Devaneos de lector (Luis Landero)

Yo, en principio, quería hablaros de las cosas pequeñas de la literatura. Por eso me compré un cuadernito donde escribir algo sobre la fascinación literaria que ejercen sobre mí los detalles. Yo amo los detalles, como escritor, como lector, como profesor. Pero no el detalle aislado y un tanto gratuito (el brillo de una frase, por ejemplo, o la mera ingeniosidad), sino el detalle capaz de crear un personaje, o una atmósfera, o de atrapar algún matiz insólito del alma o de la realidad exterior, el detalle narrativamente potente, significativo, de esos que leemos una vez y ya no olvidamos nunca.

Si nos fijamos, también la memoria, en la vida real, funciona así, con detalles cargados de sugerencia, de significados. Recordamos un olor, un sabor, un rostro, la pesadumbre de una lejana tarde de lluvia, el sonido de una campana, y a veces es solo una sensación casi inefable, una sensación que es la experiencia destilada en el alma y hecha ya sentimiento. A veces vivimos sucesos importantes, y al final lo que queda son detalles que no parecían destinados a perpetuarse, detalles un tanto caprichosos, y gracias a los cuales podemos reconstruir nuestro pasado. Yo me acuerdo que en 1971 fui a Argel a tocar la guitarra con un grupo flamenco. Nos recibió el presidente Bumediam en el “Palais du Peuple”, y hubo otros hechos memorables que no vienen al caso. Pero el recuerdo más tenaz, más vívido, es el de unos niños que, en una plaza enfrente del palacio, disparaban con tirachinas a los pájaros que empezaban a acomodarse en los árboles para dormir. No hace falta citar a Proust ni a Antonio Machado para saber que la memoria es poética, y lo es por la depuración y selección imprevisibles que hace de nuestras vivencias.

Me pregunto qué huellas quedarán en nosotros de este día en que escribo estas líneas, o en que tú, lector, las están leyendo, dentro de diez o quince años, si es que vivimos para recordarlo. Lo más probable es que permanezca vinculada a algún detalle menor, del que en este momento acaso no somos ni siquiera conscientes. Lo que sí sé es que en ese detalle estará para entonces el embrión de un poema, si sabemos escribirlo.

Y eso, claro está, ocurre también en los libros. Leemos libros magníficos, y ¿qué queda de la lectura al cabo de los años? Determinadas escenas, determinados detalles. Y de eso es de lo que yo quería hablar: de los mejores despojos de mi naufragio de lector.

En el borrador que hice para este breve ensayo, que en realidad aspira a ser una charla amigable del lector que yo soy con el lector que me lee a mí, empecé a apuntar algunos y, no sé por qué, cuando me di cuenta, llevaba media docena y todos estaban relacionados con algún personaje femenino. Entonces decidí hablar de algunas de las mujeres que más me han seducido en la literatura. No voy a hacer, desde luego, una relación exhaustiva de mi donjuanismo literario, porque eso (con perdón) sería el cuento de nunca acabar, sino solo de las que se me vayan viniendo a la cabeza durante el tiempo que dure este vagabundeo por mi memoria literaria.

Si a mí me concediesen el don de convertirme en una criatura literaria, yo elegiría ser el rey Shariar. Este es uno de los hombres más afortunados que hayan existido nunca, porque se casó con una joven muy bella, que además tenía en su casa un millón de libros, y los había leído y los había memorizado todos, y era la mejor contadora de historias de la que los siglos tienen noticias. Se llamaba Scherazade, claro está, y yo creo que solo hay un hombre que la hubiese merecido de verdad: don Quijote. A la mejor narradora hay que casarla con el mejor lector. Hubieran sido las criaturas más felices del mundo. ¿Cómo sería la voz de Scherazade? Yo me la imagino cálida, viva, insinuante, capaz de muchos matices, y desde luego muy seductora. Scherazade salva la vida gracias a su talento narrativo. En las Mil y una noches hay bastantes personajes que salvan el pellejo gracias a que se saben una buena historia. Los reyes más crueles se vuelven magnánimos cuando alguien los embauca con un relato bien urdido. No dicen: “La bolsa o la vida”, sino: “El cuento o la vida”. Y es que las palabras, cuando están bien puestas una detrás de otra, tienen un gran poder. Celestina embrolla a sus víctimas con palabras, y esa es su mejor magia. Don Quijote y Emma Bovary pierden el sentido de la realidad cotidiana, y fundan otra imaginaria, porque son lectores que también sucumben al hechizo de los relatos. Hasta Sancho, para no quedarse solo en la noche temerosa de los batanes, retiene a su amo con el señuelo de un cuento extravagante. Otelo seduce a Desdémona con palabras; Iago envenena el alma de Otelo con palabras; Otelo se entrega al placer morboso y terrible de convertir a su mujer en una puta, y todo gracias al poder de las palabras. Todos se cuentan historias y todos acaban siendo destruidos por las historias. Isaak Bábel, en Cuentos de Odesa, pone en boca del narrador que se dispone a contar la historia de Benia Krik, el rey de los bandidos, el siguiente parlamento, dirigido al oyente:

