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Sanguínea (Gabriela Ponce)

Mientras leía Sanguínea, la novela de la ecuatoriana Gabriela Ponce (Quito, 1977), recién editada en Candaya, pensaba en el documental Placer femenino, de Barbara Miller.

El poder siempre ha estado en manos del hombre y el relato de la sexualidad también. El deseo sexual femenino siempre se ha orillado y ninguneado, y cuando este asoma solo atiende a un fin: complacer al hombre.

Novelas como Sanguínea ofrecen otra voz y construyen otro relato en el que la mujer es dueña de sí misma para todo, también para su sexualidad, y para su búsqueda y el placer derivado de la misma y en última instancia también de sus consecuencias. ¿Qué hacer con un embarazo sobre la mesa?. ¿Abortar? ¿Tener al niño y quedarse con él o bien darlo a una familia?. Ella decidirá. He ahí su libertad y su condena; los genes en su eterna transmisión.

La narradora crece en el vacío, en la ausencia de su hermano muerto, en el dolor, en el extrañamiento, en la necesidad de verse ocupada, inundada, buscando en las caricias, en la carne ajena, enhiesta, algo parecido a la plenitud y a fe que lo halla, en un inmueble selvático que es cueva, origen, precipicio, madriguera. Aunque el vacío siempre gana y el sexo solo son parches.

Quizás el vacío que siente ella no tenga cura, quizás su dolor sea insondable, la vida una cinta transportadora hacia ningún lugar, quizás el alumbramiento no le suponga el eclipse del yo, pues sabe bien lo que no es, lo que no siente, cuales no son sus instintos, ni ahora ni luego, y aunque toda su historia sea tan vívida, cálida y acongojante como lo es la sangre menstrual, de toda esa renuncia surge algo parecido, si no a la esperanza, sí a su asunción, el abrazo interno a su naturaleza, a su ser, en definitiva, un dolor carnal devenido en voluptuosidad táctil. Y todo esto se me antoja cualquier cosa menos cursi.

Editorial Candaya. 2020. 158 páginas

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Panza de burro (Andrea Abreu)

Estupendo debut el de Andrea Abreu con su novela Panza de burro editada por la sevillana Barrett.

Las protagonistas son dos niñas tinerfeñas de diez años. Vemos el mundo, a mediados de la primera década del siglo XXI (el mésinye, la novela en la televisión (Pasión de Gavilanes, La mujer en el espejo), el grupo Aventura, los primeros ciber, los Pokemon…), a través de sus ojos. La narradora está prendada de su amiga Isora, que la subyuga y eclipsa. Es esta la historia de una gran amistad, entreverada con deseos y picores amorosos. Ya saben, me vengo estregando.

La gran virtud de esta singular y audaz novela es el lenguaje (que da cobijo a la experiencia) que maneja Andrea: vivaz, luminoso, hilarante, electrizante; un léxico que se paladea (en la línea de Indiana, Melchor, Gallardo…) y sobre todo, el gran logro por parte de Andrea de esa vigorosa y fértil voz narrativa.

Como el boxeador que va trabajando a su adversario a base de golpes para dejarlo a punto de caramelo antes de soltarle el trompazo definitivo que lo lance a la lona, así opera Abreu en su relato; nos presenta a Isora y a su inseparable amiga, nos descacharramos con sus andanzas, juegos, diálogos, encontronazos, con su mirada virgen y desprejuiciada, con sus raptos de soledad y tristeza, ante las asechanzas de la malnacida brumasera en la que se cuecen los días en una masa espesa que confunde mar y cielo; nos esforzamos entonces al leer por tratar de recordar cómo éramos nosotros con diez años, medimos la distancia, la profundidad del abismo, buscamos algún parecido en aquel rostro infantil, y cuando el alma está ya emoliente, vienen dos giros, uno que tiene que ver con el cuestionamiento de la amistad, en el vestíbulo de la adolescencia y el aldabonazo final, del que aún ahora me ando restableciendo.

Pocas novelas leo de escritores tan jóvenes. Abreu es del 95, pero si son tan sobresalientes como ésta, que vengan en aluvión.

Barrett. 2020. 172 páginas. Prólogo y Editora por un libro: Sabina Urraca

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Cameron (Hernán Ronsino)

Cameron es la tercera novela que leo de Hernán Ronsino tras Glaxo y La descomposición; me resta de leer Lumbre.
Aún tengo fresca la lectura de la magnífica Vivir abajo y de ahí me vienen imágenes de cárceles que pasan desapercibidas, pues como en los iceberg apenas se aprecia la punta que asoma a la superficie, a ojos de los vecinos, mientras la raíz, su razón de ser, permanece a la sombra, ramificando la violencia y el terror estatal, alimentando la tierra: sementera de cuerpos finados y desaparecidos.

