con alivio«.

Este párrafo permite hacernos una idea aproximada de cómo fue la relación que Peter Weiss (1916-1982), autor de esta novela autobiográfica publicada en España en 1968, mantuvo con sus padres.

No hay reconocimiento (aunque a toro pasado Peter Weiss sí que es capaz de apreciar el esfuerzo por parte de sus padres en mantener y afianzar un «hogar» allá donde se encontraran) y desgarro ante la pérdida de los padres como en Ordesa, ni crítica feroz hacia la figura paterna como en Saturno o Carta al padre, aquí se cuece algo más complejo. Una pequeña muerte supone abandonar el hogar familiar, la otra, es la muerte física de sus progenitores, que en el caso de Weiss suceden casi de forma simultánea.

La narración arranca con la muerte de sus padres y sin ninguna concesión hacia lo melodramático, con un tono muy directo, sintético y seco Weiss nos irá conduciendo a través de sus recuerdos de la infancia y adolescencia: sus primeros pinitos artísticos como pintor, arte que le sirve como tabla de salvación y de evasión, el ambiente opresivo familiar y escolar en el que se desenvuelve, la relación con sus hermanastros, su relación incestuosa con una de sus hermanastras, la situación forzada y hostil con su padre (que siempre sería un extraño), la muerte de una de sus hermanastras, los ataques epilépticos de su madre, sus continuos cambios de residencia, propiciados por la actividad laboral paterna, que les llevarán a vivir a otros países, Inglaterra, Checoslovaquia, un exilio que dice Weiss no haberle enseñado nada, porque para él el exilio solo fue la confirmación de un desarraigo, el que había experimentado desde su primera infancia, ya que nunca había poseído una tierra natal. Ajeno se ve también Weiss a la situación prebélica que vivía Europa a mediados de los años 30, agravada por su condición de judío.

Se da la paradoja de que Weiss deja el nido familiar, que viene a ser una cárcel, para luego cuando tiene ocasión de vivir por su cuenta durante un año en Praga, amorrarse a la soledad, ir camino de la autodestrucción, donde el deseo tampoco acudirá en su auxilio, sino más bien, todo lo contrario. Su paso por la fábrica (como el hijo del director) tampoco le proporcionará ninguna satisfacción, testigo de ese cúmulo de vidas alienadas aburridas tristes monótonas clonicas baldías.

Peter Weiss siente la imperiosa necesidad de vivir, de aprender a vivir, de vivir su vida y esto pasa (desgraciadamente) por alejarse de sus padres, por decirles adiós.

Este libro se encuentra descatalogado y ha sido recuperado por Alpha Decay, con nueva traducción de Juan de Sola, pero la que he leído es la edición de Lumen con traducción de Mireia Bofill. Aquí se pueden ver ambas traducciones en sus tres primeras páginas. Las fotos corresponden a la traducción de Mireia para Lumen.

Adiós a los padres
Adiós a los padres

A menudo he tratado de lidiar con la figura de mi madre y con la figura de mi padre, debatiéndome entre la revuelta y la sumisión. Nunca he logrado captar ni interpretar la esencia de estas dos personas capitales en mi vida. Cuando murieron, casi simultáneamente, me di cuenta de hasta qué punto nos habíamos distanciado. La tristeza que me invadió no era por ellos, a los que apenas conocía, era la tristeza por todas las ocasiones perdidas que habían envuelto mi infancia y mi juventud en un vacío absoluto. Era la tristeza por la certidumbre del fracaso total de un intento de fundar una vida en común, intento en el que los miembros de una misma familia se habían mantenido unidos y aguantado varias décadas. Era la tristeza por el reconocimiento tardío, lo que nos reunió a los hermanos alrededor de la tumba y luego volvió a dispersarnos una vez más, cada cual encerrado en su propia existencia. Después de la muerte de mi madre, mi padre, cuya vida había transcurrido por entero bajo el signo del trabajo, trató de dar la impresión de un nuevo comienzo. Se marchó de viaje a Bélgica para, decía él, entablar allí relaciones comerciales, pero en el fondo se fue a morir como un animal herido en su guarida. Se marchó con la salud mermada, a duras penas se movía con la ayuda de dos bastones. Cuando, después de que me notificaran su muerte en Gante, hube aterrizado en el aeropuerto de Bruselas, reviví de cabo a rabo, con el corazón en un puño, el largo trecho que mi padre, con sus piernas debilitadas por la estasis, se había visto obligado a recorrer, escaleras arriba, escaleras abajo, por todos los pasillos y vestíbulos. Era a principios de marzo, un cielo sereno, una luz nítida, un viento frío sobre Gante. Recorrí la calle siguiendo las vías del tren, en dirección al hospital en cuya capilla habían instalado el velatorio. En los raíles, detrás de los árboles deshojados y acabados de podar, maniobraban los trenes de mercancías. Los vagones rodaban y chirriaban en lo alto del terraplén cuando me encontré delante de la capilla, que parecía un garaje. Una monja me abrió las puertas. En el interior, junto a un ataúd cubierto de flores y coronas, yacía mi padre, colocado sobre una armazón recubierta de paños, vestido con el traje negro que se le había quedado grande, con calcetines negros, las manos juntas sobre el pecho y, en el hueco del brazo, la foto enmarcada de mi madre. El rostro, enjuto de carnes, parecía relajado. El pelo fino, apenas cano, le caía formando un leve rizo sobre la frente, sus rasgos traslucían un no sé qué de orgullo, de atrevimiento, que nunca antes había visto en él. Tenía las manos impolutas, con las conchas regulares de las uñas de las manos, de un brillo azulado. Acaricié la piel fría, amarillenta y tersa de la mano mientras, unos pasos detrás de mí, la monja esperaba bajo el sol. Me acordé de mi padre tal y como lo había visto por última vez, debajo de una manta, tumbado en el sofá del salón, después del entierro de mi madre, el rostro gris y borroso, desdibujado por el llanto, su boca balbuciendo entre susurros el nombre de la difunta. Yo estaba helado, notaba el viento frío, oía los silbidos y los golpes de vapor que llegaban de las vías, y delante de mí tenía una vida que había concluido para siempre, ese enorme derroche de energías que se fundían en la nada, delante de mí tenía el cuerpo sin vida de un hombre en el extranjero, ya inalcanzable, en un cobertizo al lado de las vías del tren, y en la vida de ese hombre había habido despachos y fábricas, un montón de viajes y de habitaciones de hotel, en la vida de ese hombre había habido siempre grandes apartamentos, grandes casas, con muchas habitaciones atestadas de muebles, en la vida de ese hombre siempre estuvo la mujer que lo esperaba en el hogar común, y también estuvieron los niños, en la vida de ese hombre, los niños a los que evitaba siempre y con los que nunca supo hablar, aunque puede que, cuando estaba lejos de casa, fuera capaz de sentir ternura…

Esta autobiografía continúa con Punto de fuga, publicada en 1970.