35bf667e2d7829559c3f82e8cf20b47f

Ava en la noche (Manuel Vicent)

Tengo por costumbre los domingos, después del desayuno, empezar El País por el final, empapándome de literatura con la lectura de la columna de Manuel Vicent.

En su última novela publicada, Ava en la noche, nos sitúa en la España de 1959. El protagonista es David, joven estudiante de derecho, con ínfulas estéticas, artísticas, cinematográficas. Quiere ser director de cine. Su tiempo lo consume viendo películas, memorizando los nombres de todos los actores, actrices y directores que pasan y posan ante sus pupilas, inflamadas de celulosa, leyendo el Fotogramas, fantaseando con encenderle un cigarrillo a la diosa Ava Gardner. David deja Valencia para mudarse a estudiar a Madrid. En ese año se ha agorrotado a Jarabo y el garrote vil está en las últimas. David le da vueltas en la cabeza a una idea que sustancie un guión, y se le ocurre la idea de un verdugo amilanado ante su deber, incapaz de acometer su tarea con el garrote vil. David entrará en contacto con Berlanga, quien más tarde, a mediados de los 60 estrenará El Verdugo, con guión de Rafael Azcona.

Vicent, a la vista está, es dueño de una prosa precisa, carnosa, detallista. Su escritura está despojada de grasa, es pura fibra. Muchas de las páginas de este libro son como sus columnas, pequeños microcosmos, flores que se abren fragantes, gusanos que devienen luminiscentes crisálidas, con un gran poder de abstracción, concisión y evocación.

A David solo le mueve el elemento estético, hasta que vaya a dar con sus huesos en la cárcel y descubra entonces otra realidad, más prosaica; vierte entonces ante el espejo su rostro tumefacto, fruto de las golpizas de los hombres del régimen, que emplean el terror sin miramientos, arrancan uñas, defenestran sospechosos… David descubre entonces que hay otra realidad, paralela o subrepticia, más allá de las divas y galanes de Hollywood, de los escritores famosos que vienen a España a darse la vida padre (por la calle Riscal, en el Lhardy, en las Cuevas de Sésamo, en El abra, en Villa Rosa…) como la diosa Gardner a la que todos desean encamar, metáfora del aglutinado deseo masculino, complaciente con algunos, pero siempre inasequible, convertida en una quimera, en una sombra para David.

Ava Gardner era el símbolo de la libertad de la noche franquista. La noche de Madrid estaba poblada por artistas de Hollywood que eran como libélulas verdes, rojas y amarillas que sobrevuelan una oscura charca putrefacta.

La ficción y la memoria se alían en David bajo la figura de Manuel, amigo de la infancia que muere de la manera más inesperada y habita desde entonces en sus recuerdos y escritos, pues su futuro era un patrimonio compartido, que no llegó a ser.

El Madrid del franquismo se presenta como ciénaga, basurero, algo hediondo, la piel muerta que se irá mudando y deshaciendo al correr los sesenta y setenta.

tres filas de gente abatidas contra los mostradores de estaño pedirían a gritos ensaladilla rusa, patatas a lo pobre, pajaritos fritos, gambas con gabardina y mejillones al vapor, cuyas valvas arrojadas al suelo crearían un crujiente pastizal mezclado con serrín bajo los zapatos de los clientes, quienes animarían a los extranjeros a tirar las cáscaras al suelo para demostrar que en España había libertad, aunque solo fuera la de tomar el aperitivo de pie sobre un basurero.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *