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Postales persas (Gertrude Bell)

En 1892 Gertrude Bell (1868-1926) tenía 24 años, acudió a visitar a su tío Frank Lascelles, embajador británico en Teherán y una vez allá se dedicó a recorrer Persia, hoy Irán. Fruto de ese viaje tenemos hoy la gran suerte de poder leer sus estupendas Postales persas, publicado recientemente por la Editorial Belvedere con traducción de Raquel Herrera.

Gertrude Bell con el correr de los años y antes de quitarse la vida con 59 primaveras, se convertiría en toda una autoridad en Oriente Próximo, manejando varios idiomas como el turco y el persa, ejerciendo como arqueóloga, alpinista y espía británica, participando en la creación de Irak -fue la única mujer a la que se le concedió tal autoridad- como buena conocedora de la zona y de las tribus locales y colaborando con T. E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia.

Las Postales persas son 20 relatos cortos en los que se recoge la travesía que llevará a Gertrude desde Teherán hasta Trebisonda, atravesando tierras persas, Constantinopla y dominios turcos. El camino lo hace a caballo, y aunque duerma en palacios o en tiendas de campaña, agasajada ella y sus acompañantes por príncipes, comerciantes o jeques, se verá también a expensas del calor, el sol, los mosquitos, la suciedad, los olores y los pormenores que aquejan a todo viajero que se precie. Encuentros que parece ser que no depararían a Gertrude grandes alegrías, dado que iba acompañada de una intérprete y la conversación no fluía como debiera y además sus interlocutores no estaban a la altura deseada por una Gertrude con ganas de conocerlo todo y de empaparse de la cultura local sin encontrar en su travesía interlocutores válidos que saciaran su ansia de saber. Curioso el episodio relatado en El jeque Hasán en el que vemos cómo quedará aplazada la elaboración de una gramática de la lengua persa que iban a elaborar a cuatro manos el jeque y Gertrude.

El último de los relatos, Compañeros de viaje, le lleva a Gertrude a preguntarse qué busca la gente al viajar cuando ve la tierra marcada por carreteras, y todo el mar surcado por estelas de barcos. !Y hablamos de finales del siglo XIX! Viajeros a los que cuestiona y reprueba, pues sus viajes parecen no aprovecharles en nada, ya que en su mirada siguen abundando los puntos ciegos, tal que al mantener una conversación con un ruso viajado, comprobarán que esté no tiene ni idea de cual es la situación del campesinado ruso, ni sabrá tampoco de la existencia de las hambrunas, ni nada parecido, a pesar de que manejara o hablara de haber leído las novelas de Tolstói.

Gertrude no se muerde la lengua ante lo que ve y así juzga determinados momentos que vive o sufre, como una celebración religiosa a la que acude como asqueante y plomiza, rebaja la ensoñación que produce en el ingenuo viajero las lecturas de Las mil y una noches, al comerse una granada, comprueba cómo hay sitios en los que la hospitalidad es una palabra que los lugareños no manejan, situaciones en las que les cuesta conectar con sus prójimos que miran al extranjero con extrañeza, lugares en los que la soledad es tan acusada y la falta de civilización tan manifiesta que le resulta insufrible, mujeres que cubiertas el cuerpo y veladas el rostro y situadas sobre alfombras dicen asemejar a algo parecido a paquetes (por otra parte Bell aceptó el puesto de secretaria de la Liga Nacional de Mujeres contra el Sufragio y se negaba a que las mujeres votasen en las elecciones generales de Gran Bretaña, pues según Bell si la mujer votaba podía “poner en peligro a Inglaterra, dado que su naturaleza y sus circunstancias las han privado del conocimiento político necesario”); pero hay a su vez momentos en los que Gertrude ante la contemplación del paisaje se deja engatusar, aprecia la capacidad de los comerciantes locales y su temple, la calidez hogareña que muestran las mezquitas de Constantinopla en comparación con las europeas (para el forastero, las ceremonias religiosas suelen ser la única expresión visible de la vida de una nación), así como la hospitalidad cuando esta se manifiesta en manjares que lo son desde la sencillez y generosidad más absoluta o incluso, como nos describe en Una etapa y media, el vínculo de la humanidad que une a Occidente y Oriente, la noche que pasan en el suelo del farrash del sah, participando, aunque sea un día, en las vidas de los lugareños.

Gertrude que procedía de una familia adinerada, había estudiado en Oxford, tenía la posibilidad de viajar y una sed infinita por aprender se muestra crítica con muchas de las cosas que ve en su viaje por Persia y que atentan contra los principios de la civilización, como por ejemplo la manera que tienen de gestionar los lugareños un brote de cólera, y también contra todo aquello que no va en pos del progreso, tal que la contemplación de la gente ociosa, indolente, pegada al terruño, de generación en generación, siglo tras siglo, sin apreciar el menor avance; paisanaje que parece segregado de las crónicas de Estrabón le hacen a Bell echar pestes, aunque sofocadas por una sutil prosa que despliega todo su intelecto y buen hacer narrativo y ensayístico para dar su parecer sin que su situación privilegiada le impida tomar conciencia de la pobreza y necesidad de aquellos que no tienen su fortuna, como esos compañeros de viaje que pasan las de Caín en la cubierta de un barco sin nada que ofrecer a las inclemencias climatológicas y a un estómago rugiente. Posicionamiento el de Bell que resulta opuesto al manifestado por Albert Cossery en novelas como Mendigos y orgullosos, que eran un elogio al despojamiento, en donde esa indolencia e indiferencia manifestaban una actitud estoica, un sudario harapiento, ante la vida y la muerte.

Editorial Belvedere. Traducción de Raquel Herrera. 2019. 163 páginas

Lecturas periféricas | Gertrude Bell