Archivo de la categoría: Literatura Inglesa

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Algunas formas de amor (Charlotte Mew)

Cristina me puso en la pista de este libro de relatos. Son cinco, escritos por Charlotte Mew (1869-1928), de la cual se ha publicado poco o nada en España. En Cuentos de amor victorianos publicados por Alba en 2004, aparecía Algunas formas de amor precisamente el relato que da título a este libro.

En vida Charlotte publicó un centón de poemas y escribió 20 relatos y se granjeó el reconocimiento de Henry James, Virginia Woolf o Thomas Hardy. A ver si alguna editorial se anima, Periférica por ejemplo, a seguir publicando los relatos inéditos de Mew. Aquí, como bien recoge el título todos los relatos son recorridos por aquello que entendemos por amor. Si bien, a finales del siglo XX, el amor, para hombres y mujeres presentaba unas características que hay que adecuar al contexto.

Lo interesante de la propuesta es que el amor muestra aquí toda su potencialidad proteica y si en alguno de ellos cunde el fatalismo, o más bien la imposibilidad, ante ese amor que no pasará de platónico, que se mantiene ahí latente, sin hacerse patente como en “Una puerta abierta”, donde una mujer desafía lo imperante para alejar el compromiso matrimonial e irse de misiones, con un fatal desenlace como se verá o en “Algunas formas de amor” donde un hombre se debate entre el amor hacia dos mujeres, opuestas, una en la flor de la vida y la otra en las últimas, ante la cual ha contraído un voto indelegable, que se ve conminado a cumplir, en otros relatos superando las constricciones sociales dos viudos se permiten darse otra oportunidad, por ejemplo en “Mortal fidelidad”. El detalle de las siemprevivas supone un broche perfecto, lapidario.

Hay espacio a su vez para ese amigo que se encapricha o enamora de la prometida de su amigo en “El amigo del novio”, donde sus prejuicios se irán desvaneciendo ante esa mujer que al principio se le antoja una marioneta y va cambiando ante sus ojos, ganando espacio en su corazón, pasando de lo estético a una razón de ser (la suya) y de estar con ella, pero que no llega a consumarse. De nuevo, la imposibilidad y una relación pareja, triangular, que es similar a la presente en “La esposa de Mark Stafford”, donde Kate se debate entre dos hombres que la pretenden, dando calabazas a unos y a otros, comprometiéndose y luego haciendo la cobra para finalmente acabar de una manera abrupta, irremediable, a muy temprana edad.

Leyendo sobre la vida de Mew la podemos calificar de infausta. Parece ser que se suicidó bebiendo desinfectante, que estuvo enamorada en su infancia, adolescencia y edad adulta de escritoras que no le correspondieron. Varios hermanos suyos murieron de niños, su padre murió cuando ella era joven, su madre cinco años antes que Mew, su hermana, un año antes.

Leo por ahí que Mew estaba trastornada. Quizás fuese ese trastorno la mar agitada que batía con fuerza en su interior desde siempre (su particular sobrevivir a la vida), la que agudizó y aceró su mirada, la que exaltó sus sentidos, abriéndola a una introspección que se despliega y campa a sus anchas por estos relatos, delicados, morosos, plagados de sutilezas y matices. No sería el suyo un trastorno del manotazo, del rompe y rasga, de la voz en grito, sino el de la obsesión por la escritura, el de la literatura que permite ser otra y muchas, camino también de conocimiento, conciencia y redención.

Periférica. 2018. 232 páginas. Traducción de Ángeles de los Santos. Postfacio Liborio Barrera

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El espejo del mar (Joseph Conrad)

Aviso a navegantes. No es este un libro sólo para los amantes del mar. Es apto y muy recomendable para todo aquel que quiera gozar de la buena literatura. A Conrad se le vincula al mar, como si Conrad solo hubiera escrito novelas marinas. Craso error. Sin embargo, El espejo del mar (publicado por Ediciones Hiperión en 1981; hay libros que cuando uno recupera del depósito tiene la impresión de tener entre sus manos un derrelicto, uno de esos libros a la deriva que flotan en el limbo del olvido), ya desde el título sí que recoge todas las reflexiones que Conrad atesoró durante las dos décadas que ofició en la mar. La traducción, obra de Javier Marías es espléndida. El prólogo a cargo de Juan Benet incita a leer a Conrad y a Marías. Ante semejante triplete de jotas uno solo puede dejarse llevar. En este libro uno encontrará la opinión que Conrad tenía ya fuera sobre las dársenas del puerto de Londres, la importancia del ancla, las recaladas y partidas, las distintas clases de viento que recorren el globo terráqueo, o cómo el vapor reemplazó la forma de navegar que él conoció: a vela. Sus palabras obran como su particular homenaje a un mundo ya extinto. Muchas de las personas que Conrad conoció en sus travesías, que compartieron oficio con él o no, veremos que pasan a poblar sus relatos o novelas (el último capítulo que cierra el libro, titulado El Tremolino, de corte autobiográfico y muy divertido), en las que Conrad desplegó todo aquello que había experimentado en la escuela -o universidad- del mar, sus recuerdos e impresiones sobre el misterio y el ministerio marino. Un amor el que aflora aquí, no hacia el mar, sino hacia los barcos, en los cuales se cifran las esperanzas humanas. Barcos a los que Conrad dota de cualidades humanas.

Poco tiene el mar de sentimental, más allá de las ensoñaciones rosicleras de los poetas. El mar se alitera fácilmente en el mal y Conrad lo sabe y así nos lo hace leer en estos dos párrafos magistrales.

Pese a todo lo que se ha dicho sobre el mar que ciertas naturalezas (en tierra) han manifestado sentir por él, pese a todas las celebraciones de que ha sido objeto en prosa y en verso, el mar nunca ha sido amigo del hombre. A lo sumo ha sido el cómplice de las inquietudes humanas, desempeñando el papel de peligroso instigador de ambiciones mundiales. Incapaz de ser fiel a ninguna raza al estilo de la amable tierra, inasequible a la huella del valor y del esfuerzo y de la negación, no reconociendo la irrevocabilidad de dominio alguno, el mar jamás ha abrazado la causa de sus señores como esos suelos que mecen las cunas y erigen las lápidas funerarias de las naciones victoriosas de la humanidad que han arraigado en ellos.

Veía el verdadero mar, el mar que juega con los hombres hasta descorazonarlos y desgasta resistentes barcos hasta matarlos. Nada puede conmover la meditabunda amargura de su alma. Abierto a todos y a nadie fiel, ejerce su fascinación para perdición de los mejores. Amarlo no es buena cosa. No conoce vínculo de palabra dada, ni fidelidad a la desgracia, a la vieja camaradería, a la prolongada devoción. La oferta de su eterna promesa es espléndida; pero el solo secreto de su posesión es la fuerza, la fuerza: la celosa, insomne fuerza del hombre que guarda bajo su techo un tesoro codiciado.

Era esta una de esas lecturas que quería llevar a buen puerto hacía ya tiempo. Una vez cumplido el objetivo me he quedado muy a gusto, con lo que he leído (o escuchado, para decirlo con Józef Teodor Konrad Korzeniowski). Constato que mi idilio con Conrad (tras haber leído muy recientemente El copartícipe secreto y Amy Foster) sigue viento en popa a toda vela.

Tony Judt

El refugio de la memoria (Tony Judt)

Tony Judt (1948-2010) murió dos años después de ser diagnosticado de ELA. Antes de morir, menoscabado por una enfermedad que le imposibilitaba escribir, pero no seguir pensando, irá dictando sus textos. Así publicará Algo va mal, de marcado contenido político.

En El refugio de la memoria, con traducción de Juan Ramón Azaola, escrito también en sus postrimerías, Judt a modo de testamento, pensado en un principio como una carta hacia su mujer y sus dos hijos adolescentes hace un repaso de algunos momentos cruciales de su vida que en gran medida lo han conformado y que tan bien cifran el mundo que conocieron los nacidos a finales de los años 40 del siglo pasado. Judt nos pone al hilo de su enfermedad, en el capítulo Noche, muy consciente de lo que se le avecina y de la manera en la que se irían desarrollando los luctuosos acontecimientos (para muestra, lo que refiere de lo largas y tediosas que se le hacen las noches, en su soledad o esos picores que lo desesperan, en los albores de la enfermedad) a la par que su cuerpo se debilita, fortalecerá su mente, y creará en su cabeza, el refugio de la memoria: un surtido escaparate profuso en experiencias, de las que Judt echa mano para pergeñar esta amena, emotiva y sucinta autobiografía desarrollada a lo largo de 25 capítulos.

Los recuerdos que evoca Judt son prosaicos, poco alardea de su notoriedad como historiador, en especial la que le acarreará la publicación de su monumental libro Postguerra, publicado en 2008, y que nos permitió a muchos lectores conocer mejor el desarrollo de Europa tras la Segunda Guerra Mundial -no sólo la occidental, sino también (y ahí está la novedad) la oriental, con el auge y caída del bloque comunista- y se centran en la evocación de las comidas y su predilección por la comida india, las primeras veces que recorrió sólo , muy de niño, Londres en autobús, la austeridad que reinaba en su casa en los años de la posguerra (los ricos mantenían un prudente perfil bajo. Todo el mundo tenía el mismo aspecto y se vestía con los mismos tejidos: estambre, franela o pana), la querencia de su padre por los coches, por los Citröen en especial, o la manera en la que Judt captaba la cultura y la sociedad de un país, a través de sus trenes y de sus estaciones.

Tony Judt

Tony Judt

Ante una educación cada vez más laxa y a la baja en sus contenidos didácticos, Judt reivindica la figura de Joe Craddock, misantrópico profesor de alemán, en principio temido, que se convertirá a la larga en el mejor profesor de Judt, valorando éste a toro pasado, el haber sido bien instruido. Sigue leyendo

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El fantasma de Canterville (Oscar Wilde)

El fantasma de Canterville, publicado en 1887, supone una vuelta de tuerca en la fantasmagoría libresca, por obra de Oscar Wilde (1854-1900), que nos presenta a un fantasma por el que acabaremos sintiendo lástima.
Una familia burguesa americana compra un castillo con fantasma incluido en la campiña inglesa, cuya presencia fantasmal no les arredra en absoluto, más bien al contrario, les resultará un entretenimiento, pues el centenario fantasma de Canterville tendrá que lidiar con toda clase de obstáculos, chanzas, afrentas físicas y psíquicas por parte de esta familia que se pitorreará de él a la cara y que no se lo tomará nada en serio. Un fantasma que a pesar de tener dones como la capacidad de atravesar muros y cualquier otro objeto, y la inmortalidad, también sufre el achaque de los huesos y las asechanzas, por ejemplo, de la humedad.
Superando el humor que recorre todos los acontecimientos del relato, el broche lo pone un final donde el amor está por ver si es lo que media entre la vida o la muerte, o si es lo que remeda a esta última, cuando Virginia, una de las inquilinas, con toda su pureza, juventud, bondad y amor, logre devolver al fantasma a manos de la muerte, a fin
de que esté alcance de una vez por todas el descanso que anhela.

Oscar Wilde en Devaneos
El Niño Estrella
El arte de conversar
La decadencia de la mentira. Un comentario