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El uso de la foto (Annie Ernaux/Marc Marie)

Todo son signos. La ropa arrugada dispuesta a lo loco, al azar, sobre el terrazo, el parquet, sobre un sofá, una lámpara… Esa imagen, nos devuelve las horas previas de amor/sexo/pasión/deseo de una pareja, en la cocina, el pasillo, la mesa de un escritorio, la habitación de un hotel…

Annie Ernaux (Normandía, 1940) y Marc Marie (Boulogne-Billancourt, 1962) deciden que de sus encuentros amatorios tomarán las fotos de la disposición de sus prendas y zapatos, que viene a ser algo así como un bodegón del deseo, en el que un liguero o un boxer sustituyen a una yacija, una hogaza, piezas de caza…
Seleccionan las fotos, catorce, en las que no mediará alteración alguna, en las que el objetivo fija y preserva esos instantes.

Luego Annie tiene la idea de escribir sobre las fotos que principian cada uno de los capítulos, fotos en blanco y negro, que se recogen todas juntas al final, en otro capítulo llamado Álbum, ahí ya en color, lo que le lleva a uno a pensar que si directamente se hubieran usado las fotos en color no hubiéramos disfrutado ni tendrían sentido las palabras que Ernaux dedica a hablar del color del calzado, la tapicería, la moqueta, la ropa interior. Marc Marie accede al juego que le propone Ernaux, y cada capítulo va con dos textos escritos sobre cada foto por ambos. Textos que el otro desconoce (con curiosidad y temor hacia lo que el otro haya escrito), y ahí reside parte del encanto de este libro tan original, porque está por ver si la escritura les une o desune.

Los textos amparan la enfermedad de Ernaux, su cáncer de pecho, que se muestra sin velos, tal cual es, enfermedad que dicen forma parte de su relación, un triángulo sexual con ellos dos y la enfermedad de ella. Ernaux recibe quimioterapia, se suceden las visitas al Instituto Curie pero la vida sigue y el sexo vivificante también, el tiempo pasa y escribir sobre las fotos es volver al pasado, ejercer la memoria (volver a las navidades que tan poco gustan a ambos, comprobar cómo París muda de piel y cierran los negocios de antaño; las canciones y las fotografías que podrían explicar una vida), tomar conciencia del principio y el final de las relaciones (Marc deja a su pareja para estar con Ernaux), de cómo lo que aparece en las fotos dice mucho menos que lo que no aparece, la manera en la que las últimas fotos pierden espontaneidad y frescura, al buscar una estética que atenta contra el sentido del instante.

La escritura invade lo íntimo hasta llegar casi a la frontera de la piel desnuda. No hay impostura, ocultamiento, simulacro. La enfermedad va en crudo, natural, sin espacio para el compadecimiento.

Ernaux ya había escrito otros libros que abundan en lo autobiográfico, (Memoria de chica, No he salido de mi noche), pero estas fotos narradas, alimentadas por su prosa (de acero candente) dan lugar a un libro (publicado en Francia en 2005 aquí en 2018), tamizado por los signos de la escritura, que me ha resultado fascinante.

Cabaret Voltaire. 2018. 187 páginas. Traducción de Lydia Vázquez Jiménez

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Mi vida en otra parte (Fernando Ontañón)

El ocho de agosto pasando el día por La Coruña caímos a comer por A Lagareta. Dándole a la tortilla, exquisita, y hablando con Ana, nos enteró de que estaba comiendo fuera Fernando Ontañón (Santander, 1972). El encogimiento de hombros mío se acompañó con un, es escritor, suyo. Añadió que había publicado una novela que estaba muy bien y que estaba ambientada en La Coruña.

Tres meses después he podido leer Mi vida en otra parte, la novela de marras, que podría titularse también La joven que leía a Manuel Vilas, un Vilas que aparece en la novela primero con sus poesías y más tarde como personaje. Vilas nos lleva a Lou Reed, al lado salvaje de la vida, nos enfosca en El hundimiento; el comienzo del libro va con una cita de Thomas Bernhard extraída de su novela Un niño; el mundo como algo infame, ya saben, Bernhard. También presente en el texto los poemas de la Memoria de la nieve de Llamazares. ¿Literatura sobre literatura?. En parte sí, porque la protagonista de la novela es Antía, joven que sufrió lo suyo en el instituto en 4º de la ESO, la cual regresa a su ciudad diecisiete años después de su fuga convertida en una “escritora de éxito”, sea esto lo que se signifique e implique.

