Archivo de la categoría: Libros

herzog

Herzog (Saul Bellow)

Saul Bellow
Galaxia Gutenberg
450 páginas
2012

Herzog convirtió a Saul Bellow en un escritor famoso y millonario y lo puso en el camino del Nobel, que obtendría en 1976. Algo sorprendente dado que Herzog no se me antoja como una novela fácil, ni un bestseller al uso.

Herzog a día de hoy es ya todo un personaje en el mundo de la literatura. La figura de ese profesor de filosofía en crisis, delirante, cuya angustia existencial puede abocarlo al nihilismo, empecinado en escribir misivas a vivos y a muertos; cartas que no envía y que a menudo son poco más que composiciones mentales; la guerra sin cuartel que lleva a cabo con una de sus ex mujeres, una tal Madeleine, y esa posibilidad de enmienda, de reconstrucción, de abrazarse a la cordura, lejos de la civilización, en una población rural, donde apaciguar ese runrún interior, esa ansia, el fragor existencial que lo atormenta y alienta, para acabar sin tener nada que decir, sin tener que ofrecer ningún mensaje a nadie es el colofón a una novela soberbia.

Bellow echó mano de su divorcio para sustanciar la relación de Herzog y Madeleine, una relación que deja de serlo para devenir un infierno psicológico, acrecentado con la hija que ambos tienen en común, lo que da pie para mostrar el reverso del cariño, cuando la divisa post matrimonial es el odio, el rencor y la venganza. Todo esto Herzog lo refiere con ironía, asumiendo sus errores, su patetismo, su incapacidad de trasladar ese mundo puro de las letras, al mundo real de los sentimientos encontrados, de los deseos incumplidos, de la insatisfacción como el pan nuestro de cada día que amarga el porvenir.

Le secundan en su vía crucis personajes muy bien construidos como Valentine Gersbach, su mejor amigo, que acaba liándose con su mujer, o su abogado Sandor Himmelstein, que le permiten a Bellow ofrecernos unos diálogos corrosivos e hilarantes.

Bellow lleva las situaciones al límite, alimenta la tensión, y no rehuye mostrar a sus personajes tal como son, con sus luces y sus sombras, así, mientras vemos la inquina que Herzog siente hacia Madeleine, ese odio que solo desaparecería con la extinción de la misma (un sentimiento que parece ser recíproco), a su vez empatizamos con la ternura que Herzog siente hacia su hija, con la que se verá experimentando una situación que dista mucho de la típica escenita padreseparado-hija donde el simulacro de la episódica felicidad parental se enmarca en un zoo, en un acuario, en un centro comercial y no en una comisaría, donde el padre deja de ser dios para acercarse más a un mendigo, donde el hombre toma conciencia de su vulnerabilidad, donde la realidad ya no es un libro, ni un razonamiento, sino la posibilidad de acabar en la trena.

La gran ilusión

La gran ilusión (Mika Waltari)

Mika Waltari
2015
228 páginas
Gallo Nero
Traducción de Luisa Gutiérrez

Esta novela del finés Mika Waltari leo que fue rebautizada como El gran Gatsby finlandés. Así que antes de dar mi parecer he decidido leer El gran Gatsby a fin de comparar, y en algo se parecen, pero escasamente.

La gran ilusión, que da título a la novela, es el amor que Hart, el narrador, siente por la inalcanzable Caritas, un amor no correspondido que se verá agravado en su ninguneo por el amor que Caritas siente por Hellas, el mejor amigo de Hart. El clásico «podemos ser amigos«, que es como hacer pasar el corazón por un embudo.

La novela transcurre en Helsinki en su comienzo y posteriormente en París, tras la finalización de la Gran Guerra, donde parece que todo está por hacer, o por rehacer, y el libro en este sentido más que un individuo, nos plantea una colectividad, una voz que narra que es un nosotros, porque Hart viene a ser la voz de una generación que tras el delirio bélico mundial no sabe bien qué modelo de sociedad quiere, toda vez que el resultado de la guerra según Hart deja una sociedad débil, enferma, apocada. Algo que luego algunos tratarían de enmendar malamente a través del nazismo, con la primacía de la raza blanca, la pureza de sangre, la pretendida sociedad fuerte, vigorosa y sana y que llevó de nuevo a Europa al borde del precipicio tres décadas después de finalizar la Gran Guerra.