Olvide por un momento que hay unos lentes sobre su nariz y un otoño en su alma. Imagine por un momento que arma escándalo en las plazas y tartamudea ante el papel. Usted es un tigre, un león, un gato. Usted puede pasar la noche con una mujer rusa y la dejará contenta. Si al cielo y a la tierra le hubiesen puesto asas, usted agarraría esas asas y atraería el cielo hacia la tierra.

Tal es el prólogo del narrador antes de empezar a contar. Y es verdad que las historias son poderosas, y nos convierten en tigres, y nos hacen olvidar que tenemos un otoño en el alma.

Otro personaje que pierde la cabeza con los libros, con las palabras y con las historias, y que aprende a enamorarse y a pervertirse con ellas, es Emma Bovary. Muy pocos lectores habrá que no hayan sido seducidos por esta mujer. Pero, ¿quién es, cómo es Emma Bovary? Bueno, podemos decir que tiene las uñas pálidas, los labios carnosos (que solía mordisquearse), pómulos sonrosados, cuello de garza, pelo negro y espeso dividido en dos crenchas lisas, pies menuditos, grandes ojos que Flaubert nos deja en la duda de si son castaños o azules, pestañas rizadas, y otras cosas que el autor no cuenta pero que yo me imagino con una más que notable precisión. Como en el caso de Desdémona, el adulterio la hace aún más bella: Flaubert nos lo recuerda inútilmente, porque ya el lector lo había advertido antes. ¿Eso es todo lo que sabemos de Emma? No. Emma es todavía mucho más seductora, porque quien nos la presenta es otro gran seductor: Flaubert. Hay una escena en que vemos a Emma bajo una sombrilla de seda traspasada por el sol, que dora con vagos reflejos dorados la blancura de su rostro. Hay otra en que Emma pasea con León, y el amor (romántico, pueril) va surgiendo en ellos entre silencios y sobreentendidos. Es una miniatura impagable, digna del mejor talento de Flaubert. Pasean junto a un muro, y Emma lleva también esta vez una sombrilla para protegerse del sol. ¿Qué nos cuenta Flaubert, qué detalles selecciona entre los infinitos que acaso se le ofrecen a la imaginación? Primero hace una descripción de veinte líneas: el río silencioso, hierbas curvándose por la corriente, un insecto en la punta de un junco, un rayo de sol que pasa a través de una burbujita azul, una pradera. Es la hora de la comida. Solo se oyen los pasos de Emma y de León en la tierra del camino, sus palabras, el roce del vestido de ella. Hacer calor. Son detalles mínimos, muy matizados. ¿Se puede ir más allá, se puede hilar más fino? Veamos:

Entre los ladrillos [de una tapia] habían crecido mostazas silvestres, y Madame Bovary, al pasar, con la punta de su sombrilla rozaba las flores marchitas, que se desmenuzaban en un polvo amarillento. Otras veces alguna rama de madreselva o de clemátide de las que colgaban hacia fuera se desprendía y resbalaba sobre la seda de la sombrilla hasta bajar a enredarse en sus flecos.

Qué barbaridad: ahora entendemos dónde aprendió Proust a matizar hasta casi la evanescencia. Bien, esos detalles son de una belleza y de una sensualidad arrebatadoras, pero ¿adónde llevan, por qué se para Flaubert en esas minucias, qué utilidad tienen en la narración? Seguimos leyendo y rápidamente lo entendemos. Emma y León apenas hablan, solo alguna frase de circunstancia:

Y a pesar de ello, sus miradas estaban plagadas de una charla más profunda; y mientras hacían esfuerzos por encontrar alguna frase trivial, se iban sintiendo unidos por una especie de languidez común que a ambos invadía, como un susurro del alma, profundo, ininterrumpido, que vencía al de sus voces. Cogidos de sorpresa por el prodigio de aquella desconocida dulzura, no se les pasaba por la cabeza la idea de hablar de aquella sensación, o de ponerse a buscar sus motivaciones. Las dichas futuras, como pasa con los ríos tropicales, suelen proyectar sobre la inmensidad que las precede su genuina suavidad, una especie de brisa perfumada, y el alma se limita a adormecerse bajo los efectos de esta ebriedad, sin preocuparse siquiera de ese horizonte que aún no se columbra.

Ahora entendemos: con aquella descripción minuciosa Flaubert había creado una atmósfera propicia a la languidez y a la dulzura en la que los futuros amantes se ven de pronto envueltos. En poco más de una página, se ha avanzado mucho en la narración (y a través, además, de una descripción): Emma y León se han enamorado un poco más, de un modo ya definitivo. Y, por otra parte, se ha anunciado el futuro: ese clima sensual y envolvente es el preludio de los placeres amorosos que ya se anuncian en el horizonte. Eso se llama maestría narrativa. Ahí se combinan la belleza poética, la belleza de la psicología novelesca no explicitada y la belleza narrativa. Y todo a través de unos pocos detalles maravillosamente conjuntados.

Un último recuerdo para Emma, antes de abandonarla. En sus primeras citas adúlteras con Rodolfo, a Emma a veces se le llenan las botitas de barro, y acude a casa con el peinado un poco deshecho y la ropa un poco desceñida. Nunca estuvo más hermosa que entonces.

La novela del siglo XIX tiene mujeres muy seductoras, yo creo que más que la del XX. Decía Cervantes que no hay libro malo que no contenga algo bueno. Yo no estoy seguro de eso, pero sí de que no hay novela del XIX donde no haya una mujer cautivadora. ¿Con cuál me gustaría a mí tener una aventura amorosa? Son tantas: Emma, Ana Karenina, Ana Ozores, Fortunata, Katy (la de Cumbres borrascosas), la Stella de Grandes esperanzas, Luisa (El primo Basilio)… Pero la que más cautiva y excita al lector que yo soy es Madame de Rênal, de Rojo y negro. No hay mujer en la literatura más adorable que ella: es la pura inocencia y el encanto sin mácula. Pero a Julien Sorel le interesa más Napoleón que Madame De Rênal. La noche en que se entrega a él, debía de haber sido la noche más erótica del siglo, pero Sorel la malogra con sus ambiciones, y le hace el amor como un deber que ha de cumplir en su camino implacable hacia el éxito.

Y ya que hemos desembocado en el erotismo, os voy a contar la escena más gozosa que yo conozco en la literatura, y luego la más triste. Si me acuerdo de más, y hay tiempo, os las cuento también. Gozosas hay muchos (el encuentro de Romeo y Julieta, el de Angélica y Tancredi, los de Van y Ada, los de Lady Chatterley y su guardabosques, los de Calisto y Melibea -aunque Calisto es un amante torpe y atropellado-, los de La lozana andaluza, y otros muchos innumerables), pero no sé por qué, quizá porque alguna hay que escoger, hoy se me ocurre que la más gozosa bien pudiera ser la de Rosario y el narrador en Los pasos perdidos, de Carpentier.

En Rosario se entrecruzan varias razas: “Es india por el pelo y los pómulos, mediterránea por la frente y la nariz, negra por la sólida redondez de los hombros y una peculiar anchura de cadera”.

Una mujer de una vez, a cuyos encantos se une el de la naturalidad, y un instinto sabio y certero para vivir acorde con las cosas sencillas pero esenciales de la vida. Mouche, la amante francesa con la que viaja el narrador, es todo lo contrario: artificiosa, libresca, formada intelectualmente en el baratillo del surrealismo suburbial y tardío, impregnada de todos los tópicos de las modas culturales…, en fin: una pija integral. Hay un momento, en un autobús que se interna hacia la selva virgen, en que Mouche y Rosario se ponen a leer. Mouche lee una novela de moda que Carpentier no nombra pero que yo creo que podría ser de Bukowski, o de alguno de sus epígonos. Mouche es una lectora avisada, más atenta al mundo sombrío de los significados y las estructuras subyacentes que a la belleza y a la emotividad de la narración. Rosario, por su parte, lee la Historia de Genoveva de Brabante, el relato folletinesco de una heroína medieval. Lee despacio, y se indigna con los infames y se alboroza con el triunfo de los héroes. Se entrega a la lectura con una ingenuidad que yo prefiero a la suficiencia interpretativa de Mouche, pero que tampoco es del todo recomendable, sobre todo a cierta edad.

