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Breve elogio de la errancia (Akira Mizubayashi)

Akira Mizubayashi hace en este ensayo un breve elogio de la errancia. El género ensayístico no deja de ser a su vez otra forma de errancia y tanteo.

Akira recurre al cine, la música, la literatura, a figuras como Kurosawa, Masaki Kobayashi, Natsume Soseki, Rousseau, Diderot, Rilke, Beethoven, Mozart…, para hablarnos de aquello que él entiende como errancia, apelando a la singularidad humana, y recuperando en su memoria momentos en los que determinadas personas ya sean profesores, alumnos o figuras familiares como su padre deciden enfrentarse al sistema, no como kamikazes dispuestos a inmolarse, sino como ciudadanos que se quieren libres y desoyen los dictados de regímenes totalitarios, y escuchan música a escondidas dentro de un armario, o aquel que está más dispuesto a acudir a una fuente termal que a preservar la foto del emperador en un colegio, como le tienen encomendado, o el soldado que está dispuesto a mejorar las condiciones de sus compañeros a pesar de las represalias, o el profesor (el propio Akira) que no está dispuesto a ejercer su posición de poder, como otros Gran profesores, para achantar y pisotear a otros compañeros.

Akira es consciente de que somos víctimas de un determinismo, en tanto que no elegimos dónde nacemos, tampoco a nuestros padres ni nuestra genealogía ni el país de nuestros orígenes étnicos o raciales, tampoco la época ni la fecha de nacimiento ni siquiera la lengua, a priori. Akira quiere huir de todo eso (con el escaso margen de actuación con el que cuenta), y lo hace sin moverse físicamente salvo sus breves estancias en Francia (esto me recuerda a lo que comentaba Hesse a su amigo Thomas Mann en su Correspondencia cuando el primero, al no poder salir de Alemania llevó a cabo una especie de exilio interior que fue su particular lucha contra el régimen totalitario nazi), y lo consigue en parte al adoptar otra lengua, la lengua francesa que pasa a ser para él la lengua paterna suya.

El libro ofrece detallados y sustanciosos comentarios sobre la obra de Kurosawa y en concreto de películas como Los siete samuráis en la que según Akira, su homónimo logra introducir en el imaginario político japonés cierta idea de República. Algo inaudito, ya que la idea de cuerpo estado-moral, es reemplazada por un cuerpo político que nace de la voluntad común de los individuos reunidos.

Akira traza las diferencias entre la cultura japonesa y la cultura francesa, y recurre para ello al significado de la palabra Okaerinasaï, para pasar a detallar lo difícil que le supone a cualquiera que no sea japonés formar parte de la cultura nipona, ya que los seres venidos de otra parte no tienen cabida en la misma. Si en Europa la sociedad política se presenta como el resultado de una decisión comunitaria y colectiva, como un conjunto de individuos reunidos, en Japón la comunidad nacional es más bien de esencia étnica en la medida en que está caracterizada por la permanencia y la pureza imaginarias de la sangre, nos dice Akira. Habla también de cómo la mentalidad nipona está marcada por lo presentista, solo interesa el ahora, y así se manifiesta por ejemplo esta fugacidad en la literatura a través de los haikus, sumado esto a un conformismo que mantiene en el poder a unos dirigentes que parecen empeñados en desmantelar los principios que inspiraron la Revolución Francesa de 1789, un pueblo que vuelve a votar a los mismos que propiciaron y evadieron cualquier responsabilidad en la catástrofe de Fukushima.

Akira se muestra desconcertado porque ve a su pueblo aletargado, con las conciencias adormecidas, entregado y dispuesto a integrar una “mayoría” sin oponer la menor resistencia ni espíritu crítico alguno. Y quizás de ese malestar surge este estupendo, errabundo y valeroso ensayo.

Gallo Nero. 2019. 143 páginas. Traducción de Mercedes Fernández Cuesta

Otras errancias | Primera silva de sombra

Santuario (William Faulkner)

Santuario (William Faulkner)

Un año después del crac del 29 y tras haber publicado Mientras agonizo y un año antes de publicar Luz de agosto, ve la luz Santuario, obra de la que Faulkner renegará toda su vida (porque la escribe por dinero. Esto ahora no pasa porque los escritores solo escriben por amor al arte) y que incluso no da a leer a su madre, que acabará no obstante leyéndola y obviándola.