En Cameron, novela breve de apenas ochenta páginas, Ronsino opta por esa misma especie de indefinición, de velamiento, con una ciudad indeterminada, cuyo protagonista, Cameron, vive bajo arresto domiciliario, se acerca a escuchar jazz en una voz femenina, la pasa con un amigo que oficia como locutor radiofónico nocturno y vive apaciblemente en un presente constreñido espacialmente cuyo rebasamiento supone la escorrentía de los recuerdos, el derramamiento temporal, los zarpazos de la memoria, no tanto de la culpa ni del remordimiento, pues pareciera que toda aquella época oscura no fuese más que una noche de resaca que dejara la lengua áspera y una arcada que asomase a los ojos.

La gran virtud de la novela es su clímax, la capacidad de Ronsino para sugerir, para explicar sin explicar, para dosificar la información, la narración de los hechos, la gestión de la memoria, todo aquello que capitalizó en lo que hoy es el demediado Cameron, al que le sustraen una pierna y que vendrá a ser su particular magdalena de Proust, un atentado a cañonazos contra la arboladura de su yo.

Al tirar una piedra en un estanque vemos embobados las ondas concéntricas que crecen ante nuestra mirada, la sorpresa viene cuando en lugar de ondas sentimos descargas, así Cameron, Ronsino mediante.

Eterna Cadencia. 2020. 80 páginas

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Ava en la noche (Manuel Vicent)

Tengo por costumbre los domingos, después del desayuno, empezar El País por el final, empapándome de literatura con la lectura de la columna de Manuel Vicent.

En su última novela publicada, Ava en la noche, nos sitúa en la España de 1959. El protagonista es David, joven estudiante de derecho, con ínfulas estéticas, artísticas, cinematográficas. Quiere ser director de cine. Su tiempo lo consume viendo películas, memorizando los nombres de todos los actores, actrices y directores que pasan y posan ante sus pupilas, inflamadas de celulosa, leyendo el Fotogramas, fantaseando con encenderle un cigarrillo a la diosa Ava Gardner. David deja Valencia para mudarse a estudiar a Madrid. En ese año se ha agorrotado a Jarabo y el garrote vil está en las últimas. David le da vueltas en la cabeza a una idea que sustancie un guión, y se le ocurre la idea de un verdugo amilanado ante su deber, incapaz de acometer su tarea con el garrote vil. David entrará en contacto con Berlanga, quien más tarde, a mediados de los 60 estrenará El Verdugo, con guión de Rafael Azcona.

Vicent, a la vista está, es dueño de una prosa precisa, carnosa, detallista. Su escritura está despojada de grasa, es pura fibra. Muchas de las páginas de este libro son como sus columnas, pequeños microcosmos, flores que se abren fragantes, gusanos que devienen luminiscentes crisálidas, con un gran poder de abstracción, concisión y evocación.

A David solo le mueve el elemento estético, hasta que vaya a dar con sus huesos en la cárcel y descubra entonces otra realidad, más prosaica; vierte entonces ante el espejo su rostro tumefacto, fruto de las golpizas de los hombres del régimen, que emplean el terror sin miramientos, arrancan uñas, defenestran sospechosos… David descubre entonces que hay otra realidad, paralela o subrepticia, más allá de las divas y galanes de Hollywood, de los escritores famosos que vienen a España a darse la vida padre (por la calle Riscal, en el Lhardy, en las Cuevas de Sésamo, en El abra, en Villa Rosa…) como la diosa Gardner a la que todos desean encamar, metáfora del aglutinado deseo masculino, complaciente con algunos, pero siempre inasequible, convertida en una quimera, en una sombra para David.

Ava Gardner era el símbolo de la libertad de la noche franquista. La noche de Madrid estaba poblada por artistas de Hollywood que eran como libélulas verdes, rojas y amarillas que sobrevuelan una oscura charca putrefacta.

La ficción y la memoria se alían en David bajo la figura de Manuel, amigo de la infancia que muere de la manera más inesperada y habita desde entonces en sus recuerdos y escritos, pues su futuro era un patrimonio compartido, que no llegó a ser.

El Madrid del franquismo se presenta como ciénaga, basurero, algo hediondo, la piel muerta que se irá mudando y deshaciendo al correr los sesenta y setenta.

tres filas de gente abatidas contra los mostradores de estaño pedirían a gritos ensaladilla rusa, patatas a lo pobre, pajaritos fritos, gambas con gabardina y mejillones al vapor, cuyas valvas arrojadas al suelo crearían un crujiente pastizal mezclado con serrín bajo los zapatos de los clientes, quienes animarían a los extranjeros a tirar las cáscaras al suelo para demostrar que en España había libertad, aunque solo fuera la de tomar el aperitivo de pie sobre un basurero.