El narrador-protagonista observa cómo leen las dos, y se va prendando de Rosario al tiempo que cada vez desprecia más a Mouche. El primer escarceo erótico entre el narrador y Rosario se produce durante el velatorio del padre de ella. La unión del erotismo y de la muerte suele ser explosiva. Me fascina el modo con que Carpentier esboza ese primer encuentro. Rosario está apoyada en una tinaja de agua, con los codos en el borde, “de tal modo que la comba del barro arqueaba su cintura hacia mí. El fuego de los fogones le daba en la frente, moviendo remotas luces en sus ojos sombríos”.

El narrador, con la urgencia de su mirada, la desnuda de sus lutos. Ella, que se da cuenta, pone la tinaja por medio y apoya los brazos en el borde, de forma que ahora las voces, amplificadas por la caja de resonancia de la tinaja, cobran un “eco de nave de catedral”; “A ratos me dejaba solo, iba a la sala del velorio, y regresaba […] adonde yo la esperaba con impaciencia de amante” y “ella se dejaba contemplar, por sobre el agua de la tinaja, con una pasividad halagada que tenía algo de entrega”.

Así trabaja un novelista, no con contenidos explícitos y alardes psicológicos, sino con tinajas, miradas, gestos, sugerencias.

Pues bien, tres capítulos después, la ruptura de Mouche y el narrador es total, y total también el amor (aún contenido, expectante) entre el narrador y Rosario. Mouche ha contraído una enfermedad tropical y delira en la hamaca. Es de noche. Hay luna. Bajo la hamaca, en una estera, Rosario y el narrador hablan en susurros. Rosario cuenta algo que la indigna, no importa ahora qué. Tal es su rabia, que el narrador la agarra por las muñecas:

[…] y con la brusquedad del gesto, mi pie derriba una de las cestas en que el Herborizador guarda sus plantas secas, entre camadas de hojas de malanga. Un heno espeso y crujiente se nos viene encima, envolviéndonos en perfumes, que recuerdan, a la vez, el alcanfor, el sándalo y el azafrán.

Entonces hacen el amor, brutalmente, sin ternura, en una posesión mutua que parece una lucha, sobre el lecho de plantas perfumadas, como si los amantes afirmaran también su pertenencia a la naturaleza. Luego, la claridad de la luna entra por la puerta de la cabaña e ilumina sus piernas: primero los tobillos, luego las caderas. Y esta vez, al tiempo que reinician el juego amoroso, Mouche se asoma desde su hamaca y los insulta con voz ronca y airada. Después, se extravía en el delirio, con un brazo inerte colgando en el aire, mientras los amantes, es de suponer que ya totalmente iluminados por la luna, prosiguen sus trabajos.

¿Cómo ha construido Carpentier esta escena? Yo creo que hay tres detalles que sirven de eje sobre el cual avanza la narración, y que a la vez llena todo de un profundo sentido. Uno es la presencia de Mouche, que subraya el carácter inaplazable del deseo, y la sinceridad absoluta de la entrega amorosa. Y que, de paso, añade un punto morboso, de transgresión, que es ingrediente casi obligado en los episodios eróticos. Hacen el amor ante ella, lo cual supone que, desde ese instante, Mouche queda segregada, abolida. Es más: desaparece también de la novela. Entre la sencillez esencial de la naturaleza y los refinamientos de la civilización, el narrador elige la naturaleza. El otro detalle son las plantas aromáticas, que le traen al narrador recuerdos de la infancia (con lo cual el encuentro con Rosario es un reencuentro con un mundo remoto pero latente: el mundo del Caribe). Las plantas, además, incitan a los amantes, y los envuelven en un ámbito propio, natural y poético. El último detalle es la luna que los va iluminando según ellos van cobrando conciencia de su amor, de sus cuerpos. El amor los ilumina con la misma lentitud deleitosa con que la luna matiza sus cuerpos en la sombra. Y, al igual que el aroma de las plantas, los aísla mágicamente en su mundo amoroso. La fragancia de las plantas, los gritos roncos de Mouche, la claridad que entra por la ventana: he ahí un fragmento de realidad imaginaria tallado con la exactitud y transparencia de un diamante.

Y vayamos ahora con la escena erótica más triste. La cuenta Hermann Broch en Esch o la anarquía, uno de los tomos de su trilogía Los sonámbulos. Estamos en Colonia, en 1903. Esch es un joven angustiado por el sentido de la existencia: una existencia desordenada y anárquica, absurda, en la que no encuentra ningún punto estable, ningún anclaje vital e intelectual que otorgue a sus días un poco, si no de felicidad, al menos de paz, de concordia consigo mismo y con el mundo. Broch, como casi todos los escritores y artistas alemanes de esa época, nos está hablando de la crisis de valores que sobreviene tras la Gran Guerra -crisis en la cual, por cierto, estamos aún inmersos. Esch está emparentado con Ulrich (El hombre sin atributos), con Harris (El lobo estepario), con algunos personajes de Kafka, de Thomas Mann, de Joseph Roth, de Döblin, de Canetti…, por hablar solo de la novela en alemán.

¿Y ella? Ella se llama Hentjen, y todos la llaman Mamá Hentjen. Es joven: tiene treinta y seis años, pero es viuda desde hace catorce y se ha convertido prematuramente en una matrona puritana y algo masculina. Es corpulenta. Es fea, pero no tanto por su figura y por sus rasgos como por voluntad propia. Odia a los hombres, y los teme, y le repugnan. Trata con ellos, porque regenta una sucia taberna portuaria, y los mantiene a raya, y nadie se atreve ni siquiera a requebrarla. Su cara es inexpresiva, y solo hay en ella un rasgo legible de coquetería cuando se arregla el peinado, que es “rígido como un pan de azúcar”. Sí, esa es la palabra que mejor la define: rigidez. Rigidez en el peinado, en la mirada, en la figura, en el carácter. Usa un corsé muy complicado, y también excesivamente rígido, que parece un corsé de castidad. Y lo mismo sus vestidos, “acorazados de ballenas”. Todo eso la hace físicamente inaccesible. Con la viudez, ha cancelado sus encantos femeninos y vive como encastillada en la soledad y en la desconfianza.

Esch, sin embargo, se siente atraído por ella. Oscuramente, cree que él debe redimir a aquella mujer perdida para el deseo, y que esa empresa puede darle un sentido a la existencia vana y absurda de los dos. Ya el primer beso es acaso el más triste de la literatura. Él intenta atraerla y ella se resiste con todo su aparato defensivo: el corpiño abotonado hasta el cuello, su coraza de ballenas, “los alfileres del sombrero que se sostenía sobre su vacilante cabeza y amenazaban el rostro de Esch”, su rigidez obstinada, inaccesible…:

Esch echó el sombrero para atrás […] y luego cogió con las manos la cabeza redonda y pesada y la volvió hacia él. Ella devolvió el beso con labios secos abultados, como un animal que oprime el hocico contra un cristal.

Al otro día, en una hora en que no hay nadie en la taberna, Esch sube las escaleras y entra en el cuarto de Hentjen, que al verlo “emitió un ligero grito y se puso rígida”. Él se acerca y la besa bruscamente en la boca. Ella dice con voz ronca: “Váyase”. Aquella habitación, piensa Hentjen, “nunca había sido hollada por un hombre”. No obstante le devuelve el beso “con labios secos y abultados”, repite el autor. Y ahí comienza la lucha. Ella lucha por su habitación y él por despertar en ella el deseo apagado. “Aquí no se le ha perdido a usted nada”, dice ella, y lo repite, hasta que a la tercera vez reduce la frase a “Aquí no”. Pero no es que quiera ir a otra parte, sino defender aquel reducto. “Ella sentía como única misión la defensa de aquel cuarto”. Pero él lo entiende de otra manera y, con voz también ronca, dice: “¿Dónde?” Entonces ella señala la alcoba principal, donde dormía con su marido, “con la esperanza de que aquella estancia tan elegante le haría recobrar a Esch el sentido común y las buenas costumbres”. Sin embargo, “Él la hizo pasar adelante, pero la siguió, poniéndole la mano sobre el hombro, como si condujera a un prisionero”.