Santuario es como un viaje al corazón de las tinieblas: lo más rastrero de la condición humana. La novela, con traducción de José Luis López Muñoz, que se va hasta las 347 páginas quizás no mantenga la intensidad narrativa de las obras arriba citadas o de otras como Absalón, Absalón, e incluso uno tiene la sensación de que se podía haber podado más en la truculenta historia o historias que se nos cuentan, porque lo que Faulkner nos presenta es un grupo de personajes que se sitúan al margen de la moral para convertirse en políticos o senadores corruptos y xenófobos (que no tardan nada en largar su filípica contra los judíos), asesinos, violadores, chulos, todos ellos pisando el fango y refocilándose en él, presos en una tela de araña de la que no pueden escapar y en todo ese ambiente hay un rayo de luz y esperanza en la figura del negro Tommy, que acaba muerto y de un abogado, un tal Horace, que trata de librar de la cárcel a un preso, un tal Goodwin, y socorrer a la mujer y al hijo de este, pero la realidad se impone a machetazos en forma de falsos testimonios, ajusticiamientos públicos, la inocencia de Temple Drake, una chica de diecisiete primaveras agostadas y esclavizadas luego a nuevos anhelos seminales bajo el yugo de un tal Popeye, todo un personaje ya jodido desde la tierna infancia que nunca tuvo, convertido luego en un asesino en serio que eviscera animales con la misma facilidad con la que segará vidas humanas. No sale nadie bien parido ni parado en esta execrable historia; la mujer del presunto asesino defiende a la joven movida más por el deseo de que no caiga su hombre bajo el influjo de la adolescente que por un sentimiento de bondad hacia el prójimo; la joven encuentra en ese ambiente abyecto, cuando algo ya se ha roto en su interior, una liberación, una manera de sustraerse al dominio paterno y a la vida muelle que lleva, para irse al otro lado, a los bajos fondos, hasta un lupanar regentado por una figura inolvidable Miss Reba. Aprovecha ahí Faulkner la ocasión para meter la cuña y calzarnos la historia de los dos perros de Reba con los que se ensaña cuanto puede y para desvelar el «ininteligible» (entonces) proceder de Popeye y la presencia allí de un semental humano.

Ha pasado casi un siglo desde que Faulkner escribiera Santuario y hoy cierto género de novela se ha especializado en ofrecer tramas cada vez más rebuscadas y truculentas, buscando lo literario pero aún más lo cinematográfico. Faulkner logra en Santuario una atmósfera opresiva, deleznable, un ambiente que hiede, y lo hace nueve años antes de la segunda guerra mundial, del holocausto nazi, como si algo en su radar quizás le advirtiera ya entonces de lo que se estaba cociendo en el aire enrarecido.

Absalón, Absalón

!Absalón, Absalón! (William Faulkner)

Después de haber leído Cuerpos del rey de Pierre Michon quería leer !Absalón, Absalón! de William Faulkner. En un Re-Read en Vitoria adquirí un ejemplar de la novela, editada en 1981 por Alianza y Emecé, con traducción de Beatriz Florencia Nelson.

Cada vez llevo peor leer libros como éste, cuyo texto tiene un tamaño tan piojoso, algo parecido a un arial 8. Además, el paso del tiempo le ha pasado factura, y algunos caracteres aparecen en blanco, pero es lo que tenía entre manos.

Si el Ruido y la furia se me atascó cuando intenté leerlo hace tiempo, recuperé más tarde la fe en Faulkner leyendo Luz de agosto y después Mientras agonizo. La seducción, ahora, lejos decrecer se ha acrecentado después de haber leído !Absalón, Absalón!.