Veía el otro día un vídeo del escritor Jordi Sierra I Fabra para el que su paso por el colegio también fue un horror, donde tanto profesores como alumnos parecían confabulados en la idea de acabar con él.
Acoso plasmado en otras novelas como Hello Goodbye libro de Roberto Vivero en el que planteaba como situación de partida la muerte de Jorge, un adolescente de 4º de la ESO que aparecía ahorcado en el gimnasio. Ángel, uno de sus compañeros, se muestra abatido por semejante trance (agravado por pensamientos que barrunta un posible divorcio de sus padres después de una fuerte discusión o ver cómo la abuela irá como la falsa moneda por los domicilio de los distintos hijos), dándole vueltas acerca de las implicaciones que su conducta pudo tener en el fatal desenlace, sintiéndose, en parte culpable y con el empeño de hacer algo para remediarlo, como escribir algo sobre lo que (les) pasó. Lo interesante de la novela era ver cómo los adolescentes, o al menos Ángel -espoleado por su prima Pilar, a través de correos electrónicos o el chat (no existía el whatsapp en 2005)- tratan de coger distancia, son capaces de analizar las conductas de sus compañeros para con los otros, ver que lo que se hace y se dice tiene consecuencias, y también la tendencia a pasar página, a olvidar, a respirar aliviados al comprobar que no son ellos el muerto. El afán de Ángel les permite conocerse mejor, entender que no hay una sola causa que conduzca a un joven al suicidio, y finalmente permitirles dar el hola a la memoria de Jorge y así también el adiós definitivo. Tenía también en mente mientras leía la serie The virtues, y aunque aquella tenía que ver con los abusos sexuales, sí que suponía una interesante y profunda reflexión sobre los traumas infantiles que quedan ahí impresos en la personalidad de las víctimas sin que el paso del tiempo logre erradicarlos. Para la víctima las vejaciones le quedan ahí para los restos, mientras que para el acosador sus acciones abyectas son mero trámite, una chiquillada, cosas de críos, algo que incluso beneficiará a la víctima en la creencia de que las ofensas recibidas harán a ésta más fuerte, más resistente, menos blanda. Luego, el paso del tiempo permite blanquear, justificarlo todo, ajustando el pasado a un presente en el que el niño que fue poco tiene que ver con el adulto que es, al menos para el verdugo, aquí Bea, quien junto a su panda de zorraputas se ensañaron con Antía sometiéndola a toda clase de vejaciones que Antía rumió en soledad, sin compartir su dolor con nadie.

Ontañón se mete en la mente de la adolescente Antía, en el epicentro de su alma, situando ahí una cámara, cuya escritura nos permite acercarnos y ser testigos de su sufrimiento y también de su alegría, porque Roque le abrirá las puertas a otra realidad más vívida e intensa, al maravilloso, balsámico y cauterizador mundo de la música, el cine y la poesía: Reed, Vilas, Llamazares, Allen, Los Enemigos, en las que las frases de películas y las palabras leídas, cantadas, y sentidas a esa edad son tiritas, escayolas, muletas, escudos, cotas de malla contra la desdicha y el desamparo…

Creo que era Séneca el que decía Si quieres escapar de esas cosas que te abruman no tienes que estar en otra parte. Antía huye, deja atrás su ciudad, regresa y comprueba que su escritura no le ha supuesto redención alguna, que los fantasmas siguen ahí, también el miedo, las dudas, la inseguridad, su otra Antía, o la misma de siempre.

Acabo con otra cita del filósofo: Oigo gustoso estas cosas, amigo Lucilio, no porque sean nuevas, sino porque me ponen delante de una situación real.

Ontañón nos presenta y arrima en Mi vida en otra parte una deplorable realidad desgraciadamente cada vez más presente en las aulas, a la que parece cada vez más difícil darle una solución rápida y eficaz.

Editorial Bala Perdida. 2019. 206 páginas

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Postales persas (Gertrude Bell)

En 1892 Gertrude Bell (1868-1926) tenía 24 años, acudió a visitar a su tío Frank Lascelles, embajador británico en Teherán y una vez allá se dedicó a recorrer Persia, hoy Irán. Fruto de ese viaje tenemos hoy la gran suerte de poder leer sus estupendas Postales persas, publicado recientemente por la Editorial Belvedere con traducción de Raquel Herrera.

Gertrude Bell con el correr de los años y antes de quitarse la vida con 59 primaveras, se convertiría en toda una autoridad en Oriente Próximo, manejando varios idiomas como el turco y el persa, ejerciendo como arqueóloga, alpinista y espía británica, participando en la creación de Irak -fue la única mujer a la que se le concedió tal autoridad- como buena conocedora de la zona y de las tribus locales y colaborando con T. E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia.