Y ahora viene uno de esos de detalles que engrandecen una novela. En esa alcoba nupcial, clausurada desde la muerte del marido y que es una metáfora de la vida erótica también clausurada de Mamá Hentjen, hay, extendida por el suelo, una remesa de nueces, compradas en un momento ventajoso y guardadas allí para consumo de la taberna. El autor ha insistido mucho en este detalle anteriormente. En su sórdido forcejeo, Esch y Hentjen pisan las nueces, que se rompen bajo sus pies y los mantienen a los dos en un equilibrio inestable. Ella quiere salvar ahora sus provisiones, así que sale de allí trastabillando y se refugia en un rincón de la alcoba, aferrada a una cortina, cuyas anillas de madera suenan levemente. Él va en su busca y ella, “por miedo a estropear el hermoso cortinaje, se soltó, y no pudo evitar ser empujada hacia el oscuro nicho donde se hallaban las camas matrimoniales”. Ella ha defendido su habitación, luego las nueces, luego las cortinas, y ahora la ropa. “Llena de un estupor indefenso”, “como el reo que colabora con el verdugo”, se desnuda y se “acuesta tranquilamente de espaldas”. Él se llena de horror “al ver cuán fácil y simplemente se desarrollaba todo”:

[…] y todavía le produjo más horror el que ella, inmóvil y rígida, como obedeciendo a las reglas de una antigua obligación, se dejara hacer sin decir una palabra, sin un estremecimiento. Solo su redonda cabeza oscilaba sobre la almohada de un lado a otro como en una obstinada negación. Él tomó su cabeza entre las manos y la apretó como si quisiera extraer de ella los pensamientos que ocultaba y que no le pertenecían, y recorrió con sus labios la fea y grasienta superficie de sus gordas mejillas, pero la piel de ella permaneció sorda e inmóvil.

Y su boca se une a la de él “como el hocico de un animal apretado contra un cristal”, nos recuerda el autor. Y cuando ella, “con un ronco gruñido, abrió finalmente los labios, él sintió una felicidad que jamás le había hecho sentir ninguna mujer”:

[…] fluyó sin fin en ella, anhelando poseer a aquella mujer que había dejado de ser ella misma para convertirse en una vida recibida de nuevo, maternal, arrancada del seno del misterio, aniquiladora del yo, que había roto sus fronteras, sumergida y anegada dentro de su propia libertad. Porque el hombre que quiere el bien y la justicia quiere lo absoluto, y Esch comprendió por primera vez en su vida que esto no depende del placer, sino de una unión que está por encima de cualquier motivación casual, y que radica en un extinguirse en común…, comprendió que el renacer del ser humano es algo tan sereno como el todo, el cual es capaz de empequeñecerse y ceñirse al hombre, cuando lo exige la voluntad en éxtasis, a fin que todo sea para el hombre lo que únicamente al todo le corresponde: la redención.

He aquí un ejemplo modélico de cómo se puede resolver intelectualmente un episodio erótico, de cómo se puede ir de las nueces a la reflexión filosófica en una transición suave que en ningún momento rechina. La realidad de lo novelesco queda perfectamente definida: la alcoba en penumbra, el sonido de las nueces y de las anillas de la cortina, el forcejeo, la cabeza de ella en la almohada: detalles concretos, artesanales, que son los que arman y estructuran la escena. Cuando Esch llega al orgasmo, cuando fluye sin fin en ella, también su conciencia comienza a fluir, y la narración, con una gran elegancia, se desvía hacia un cierre entre lírico y filosófico. Rosario y el narrador de Los pasos perdidos se deseaban, y no perseguían sino la posesión gozosa de los cuerpos. Pero Esch y Hentjen no se desean, y no buscan la efusión amorosa sino algo más: es un acto desesperado por parte de los dos. Ella porque se rinde y termina aceptando el papel pasivo, abnegado y fatal de la mujer ante la voluntad imperiosa del macho. Cuando defiende la habitación o las nueces, está defendiendo la soberanía de su soledad. Él, porque a través del cuerpo de Hentjen, busca la posesión del todo, de lo absoluto: aquello que puede dar un sentido pleno a la vida de ambos. Unas páginas más adelante, el autor nos cuenta la vida amorosa, y ya rutinaria, de los dos. Hacen el amor sin hablar, “porque en el mutismo se esfuma el pudor, y solo la palabra ha creado la vergüenza”. Ella sigue defendiendo su soledad, y para él, ella “está más allá de la hermosura y de la fealdad, de la juventud y de la vejez; constituye para él únicamente la misión silenciosa de redimirla conquistándola”. Es decir: arrancándole un suspiro, un gemido de placer, una palabra de aceptación. Pero Mamá Hentjen sigue callada, porque solo así puede aceptar el impudor, tumbada en la cama, incitándolo con su silencio y su “inmovilidad animal”.

Ahora me doy cuenta de que este no es solamente un encuentro erótico triste: es también y sobre todo un acto de amor metafísico.

Hay tantos momentos eróticos memorables, que uno en estos momentos se queda indeciso, sin saber a qué atender. Me acuerdo por ejemplo del arranque de El tambor de hojalata, de Günter Grass, del modo tan fantástico en que fue concebida la madre de Óscar, pero al mismo tiempo se me viene a la cabeza la historia del idiota que se enamora de una vaca. El idiota se llama Ike y es un personaje de El villorrio, de Faulkner. El erotismo en Faulkner es una fuerza sombría y a veces destructora. También en El villorrio aparece una de las mujeres más extrañas y terribles de la literatura. Se llama Eula, y es un personaje al que el autor, desde el principio, le da una dimensión mítica. Es Venus, es la encarnación fatídica del deseo, el poder ciego del instinto, la abeja reina en torno a la cual las estirpes aseguran su permanencia. Eula tiene once o doce años y ya para entonces “su aspecto sugería alguna simbología sacada de los antiguos tiempos dionisíacos: miel bañada por la luz del sol y uvas a punto de estallar, la retorcida sangría de la vid ya fecunda pisoteada por la pezuña dura y rapaz de la cabra”.

Es muy perezosa. Tardó más de lo corriente en aprender a andar, y lo que más detesta en el mundo es moverse. Los dos mejores atributos que Faulkner reserva para ella son la exuberancia y la inmovilidad. La transportan en un cochecito de niño, que es el primero que se ha visto por la zona y que resulta tan grande como un pequeño carruaje. Hasta los cinco o los seis años, la transportaba en brazos un criado negro. Eula, su madre y el criado semejaban “el rapto de una sabina con el extraño aditamento de una dama de compañía”.

A mí me maravilla cómo Faulkner enriquece a sus personajes con referencias mitológicas sin que la realidad primaria pierda su independencia y su pureza. Eula nunca supo jugar. No tuvo compañeras de juego ni amigas íntimas e inseparables. Otro de sus atributos es la soledad a que la condena el terrible ascendiente sexual con el que ha nacido. Cuando va a la escuela, la han de llevar y traer a caballo, porque su exuberancia y majestad le impiden moverse por sí misma. La falda entonces se le sube y lo que se ve es algo “tan profunda y gigantescamente desnudo como la cúpula de un observatorio”.

Todo en ella es enorme, anormal. Unido eso a su inmovilidad, nos sugiere, en efecto, una abeja reina, o una de esas arañas hembras cuyo tamaño excede monstruosamente al de los machos. Por donde pasa, los hombres enloquecen, como ocurre con Remedios, la Bella, de García Márquez. Cuando entra en la escuela, “solo con recorrer el pasillo entre los pupitres los transformaba, a ellos y a los bancos, también de madera, en un bosquecillo de Venus”.

Y el maestro, que es un joven que conserva una fe noble y antigua en la educación, en el prestigio del humanismo (porque es, sin duda, Hipólito, el símbolo del estudio y de la castidad), al verla por primera vez comprende que, a partir de ese instante, habrá de entablar consigo mismo una lucha titánica para no sucumbir a la violencia de aquella fuerza destructora y atávica. Y en torno a esa lucha se desarrolla casi toda esa parte de la novela. Él estudia con fervor a Homero y a Tucídides, pero su fervor libresco es inútil, porque como él bien sabe:

Eula proclamaba la sensualidad sin restricciones de las diosas mismas de su Homero y de su Tucídides: la cualidad de ser al mismo tiempo corrompida e inmaculada, virgen y también madre de guerreros y de hombres en plena madurez.

Corrompida e inmaculada, en efecto, como las diosas griegas, así es Eula. Su historia, y la del maestro, y la del malvado Snopes, el Vulcano cojo de aquella Venus, que se casa finalmente con ella, es uno de los relatos más profundos y apasionantes que se hayan escrito nunca sobre esa contienda, siempre trágica, entre la fuerza de los instintos y la voluntad de escapar a ellos oponiéndoles la razón, el estudio, la soledad y la virtud.

