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El compromiso (Serguey Dovlátov)

El compromiso (Serguey Dovlátov)

Caminando por Santander a la altura de la Plaza Pombo y atraído como una fanela por la luz de una bombilla frente al escaparate, me adentré en la librería Gil. Mientras pasaba las yemas de los dedos por las portadas y lomos de los libros situados en las estanterías de la primera planta pensaba lo bien que estaría (como concursante) un programa en alguna cadena -irremediablemente la 2- de esos de telerrealidad, que tuviera por escenario una librería en la que doce concursantes permanecerían 40 días encerrados allá dentro dedicando las horas muertas, que serían casi todas, a leer lo que les viniera en gana, tan sencillo como estirar el brazo y echar mano del libro que les pluguiese. Luego, en un confesionario cada cual al final de la jornada daría cuenta de aquello que hubiera leído, haría sugerencias, propondría lecturas y a la noche en lugar de edredoning, los más viciosos harían uso de sus linternas para seguir leyendo a oscuras mientras todos duermen.

Me fui de la tienda con un libro de Dovlátov, El compromiso. La editorial riojana Fulgencio Pimentel está recuperando la obra de Dovlátov (Oficio, Retiro, La maleta, Los nuestros) pero antes, editoriales como Ikusager pusieron a nuestra disposición las novelas de este titán ruso. Esta data de 2005.

Este año leí Los nuestros de Dovlátov y compruebo que mi entusiasmo se renueva cada vez que lo leo. Esto lo afirmo ahora después de haber leído El compromiso que creo que es el libro suyo que más he disfrutado hasta la fecha. Una novela breve de apenas 180 páginas.

El compromiso son doce capítulos desopilantes en los que Dovlátov recuerda los años en los que ejerció de redactor en Tallin, en la Estonia soviética, entre 1973 y 1976, antes de exiliarse a los Estados Unidos donde moriría en 1990 con 49 años.

Dovlátov en estas crónicas periodísticas se ríe de todo y de todos pero es un humor el suyo que no abunda en el sarcasmo sino que en el mismo anida la ternura de una humanidad esperpéntica a la que Dovlátov saca punta y analiza con escalpelo, sin recrearse en las miserias humanas, tratando más bien de comprender y asumir que de censurar o reprobar los actos que nos mueven y conmueven y entre agudas reflexiones (la libertad no consiste en lograr superar el miedo sino en no tener que ser víctima de ese miedo. Dovlátov es consciente de que uno iba a la cárcel, o era purgado o asesinado por cualquier menudencia), aforismos para enmarcar, diálogos descacharrantes, melopeas continuas, aventuras disparatadas (en las que hay intercambio de cadáveres cuando toca enterrar a un director televisivo miembro de la nomenklatura; una vaca que arroja el récord anual de litros ordeñados y que faculta a su dueña a formar parte del Partido; las celebraciones de aquellos que sobrevivieron a la represión fascista y las inevitables comparaciones entre ellos) la novela con total naturalidad, sin presunción alguna, permite hacernos una ajustada idea de cómo podía ser la vida (gris) en un país de la órbita comunista bajo un orden de hierro, en el que a pesar de todo figuras como Dovlátov, con su disidencia diaria, lograrían poner negro sobre blanco el absurdo y la gran mentira en la que se refocilaban todos ellos.

Dovlátov consigue, y este es su mayor logro, convertir lo que en apariencia no son más que un puñado de anécdotas divertidas en una obra literaria con entidad y profundidad, arrostrando y tamizando lo trágico con el cedazo del humor y la ironía.

Ikusager Ediciones. 2005. 184 páginas. Traducción de Ana Alcorta y Moisés Ramírez

Dovlátov en Devaneos:

Retiro
La maleta
Los nuestros

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Los nuestros (Dovlátov)

Hay itinerarios literarios como la obra de Dovlátov que quiero seguir recorriendo. Empeño factible gracias a la labor de la editorial riojana Fulgencio Pimentel que ha rescatado del olvido y publicado en castellano hasta el momento cuatro libros del autor ruso: Retiro, Oficio, La maleta y Los nuestros.

El único a quien quisiera parecerme es a Chéjov decía Dovlátov y con este comparte su gusto por el detalle, como se aprecia bien en este libro que mediante capítulos breves, elabora una especie de autobiografía familiar, de lo más granado, como recoge Tania Mikhelson en su artículo ¿Quiénes son los nuestros?, a saber: Un tío vigoréxico, otro occidentalizado indiferente a todo lo que no sean los pequeños placeres burgueses, un funcionario gris domesticado por el régimen, una tía correctora de estilo y su hijo héroe del proletariado, llamado a un eterno retorno como delincuente. Una madre sufrida y obsesionada con la higiene. Un padre desorientado y fatuo, escritor de intermedios cómicos. Una esposa indolente, casi muda. Y una hija sin excesivo talento, desdeñosa de su infeliz progenitor. Por último, una perrita, quizá el único ser inequívocamente digno del relato. Doce, en total, trece si contamos a su hijo recién nacido.

En los relatos destila el humor absurdo ya desde el comienzo con las andanzas de su bisabuelo Moiséi y prosigue cuando leemos la peculiar historia de amor y convivencia con la imperturbable Lena; también la ironía, la mordacidad, el sarcasmo, el chiste, lo bufonesco, la crítica al régimen comunista, un desencanto cristalizado en una descarnada lucidez que conforma el estilo, la marca de agua, de Dovlátov.

Y, sin embargo, en tiempos de Stalin las cosas iban mejor. En época de Stalin se editaban libros y luego se fusilaba a sus autores. Ahora no se fusila a los escritores. Y tampoco se publican libros. No se cierran los teatros judíos, porque sencillamente no los hay…

Los herederos de Stalin decepcionaron a mi padre. Les faltaba grandeza, brillo, teatralidad. Mi padre estaba dispuesto a aceptar la tiranía, pero una tiranía oriental salvaje y llena de color.

La mayoría de las anécdotas, a cual más divertida y delirante, que refiere Dovlátov tienen que ver con sus familiares pero también nos habla de sí mismo, su empeño por ser escritor y su nulo éxito (al menos durante su estancia en la URSS), finalmente el exilio de su mujer y su hija a los Estados Unidos, y posteriormente el suyo con la madre y la perra. Un sueño americano que más que acogerlo en su seno los ubicará como un quiste en el extrarradio, en la periferia, junto a otros muchos desheredados y compatriotas.

Hay diálogos, como el mantenido con su hija, que cifran el estéril reconocimiento que le llega sito ya en los Estados Unidos.

– Ahora por fin te publican. ¿Y qué ha cambiado?

– Nada… -le dije-. Nada

A pesar de lo cual los fungibles laureles acabarán ornando su testa:

Hace tiempo que soy un escritor profesional; pobre como la mayoría de los escritores serios en occidente, pero del todo respetado, y el volumen de lo escrito sobre me triplica ya lo que yo mismo he logrado escribir

Además, que en una pequeña ciudad como Logroño, casi tres décadas después de la muerte de Dovlátov se le siga leyendo, oreándolo por estos devaneos literarios, seguro que compondría en el rostro del autor una sonrisa de satisfacción y extrañeza.

Fulgencio Pimentel. 2019. Traducción y Epílogo de Ricardo San Vicente. Edición de Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea. 192 páginas

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La maleta (Serguéi Dovlátov)

Cuánta tierra necesita un hombre, se preguntaba Tolstói en una novela. Mucha menos de las que pensamos, unos 6 metros cúbicos. Cabe toda una vida en una maleta, parece preguntarse Dovlátov. Una maleta es el objeto que le permite a éste volver a su pasado. Estos artículos de Marta Rebón y de la editorial que lo publica, sirven para situarnos y conocer mejor al autor.

La maleta exigía por parte de otros lectores una reedición. Lo que ha venido a hacer la editorial riojana Fulgencio Pimentel, que anteriormente a La maleta había publicado otras dos novelas de Dovlátov: Retiro que leí y disfruté mucho y Oficio, que tengo pendiente.

Lo que me depara la lectura de esta maleta son unas cuantas carcajadas, habida cuenta del humor que gasta el autor ruso, el cual pone al mal tiempo buena cara y narra sus recuerdos buscando siempre la ironía, el punto gracioso al asunto, como cuando dice que no se puede tener ningún crédito intelectual en su país, si no se ha pisado una cárcel.
A Dovlátov, siempre crítico con lo que veía, le censuraban sus obras en su país (un artista convertido en una arista para el régimen), y este se lo tomaba todo con humor, seguía escribiendo sin parar, empecinado en ser escritor, encajando centones de rechazos editoriales, y logrará publicar lo escrito una vez afincado en los Estados Unidos.

Dovlátov se toma a chufla a sí mismo, le quita gravedad a toda situación, parece no importarle nada (pero qué páginas dedica a su mujer, y qué bonito refleja ese puyazo que de pronto le supone el amor, una foto mediante), asentado en su atracción por los bajos fondos y aquejado de una indolencia y pasotismo que no le impedirá coger la pluma ni amorrarse a la botella, para ofrecernos una novela narrada como una sucesión de recuerdos bajo la forma de relatos, que nos hacen pasar un buen rato, como si la alegría -en el caso de Dovlátov- siempre saliera a flote, bajo un estilo, una filosofía de vida más bien, que me recuerda en su humor y en sus críticas a un régimen comunista a otra novela insoslayable, Días felices en el infierno, de Faludy, también editada por Fulgencio Pimentel.

Fulgencio Pimentel. 2018. 194 páginas. