206. Estado imposible; Aurora (Friedrich Nietzsche)

¿dónde está vuestro valor interior si no sabéis lo que es respirar con libertad; si apenas sabéis poseeros a vosotros mismos; si frecuentemente estáis hartos de vosotros mismos como de una bebida que se ha agriado; si dais oídos a las voces de los periódicos y miráis de reojo a vuestros vecinos ricos, comidos de envidia, al ver el alta y la baja rápidas del poder, del dinero y de las opiniones; si no tenéis fe en la filosofía que va harapienta, ni en la libertad de espíritu del que carece de necesidades; si la pobreza voluntaria e idílica, la carencia de profesión y el celibato, que deberían ser el ideal de los más intelectuales de vosotros, son vuestra irrisión? […] 213. Los hombres de vida fracasada […] todo lo que al individuo se le representa como una vida fracasada, poco afortunada, todo el peso del desaliento, de la impotencia, de la enfermedad, de la irascibilidad, de los apetitos, lo descarga sobre la sociedad, y así se forma alrededor de esta una atmósfera viciada y espesa, o, en el caso más favorable, una nube de tempestad.

Traducción de Pedro González Blanco.

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Misericordia (María Sotomayor)

Quien se sabe profundo, se esfuerza por ser claro

Nietzsche

Cuanto más hondo más transparencia, reza uno de los versos del último poemario de María Sotomayor, Misericordia, bellamente editado (la portada va a cargo de Fatima Ronquillo) por Letraversal, joven editorial creada por Ángelo Néstore.

Mucho disfrute del anterior poemario de María, La paciencia de los árboles, luego a esta Misericordia le tenía ganas.

Retomando lo enunciado por Nietzsche, aquí la profundidad de María me resulta más que transparente luminosa, pues los poemas de Misericordia (agrupados en tres bloques: Primeras luces, Luz en casa, y Cautiva) son una luz cautivadora, lengua y manos aladas, exploradoras, sentir afilado, tacto y sentimiento, cesura en el verso, hiato en la mirada, luciérnagas en el pensamiento, la herida que palpita, el camino de la cicatriz recorrido a paso lento, lejos del fragor y las ciudades, una conciencia que se sirve autónoma pero también anhelante de caricias, olores corporales, siluetas, urgencias y alivios, apeaderos del dolor y la pena -esa zapadora termitera, insaciable- la juventud solapada en la senectud de la carne doliente y postrera, la vida endureciéndose frente a un latir emoliente.

Versos sueltos, luminiscentes, ardentía de secano me parecieran, bajo el efecto corrosivo de la ácida lucidez y la palabra hecha arado; también oquedades intersticiales donde nidificar.

Letraversal. 2020. 101 páginas

Libros para un desconfinamiento

Cuando recordemos los meses de confinamiento y su luctuosa estela, entre tanta sombra yo me quedo con la luz que había en cada carta que iban redactando los de Fulgencio Pimentel, que recibía con ilusión y expectación en mi buzón digital. Esta es la última carta, la número trece. Fue un placer su lectura. De veras que sí.

Arrivederci.

Libros para un desconfinamiento (XIII)

CÓMO ESTÁS

«Hoy no ha pasado nada. Ni hoy. Tampoco hoy (…) Los días son como los pinos. Todos parecen iguales (…) El tiempo pasa sin que pase nada»… ¿Seguro?

Ciertamente ha pasado el tiempo desde la primera carta que les enviamos. En estos casi tres meses de confinamientos (porque estarán de acuerdo con nosotros en que no es lo mismo una fase 0 que una fase 2 con todas estas libertades recobradas, tantas que ahora no sabemos qué hacer con ellas ← sarcasm) les hemos escrito sobre reclusiones, veranos imposibles, improbables, soñados; paseos, cine, crímenes, historias de terror. Sobre la mar, sobre el amor. Sobre los niños, niñas, niñes. Sobre ciencia ficción y sobre el cole. Escribíamos, leían y así el tiempo iba pasando mientras taladraba el sonsonete: hay que entretener a la gente porque la gente está aburrida. Desde esa premisa se han grabado infinitos podcasts, se han empezado a escribir muchísimas novelas y se han hecho más directos de Instagram de los que hayan podido ustedes soportar. De tanto decirnos que estábamos aburridos, al final nos lo hemos creído. Siguiésemos trabajando o no, lo bueno era aburrirse, era lo que estaba bien visto. Afirmar lo contrario habría sido como decir que tenemos mucho mundo interior, que nos sobramos con nosotros mismos, sin aliño; una sacada de pecho muy poco cristiana, de mal gusto, digna de un demonio del ego como nuestro querido Limónov.