Y, como ya me estoy alargando mucho en esta relación apasionada y farragosa, quiero dedicar las últimas líneas a recordar el beso más sutil y licencioso del que tengo noticias. Es de Álvaro Cunqueiro y viene en Vida y fugas de Fanto Fantini, y los protagonistas son Fanto y doña Cósima. Están en la mesa los dos y el marido de doña Cósima, que es un burguesón perfectamente domesticado. El marido se adormece y quedan frente a frente el galán y la dama:

“Iban y venían las sonrisas y las miradas, los labios se abrían para decir y se quedaban mudos, las manos avanzaban a través de la mesa, buscando encontrarse, pero se quedaban a medio camino, disimulando su voluntad de caricia en el pie de una copa, o en una de las rosas que fingían una guirnalda en los manteles. Doña Cósima bebió un sorbo de malvasía, y vigilando los párpados cerrados de su señor y esposo, la fue empujando hacia el centro de la mesa. Hizo lo mismo Fanto con la suya. Cambiadas las copas, puedo decir que los dos amantes, por vez primera, se besaron, cristal de Murano por medio. El marido roncó estrepitoso, y su propio ronquido le despertó”.

Y no quiero acabar sin un recuerdo para Casandra y Federico, que en El castigo sin venganza, de Lope, protagonizan uno de los mejores incestos escritos en español, junto al de Rebeca y José Arcadio hijo en Cien años de soledad (“Ay hermanita, ay hermanita”, susurra él mientras comienzan las caricias), o el de Fonchito y doña Lucrecia en Elogio de la madrastra, de Vargas Llosa, y supongo que algún otro que no recuerdo ahora. Y un recuerdo también para las mujeres de Kafka, que es un escritor más erótico de lo que suele creerse: no hay más que leer el capítulo 3 de El proceso (Primera investigación), donde el discurso de Josef K. en la sala del juicio abarrotada de gente es interrumpido por el chillido agónico de un orgasmo: un hombre le está haciendo el amor a la lavandera y esposa del conserje, de pie, rodeados por un corro de curiosos, y ante la indiferencia del resto de la muchedumbre que puebla la sala. Es acaso la escena erótica más pública y notoria que se haya escrito nunca. Y en El castillo, también en el capítulo 3, K. y Frieda hacen por primera vez el amor entre charcos de cerveza y restos de basura, y rodando por el suelo van a chocar contra la puerta tras la cual está Klamm, el poderoso amante de Frieda, y no solo eso, sino que ella, enloquecida por la pasión, golpea en la puerta y grita: “¡Estoy con el agrimensor!, ¡estoy con el agrimensor!” O Brunelda, en América, cuyos encantos atraen a los hombres tan fatalmente como la Eula de Faulkner o la Remedios de García Mázquez. Y un recuerdo para tantas otras que me han hecho vivir momentos inolvidables de pasión. Pero, sobre todo, para la pobre y admirable Antígona, a quien la abnegación filial en Edipo en Colono, y luego el deber moral en la obra que lleva su nombre, le impidieron conocer los gozos del amor. Estas son sus últimas palabras:

“Y ahora la muerte me lleva, tras cogerme en sus manos, sin lecho nupcial, sin canto de bodas, sin haber tomado parte en el matrimonio ni en la crianza de los hijos, sino que, abandonada por los amigos, infeliz, me dirijo viva hacia los sepulcros de los muertos”.

Antígona es la doncella a la que el destino le niega las dulzuras amorosas, y esa usurpación forma parte también de su carácter trágico.

Y una cita final para cerrar este desordenado devaneo de lector. Son unas palabras de Zorba en Vida y hechos de Zorba el griego, de Kazantzakis:

“Porque, joven señor, aquel que pudiendo acostarse con una mujer no lo hace, comete un gran pecado. Si una mujer te invita a compartir su lecho, y tú te niegas a satisfacer su deseo, ¡pierdes el alma! Esa mujer lanzará un gran suspiro el día del gran juicio de Dios, y el suspiro de esa mujer bastará para echarte de cabeza al infierno. Si el infierno existe, no me libro de caer en él, y la única causa de mi perdición habrá sido esta. ¡No por haber robado, asesinado, cometido adulterio, no, no! Todo eso no significa nada. Dios lo perdona. Pero ha de precipitarme en el infierno sólo porque una noche una mujer me esperaba y yo no acudí…”

Ese es, pues, para Zorba, el único pecado que Dios no perdona. Pero quizá aquí empezamos a invadir el territorio inviolable de la realidad objetiva. La realidad de la vida, en la literatura, no permite su propio reflejo. Y, a propósito de la realidad, y ahora ya si acabo, ¿qué nos deparará hoy la realidad?, ¿qué nos deparará la realidad esta misma tarde? ¿Y esta noche, qué nos tendrá reservado la realidad esta noche? Bueno, en el peor de los casos, yo te deseo, lector, que tengas sueños apacibles.

Vía | Revista Cultural Turia

2 pensamientos en “Devaneos de lector (Luis Landero)

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