Resulta curioso leer como en un momento Hart charla con un alemán que le dice que es imposible que haya una nueva guerra, que los alemanes ya han aprendido la lección, que la violencia no es el camino, un razonamiento que a la sombra del Tratado de Versalles muchos alemanes no compartirían, como hemos podido comprobar, en el futuro.

La novela mezcla el amor incandescente con un sentimiento de angustia, el que experimenta Hellas en pos de su autodestrucción, del regodeo en su sufrimiento, como si la única manera de superar cierto malestar, fuera aboliéndolo de una manera radical. Exitus y punto final.

Con respecto al Gran Gatsby La gran ilusión comparte ese tono frívolo, epidérmico, propio de esas clases altas que ahogan sus naderías en champán caro, se visten con caros ropajes, y dejan que sus conversaciones se agosten tan rápido como lo que dan de sí sus cerebros abotargados por el alcohol y su estupidez inmanente . Si Gastby es todo un personaje, que los demás construyen a base de habladurías, dimes y diretes, aquí los personajes están mejor definidos, sufren más, su dolor es más real, y el sentimiento trágico que desbasta a Hellas casi se palpa.

El amor que Hart siente por Caritas es exaltado, pueril, un arrebol abrasador que a ratos chirría en su desmesura, en sus hechuras hiperbólicas, pero que teniendo en cuenta que esta novela la escribió Waltari sin haber cumplido los veinte años, tiene un pase y que dicho sea de paso me ha gustado bastante más que la novela de Fitzgerald.

Malcom Lowry
Devaneos.com

Detrás del volcán (Malcom Lowry)

Malcom Lowry
Gallo Nero ediciones
115 páginas
2013
Prólogo de Patricio Pron
Traducción: Raquel Morillo

Este libro es un conjunto de epístolas. La más larga es la que Malcom Lowry dirige a su editor Jonathan Cape, quien tras haber dejado en manos de un lector la valoración de su novela Bajo el volcán, sugiere a Lowry unos cambios en la misma de cara a su publicación.

Hay también una carta de la mujer de Lowry, Margerie, que me resulta muy ilustrativa en tanto en cuanto cifra muy bien la pasión creadora de todo escritor y en la que dice:

Te aseguro que solo una persona cuya total existencia es su obra, alguien que ha dominado y controlado el volcán que hay en su interior, a costa de un sufrimiento que ni siquiera yo comprendo del todo, podría haber escrito un libro así.

Lowry en una extensa carta defiende su obra con valentía, capítulo a capítulo, ponderando las virtudes de su novela, el sentido de cada capítulo, cada uno de ellos una unidad en sí mismo, las distintas capas de significación que atesoran, las múltiples relecturas que exigiría su novela, que permitirían leerla un número indefinido de veces sin agotarla y sale al paso de las acusaciones de que ciertos momentos de la novela resulten tediosos o de la escasa entidad de sus personajes; un tedio que le permite a Lowry reflexionar sobre el uso básico del tiempo, y cómo se maneja de distinta manera en el cine y en la literatura, toda vez que Lowry cree que su obra no requiere ningún montaje, dado que tal como ha sido entregada por él, su novela está ya dirigida y montada.

Es muy interesante ver a un escritor defender con argumentos de peso su obra, la cual le llevó 12 años escribir y que le supuso el rechazo a ser publicada por parte de una docena de editoriales, y comprobar la distancia, a veces insalvable, que media entre lo que el escritor vierte en una novela y lo poco que a veces captamos los lectores, ante obras complejas como ésta de Lowry, de la que el autor afirma que debe ser releída más de una vez, lo cual tampoco aseguraría la absoluta comprensión de todos sus detalles por el lector.

Como decía William Gass en el prólogo que escribió para Los Reconocimientos de Wiliam Gaddis, Lowry afirma también que su novela debe leerse en bucle, esto es, acabar la novela para ir a su comienzo y enriquecer lo leído con otra relectura.

Los que miran

Los que miran (Remedios Zafra)

Remedios Zafra
Fórcola ediciones
2016
142 páginas

Hablar de duelo en la literatura es hablar de un género propio. Tenemos múltiples escritores cuyas obras les han servido para rendir tributo a sus hijos, maridos, mujeres, etc. Todos ellos muertos. En Diario de una viuda Carol Joyce Oates se ocupaba de su marido. Rosa Montero hacía lo propio en La ridícula idea de no volver a verte. Piedad Bonnet recordaba a su hijo muerto en Lo que no tiene nombre. Sergio del Molino nos relataba la pérdida de su hijo de corta edad en La hora violeta.
En Cuaderno duelo, Miguel Á. Hernández recordaba a sus padres, y María Virginia Jauja en Idea de la ceniza, nos hacía también partícipes de su duelo ante la pérdida de su pareja.