Igual hemos sido todos una miajita pesados; quizá lo pertinente era guardar silencio y contemplar el nacimiento de otro verbo sepultado por el aburrirse, un misterio agazapado detrás de las horas más anodinas del día. Ese misterio no tiene nombre pero está a nuestro alcance y es una fuente infinita de asombro. Hemos sido tan tozudos y ciegos como lo fue una vez el gigante de Manuel Marsol y Carmen Chica, empeñándonos en que no estaba pasando nada cuando en realidad estaba pasando de todo a nuestro alrededor, siendo nosotros los que no estamos acostumbrados, en realidad, a no hacer nada. El tiempo del gigante habla sobre el paso del tiempo. Es un libro grande y majestuoso, como su protagonista, que lleva un árbol metafórico plantado en la cabeza que va mudando hojas y dando frutos con el paso de las estaciones. Pasan y pasan los días y las páginas coloridas de este álbum ilustrado lleno de bosques, montañas, truenos, vacas volando, nubes, hormigas y lagos que el gigante va atravesando hasta que por fin alcanza a decir: «Hoy tampoco va a pasar nada. Y se está bien así».

Aburridos o no, el tiempo ha pasado, eso es seguro. Cuesta recordar un periodo en el que más «¿cómo estás?» hayamos escuchado. Convertida en un continuo velatorio, nuestra vida y las de los otros han girado necesariamente en torno a esta pregunta durante estos meses. No sé si saben ustedes que tenemos en nuestro catálogo a un coleccionista de frases: Gueorgui Gospodínov. Lo demuestra en Novela natural y también en Física de la tristeza, la novela en la que enumera las posibles respuestas a la dichosa cuestión («una pregunta terrible que puede asaltarte literalmente desde cualquier esquina»). Nos situamos ahora mismo en un «más o menos». Nunca diremos, al menos no por ahora, que estamos «bien» (¡qué ordinariez!), pero es verdad que nos ha costado mucho admitir que hemos estado tristes. En una entrevista en El Cultural, dijo Gospodínov, a propósito de la tristeza, que «la propia palabra búlgara es muy específica a nivel fonético. (…) Si usted intenta pronunciarla hay una especie de atragantamiento, algo gutural que se queda sin decir, sin poder articular. Es la tristeza de lo que se quedó sin decir. Hay una peculiar cultura del silencio en la familia búlgara sobre temas personales». Esa es la búsqueda que Gospodínov hace en Física de la tristeza a través de su historia familiar y la de su país durante el siglo XX. Cuando se publicó, el libro agotó en su país la tirada en un día, convirtiéndose en el más vendido de aquel año, además de hacerse con todos los galardones posibles y algunos imposibles a nivel europeo. Pensamos que el búlgaro es un pueblo noble y culto y casi tan borrico como el nuestro; de ahí que también nosotros tuviéramos la pregunta atascada en la garganta durante estos meses.

Vamos con una hipótesis. Mañana, una nueva orden gubernamental, no más insólita que otras, nos ofrece una disyuntiva: podemos permanecer recluidos en nuestra guarida, en esta asfixia que podría prolongarse para siempre; o emigrar, salir por fin a la luz, pero, eso sí, yéndonos muy lejos, a alguna tierra prometida o ignota, adonde nos dé la gana, pero abandonando el mundo que conocemos, que amamos u odiamos pero es el nuestro, probablemente para siempre. Aquellos que se decidan por lo segundo, deberán ir ligeros de equipaje: todo lo que podrán llevar consigo deberá caber en una maleta. Serguéi Dovlátov vivió en carnes propias esa situación inconcebible; en su ajada maleta: unos botines, un gorro de invierno, unos guantes de chófer, un cinturón de cuero, una camisa de popelín, y poco más. En La maleta, cada uno de esos objetos conduce a Dovlátov a un asombroso registro de la tragicómica verdad que fue su mundo antes del exilio. Dovlátov es un mago de la exactitud, del despojamiento, pero también de la ironía. La más grande ironía de su viaje fue que nunca más abriera ni diera uso a ninguno de los objetos de su maleta. Quedaron atrás, como atrás quedaron amores, traiciones, proyectos y todo lo que fuimos. Se ríe Dovlátov de sus tesoros, y también los ama. ¿Qué habría en nuestra maleta? Sabemos que la de Megg & Mogg contendría un buen arsenal de dildos, y no les afeamos la elección. Pero es preciso saber cómo querremos recordar nosotros esto. De hecho, ¿queremos recordarlo?

Bien, hemos estado tristes. Y si hemos estado tristes, lo más probable es que nuestra memoria lo haya grabado con mayor ahínco. «Cuanto más emotiva es la experiencia, más probabilidades tiene de ser recordada», leemos en Comerse el tarro. Aún en este siglo XXI en el que se intuye que veremos de todo, la memoria sigue siendo un enigma para la ciencia. Sea como sea, una parte importante de lo que se sabe está aquí, en el precioso vademécum ilustrado de las portuguesas Isabel Minhós Martins, Maria Manuel Pedrosa y Madalena Matoso. La memoria es solo un capítulo de este manual dedicado al estudio del cerebro, cargado de preguntas siempre pertinentes y a veces postergadas, igual que aquel «¿cómo estás?». Un ejemplo: «¿cómo nace un pensamiento?». Tal vez las horas de sofá sean la causa del renovado interés por los extraños motores que dominan nuestra mente; al menos, del nuestro. Y así, nos detenemos a releerlo con gustirrinín, familiarizándonos con conceptos como sinapsis, hipocampo o amígdala a través de nuestra propia experiencia confinada («¿habré creado sinapsis sólidas durante esta clausura?», «¿qué es lo que me ha pasado, qué me ha calado hondo?»). Preguntas, más preguntas: ¿estas vivencias de hoy se convertirán mañana en recuerdos de corto o largo plazo?, ¿qué sonidos u olores codificará nuestra memoria, qué se almacenará y qué recuperaremos finalmente? Ojalá no recordemos solo los largos días de teletrabajo, sabiendo como sabemos que la memoria trabaja a fuerza de repetición y machacamiento.