Faulkner podía haber optado por una narración lineal para describir los acontecimientos ligados a una estirpe familiar, los Sutpen, con Tomás a la proa, en el sur de los Estados Unidos, en el universo Faulkneriano llamado Yoknapatawpha, durante la segunda mitad del siglo XIX y hasta entrado el siglo XX. De hacerlo así no estaríamos hablando de Faulkner, pues lo que éste tiene en mente es precisamente todo lo contrario. La historia se nos presenta fragmentada, astillada, a través de varios narradores, que van vertiendo en el relato lo que recuerdan, para que los otros sigan completándolo, en base a aquello que recuerdan, o que les han contado. A eso hay que añadir la imaginación de cada cual, como hará Quintín, uno de los narradores, quién a medida que conversa con Shreve, se irá metiendo en la historia, habitándola, creándola. De esta manera el texto se abrirá a la incertidumbre, a la interpretación, y si hay interpretación, para decirlo en palabras del filósofo Mèlich, tiene que haber más de una, porque la interpretación siempre es múltiple, es plural, es infinita, o no es interpretación en absoluto

Así leído, el libro resulta denso, mareante, pues la lectura es un turbión constante de saltos en el espacio y en el tiempo. Como el chiquillo que en el 83 en Zarautz en la playa oye Galernaaaaa y sin tiempo a poner los pies en polvorosa ya se ve apresado por la ola que lo lanza al fondo lo centripeta y luego lo centrifuga y lo devuelve a la orilla aterrado y gozoso con un nudo en la garganta y arena en todos los orificios de su cuerpo, así el lector con Faulkner se ve también arrastrado, sumido en la historia, desmadejando el ovillo de sentimientos encontrados, poniendo un foco de luz en lo obscuro de la naturaleza y condición humana, encadenada a la moral, a la tradición, aunque Tomás Sutpen tiene algo de pionero, de fundador de su propia historia, que nacerá repudiando a su mujer y a su hijo. La pugna siempre entre blancos y negros. Como sucedía también en Luz de agosto, con la pureza de sangre, y esa única gota de café en la leche que nos hace hablar de café con leche, hete ahí, la pugna entre Tomás y su hijo Carlos, nacido de una cuarterona, Eulalia, y por tanto el repudio, y lo que vendrá, pues todo converge hacia el Ciento de Sutpen, donde vive el patriarca acompañado de su mujer, Elena, y sus dos hijos: Judit y Enrique. Cómo sustraerse a la posibilidad del incesto, a la fuerza demoniaca del asesinato, a que la guerra (entre Norte y Sur) haga lo que propicia el no atrevimiento, a lo que sea que se entienda por honra, dignidad, sentido del deber, a la pulsión sexual varonil innominada, a alentar el desaliento, el no porvenir, la fatalidad en cada acción, en todo sino.

Faulkner chorrea estilo, hace continuos malabares con su estructura narrativa y uno parece estar leyendo las sagradas escrituras, un texto infinito, ajeno al tiempo, como si las palabras estuvieran esculpidas en piedra, sin que haya nada redundante, todo es mollar, y a pesar de la densidad, de la complejidad, del desafío, Faulkner fluye, engancha, definitivamente te aturde y lo hace de tal forma que cuando luego coges otra novela te resulta impostada, hueca, trivial, sin aliento ni vida, un cascarón vacío, en suma. Estos son los peligros (que son necesarios arrostrar) de acercarse a ciertos libros, a ciertos autores como Faulkner. Ahora ya me veo preparado para seguir cuando proceda con El ruido y la furia.

Otras reseñas: El blog de Juan Carlos | Cicutadry | El lamento de Portnoy

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Primera silva de sombra (Eduardo Ruiz Sosa)

Presumo de los libros y los autores que no leo. Como el tiempo es limitado, hay también un arte en no leer, dice Javier Gomá, mi filósofo de cabecera.
En The Game, Baricco nos explica que los jóvenes, los llamados nativos digitales, tienen dos corazones, el que todos conocemos y el otro, a saber, esas herramientas virtuales que forman ya parte de su ser y que ellos precisan de ambos corazones.
Los que no somos tan jóvenes, los primitivos digitales, aquellos que dejamos la caverna y rumiamos el papel de celulosa con avidez, acarreamos libros de aquí para allá, al girar la cabeza vemos cómo la pila de libros sigue aumentando en las mesillas, sobre las baldas de las estanterías, que la sed, lejos de apagarse se acrecienta.

Hace un tiempo comencé a leer a Proust y me extravié por el camino de Swann, otro tanto me sucedió cuando me aventuré en El libro de los pasajes de Benjamin (dentro de sus obras completas publicadas por Abada). Su lectura permanece inconclusa, y está bien que así sea, porque finalizar un libro y dejarlo en la estantería es despedirse de él, a no ser que medie una relectura. Si queda a medias uno puede volver a él tantas veces como guste, azuzado por el peso de la ausencia y al volver, con un recuerdo a medias, la lectura y el libro son otros. Nosotros por supuesto, también. Recibí un correo en el que su sexagenario autor me refería que era tiempo de relecturas, ya saben: los clásicos: Cervantes, Baroja, Nabokov… A veces apetece eso, sustraerse al aluvión de novedades e hincarle el diente a aquello que vale la pena. O siguiendo a Gomá practicar el arte de no leer. Esa es la teoría, porque a mí el confinamiento aviva mi sed.

Ayer y hoy me he visto y desvisto leyendo Primera silva de sombra de Eduardo Ruiz Sosa, al que tuve ocasión de conocer a su paso por la biblioteca de Logroño, cuando vino a presentar junto a Paco y Olga, su libro de relatos Cuántos de los tuyos han muerto, libro con el que este que me ocupa guarda bastante relación. En esos relatos la columna vertebral era la muerte y sus distintas manifestaciones, causas, consecuencias.

En estos textos Eduardo se sitúa a veces un paso antes y otras un par de pasos por detrás de la muerte. Nos habla de la enfermedad, del paso por los hospitales, su relación con enfermos crónicos, y cómo el lenguaje, en su manera de esculpir la realidad, impone a veces unas barreras falsas como el alta médica, que no deja de ser en ocasiones un preámbulo de la muerte, o bien el poco tacto de aquel que te da unos pocos meses de vida y que no deja de interrogarse en voz alta y frente al enfermo, cómo es posible que vivas todavía, como si uno fuera un desertor de un destino que le venía impuesto por los diagnósticos, las pruebas, la experiencia médica.

Tiene Eduardo una novela, Anatomía de la memoria, que me hace ojitos (¿o es polvo de nube?) desde una de las baldas del salón. Pero todo a su debido tiempo. La memoria es algo clave en estos textos. Porque va muy ligada a la escritura, porque el empeño de todo escritor parece ser el de dejar huella de su paso por la tierra, por muy frágil y precaria que esta sea. Sin memoria no somos nada y Eduardo sabe que recordamos lo que fuimos y lo que no tenemos, a veces porque media la distancia, lejos el hogar, la familia, distancia como espacio físico y temporal en el que ubicar el desarraigo, la añoranza, la ausencia, el anhelo de volver, regresar, siempre y cuando haya alguien que te espere, ya que si no sería una errancia, un ir dando tumbos, un moverse, viajar, abrir capítulos en el libro de la vida, porque Eduardo vincula la escritura con el viaje, con el libro que vamos escribiendo, un libro abierto, ilegible, diría Cărtărescu, que quiero citar aquí, porque quizás tras haber leído su segunda parte de Cegador hace unos pocos días, sigo aún bajo su influjo.
El escritor precisa un cuerpo y en su auxilio vienen todos los escritores objeto de su filiación, que lo socorren con sus palabras, citas, ideas, pensamientos. Esto es miel sobre hojuelas. Pero siendo solo cuerpo, cualquier escritor solo sería un gusano más, la suya una escritura subrepticia. Precisa de alas y eso va a cuenta del autor. Es entonces cuando Eduardo, apoyado y luego despojado de las citas ajenas, echa a volar, rasgando entonces la membrana de su propio mundo, pasando las yemas por el filo de la ausencia del hermano muerto, de la inasumible violencia de su país de origen, no rehuyendo el recuerdo doloroso, tratando de saber cuál es su lugar en el mundo, cuál es su ausencia, su desgarro, la tumba sobre la que llorar y explicitar su pena, y vuela con un lenguaje feraz, propio de un texto selvático, laberíntico, que no habita un centro, porque todo él es centro. Y me pregunto si Gil Paz existe o es una máscara, o un heterónimo de Eduardo. No importa. Dan ganas de ir a Lisboa, de brindar emocionado con copas rotas, de llorar en París sobre una tumba de César Vallejo tan gris como su cielo, pero la ensoñación se disipa, porque me dan una mala noticia, pero sé, lo sabemos todos, porque sobrevivir consiste en esto, que de alguna manera tendré que olvidarte. Y nada más, y nada más. Apenas nada más. Siempre la pérdida, la ausencia, la memoria, el vacío, el olvido.