Remedios Zafra en Los que miran acomete la muerte de su hermano Manuel. Ante la pérdida de alguien querido, el dolor es parecido, similar la pena, infinita la ausencia, y no le veo al asunto mucha originalidad.

Remedios no se deja llevar por el sentimentalismo, más bien resulta franca y directa y se define a sí misma como mujer-dañada, y a pesar de que este libro le servirá para fijar sus recuerdos y para rendir tributo a la memoria de su hermano, éste, resulta una presencia muy velada, tanto que cuando Remedios parece que nos va a contar algo sobre él, emplea el código de los puntos suspensivos, un paréntesis pespunteado de varias páginas con alguna palabra náufraga entre medias, en el que nos pide que estemos con ella, que la acompañemos.

Dicho y hecho.

El duelo lo es a dos bandas. Una hermana dolida y un huérfano, su hijo León, que se va internando cada día en su nueva condición. Ahora sin padre, y anteriormente sin un madre que ya murió.

Remedios crea correspondencias entre lo real y lo cibernético (plasmado por ejemplo en el amor-máquina, en la relación que mantiene con J.), si acaso no son lo mismo (lo que le lleva a pensar en un dios tecnólogico, en mirar el cielo y pensar en satélites, en lugares donde siempre haya cobertura, o donde uno siempre pueda cargar las baterías…), y reflexiona, y para mí es lo mejor de la novela -que es más un ensayo- sobre todo ese concepto de comunidad, de masa, de tribu, ante un mundo conectado de modo permanente, donde lo sólido (que ahí podría ser pienso, el peso de una ideología, la firmeza de un argumento) deja paso a lo líquido, donde la atención de esa masa virtual se centra en un asunto concreto, en algo que será un trending topic en un momento determinado, para acto seguido pasar a otra cosa, desviando así el interés, hacia otra cosa, hacía algo otra vez novedoso.

Ante la aparente cultura del ver, lo que triunfa según nos dice J. es una cultura de la ceguera, donde es fácil dejar de ver aquello que nos molesta o incomoda, simplemente bloqueando, con un off, un out, un invisibilizando, un cerrar, un salir. Algo que resulta fácil de comprobar en redes sociales como twitter donde una reseña nada complaciente, o asuntos incluso más pueriles conllevan bloqueos, invisibilidades o similares.

Remedios tampoco aparta la mirada, cuando habla de la empresa SPMV (Servicios para modificar la Vida), la cual le permitiría que su nombre no fuera maltratado en las redes sociales, o bien posicionar buenas críticas, encumbrando en definitiva a muchos frívolos y necios sin alma. Una ficción muy verosímil que uno comprueba a menudo, a nada que navegue en las cenagosas aguas virtuales.

Y creo que Remedios da en la diana con una cita de Umberto Eco con la que abre un capítulo que dice así:
[…] actualmente, a medida que tantos luchamos con la manera de definirnos en el mundo moderno, existe una amenaza mayor que la pérdida de privacidad: la pérdida de visibilidad. En nuestra sociedad hiperconectada, muchos de nosotros sólo queremos que nos vean.

Será este libro muy cibernético y excéntrico, pero hay algo que palpita, quizás un corazón de un humano-máquina o de una máquina-humano, a saber, pero si a veces uno no puede apartar la vista de algo que nos fascina, como ver a unos leones zampándose una cría de elefante, tampoco a veces es fácil apartar la mirada de un texto cuyo interés va mucho más allá del duelo mortuorio.

Como decía Jauja en su novela Idea de la Ceniza, ante ese duelo la pregunta no es “qué muere o quién muere, sino qué, de toda esa experiencia, sobrevive”.

La literatura en estos casos quizás sirva para eso, para vivificar, rememorar, exhumar, retener, impedir en definitiva que el rostro de la persona amada llegue a desdibujarse, a velarse de tal modo, que ya sin poderlo «ver» y reconocerlo, muera ya del todo en nosotros.