Es seguro es que muchas cosas se esfumarán, incluidas algunas cuestiones importantes para saber quiénes somos. Durante mucho tiempo creímos que recordar era algo así como hacer una foto y almacenarla en un cajoncito de la mollera. Según esta idea, recordar sería como recuperar esas fotografías, pero el mecanismo es un poco más complejo. Afortunadamente tenemos una solución ancestral y pertinente como el pan y la sal: el registro. Somos conscientes de que les hemos hablado de él muy hace nada, pero El libro del futuro nos ha parece hoy un recurso más relevante que nunca, y eso que el futuro de uno siempre es relevante, ilusionante y acongojante. Cuando el presente se tambalea, urge registrar lo que nos pasa, más aún si nos hacemos la promesa de que no lo volveremos a leer hasta dentro de muuuchos años, cuando el mundo sea un paraíso postpandémico, un mundo otro, mejor o peor. Ganador de un 2º premio a los Libros Mejor Editados del Ministerio de Cultura y exportado ya a siete países, El libro del futuro es sencillamente un libro-cápsula del tiempo, que acogerá como un cofre de titanio tanto la esencia como el detalle, el sentimiento gordo y el capricho del paisaje. Una vez completado el registro de nuestro mundo (gracias a las pautas que propone el libro), el autor o autora de su particular «libro del futuro» deberá enviar la carta incluida al final del mismo, firmar el juramento y sellar la funda protectora. Nosotros seremos los albaceas de cada niño o adulto, con el compromiso firme de devolverle la carta que se dirigió a sí mismo al cabo de quince años, para darle acceso al pasado y al futuro de su pasado, recobrado al fin en el presente.

Ha pasado tiempo, más de dos meses desde nuestra primera carta. Con esta nos despedimos. Aunque volveremos a escribirles, prometido, no pasarán quince años. De hecho, nos animaremos a hacerlo con frecuencia pachona, como se escribía antes a la tía en Caracas. Escribir sobre nuestro presente, y escribir también sobre mascotas, familias, drogas, pepinillos, nos gusta y nos hace menos idiotas. A quienes nos han leído, les damos las gracias del alma. Confiamos en que tampoco ellos se hayan aburrido, y confiamos en que estén algo menos tristes ahora. Confiamos en ellos, y en nosotros, y confiamos sin duda en el milagro del mensaje en la botella. Arrivederci!

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El Cielo Invisible (Luís Pousa)

La pérdida de un padre deja en el hijo una estela de orfandad e intemperie, es una herida abierta que nunca cicatriza, un vacío en el medio del corazón.

Luís Pousa (Lugo,1972), afincado en A Coruña, perdió a su padre con 10 años, cuando éste contaba 46. Ese momento en el que un hijo pasa a ser ya más viejo que su padre (Luís tiene ahora 47), parece ser el origen de este libro, la ontología de un vacío.

Si el padre de Luís y su abuela Luisa fallecieron jóvenes por problemas cardiacos, a Luís le ha ido mejor, a pesar de confesar haber pasado media vida en las consultas de los médicos de cabecera, alergólogos, radiólogos, neumólogos […] En estas salas de espera he leído y escrito la mitad de mis libros. Un corazón que le trae de cabeza, y cuyas válvulas y demás artefactos tecnológicos vienen a ser como unos (en)seres queridos.

A pesar de la enfermedad y el duelo inacabable que perdura tres décadas, el texto no resulta para nada triste, al contrario, pues deviene un canto a la vida (tengamos siempre presente el memento mori), en donde menudea el humor, y se recobran otras figuras familiares como Aquilino Pousa, sargento de la Segunda República, que pagó caro el no adherirse al alzamiento, a la rebelión contra el Gobierno legítimo de España, en julio del 36.

Pousa se mueve entre libros y salen a colación un sinfín de autores y autoras como Perec, David Foster Wallace, Camilo José Cela, Leopoldo María Panero, Milena Busquets, cuyos libros sirven para preguntarse sobre la orfandad, el suicidio, la purga del corazón, sobre cuándo se comienza a morir, o para asumir que somos más las cosas que hemos perdido que las que tenemos.

En el sobreviviente siempre merodea y asedia un sentimiento de culpa: ¿Por qué yo sí y mi padre no?

Un libro preciso y precioso este de Pousa. Un Cielo Invisible corto, demasiado corto, jodidamente corto. ¿Pero no quedamos en que el cielo, invisible o no, era infinito?

Reina de Cordelia. 2020. 87 páginas.