Las Postales persas son 20 relatos cortos en los que se recoge la travesía que llevará a Gertrude desde Teherán hasta Trebisonda, atravesando tierras persas, Constantinopla y dominios turcos. El camino lo hace a caballo, y aunque duerma en palacios o en tiendas de campaña, agasajada ella y sus acompañantes por príncipes, comerciantes o jeques, se verá también a expensas del calor, el sol, los mosquitos, la suciedad, los olores y los pormenores que aquejan a todo viajero que se precie. Encuentros que parece ser que no depararían a Gertrude grandes alegrías, dado que iba acompañada de una intérprete y la conversación no fluía como debiera y además sus interlocutores no estaban a la altura deseada por una Gertrude con ganas de conocerlo todo y de empaparse de la cultura local sin encontrar en su travesía interlocutores válidos que saciaran su ansia de saber. Curioso el episodio relatado en El jeque Hasán en el que vemos cómo quedará aplazada la elaboración de una gramática de la lengua persa que iban a elaborar a cuatro manos el jeque y Gertrude.

El último de los relatos, Compañeros de viaje, le lleva a Gertrude a preguntarse qué busca la gente al viajar cuando ve la tierra marcada por carreteras, y todo el mar surcado por estelas de barcos. !Y hablamos de finales del siglo XIX! Viajeros a los que cuestiona y reprueba, pues sus viajes parecen no aprovecharles en nada, ya que en su mirada siguen abundando los puntos ciegos, tal que al mantener una conversación con un ruso viajado, comprobarán que esté no tiene ni idea de cual es la situación del campesinado ruso, ni sabrá tampoco de la existencia de las hambrunas, ni nada parecido, a pesar de que manejara o hablara de haber leído las novelas de Tolstói.

Gertrude no se muerde la lengua ante lo que ve y así juzga determinados momentos que vive o sufre, como una celebración religiosa a la que acude como asqueante y plomiza, rebaja la ensoñación que produce en el ingenuo viajero las lecturas de Las mil y una noches, al comerse una granada, comprueba cómo hay sitios en los que la hospitalidad es una palabra que los lugareños no manejan, situaciones en las que les cuesta conectar con sus prójimos que miran al extranjero con extrañeza, lugares en los que la soledad es tan acusada y la falta de civilización tan manifiesta que le resulta insufrible, mujeres que cubiertas el cuerpo y veladas el rostro y situadas sobre alfombras dicen asemejar a algo parecido a paquetes (por otra parte Bell aceptó el puesto de secretaria de la Liga Nacional de Mujeres contra el Sufragio y se negaba a que las mujeres votasen en las elecciones generales de Gran Bretaña, pues según Bell si la mujer votaba podía “poner en peligro a Inglaterra, dado que su naturaleza y sus circunstancias las han privado del conocimiento político necesario”); pero hay a su vez momentos en los que Gertrude ante la contemplación del paisaje se deja engatusar, aprecia la capacidad de los comerciantes locales y su temple, la calidez hogareña que muestran las mezquitas de Constantinopla en comparación con las europeas (para el forastero, las ceremonias religiosas suelen ser la única expresión visible de la vida de una nación), así como la hospitalidad cuando esta se manifiesta en manjares que lo son desde la sencillez y generosidad más absoluta o incluso, como nos describe en Una etapa y media, el vínculo de la humanidad que une a Occidente y Oriente, la noche que pasan en el suelo del farrash del sah, participando, aunque sea un día, en las vidas de los lugareños.

Gertrude que procedía de una familia adinerada, había estudiado en Oxford, tenía la posibilidad de viajar y una sed infinita por aprender se muestra crítica con muchas de las cosas que ve en su viaje por Persia y que atentan contra los principios de la civilización, como por ejemplo la manera que tienen de gestionar los lugareños un brote de cólera, y también contra todo aquello que no va en pos del progreso, tal que la contemplación de la gente ociosa, indolente, pegada al terruño, de generación en generación, siglo tras siglo, sin apreciar el menor avance; paisanaje que parece segregado de las crónicas de Estrabón le hacen a Bell echar pestes, aunque sofocadas por una sutil prosa que despliega todo su intelecto y buen hacer narrativo y ensayístico para dar su parecer sin que su situación privilegiada le impida tomar conciencia de la pobreza y necesidad de aquellos que no tienen su fortuna, como esos compañeros de viaje que pasan las de Caín en la cubierta de un barco sin nada que ofrecer a las inclemencias climatológicas y a un estómago rugiente. Posicionamiento el de Bell que resulta opuesto al manifestado por Albert Cossery en novelas como Mendigos y orgullosos, que eran un elogio al despojamiento, en donde esa indolencia e indiferencia manifestaban una actitud estoica, un sudario harapiento, ante la vida y la muerte.

Editorial Belvedere. Traducción de Raquel Herrera. 2019. 163 páginas

Lecturas periféricas | Gertrude Bell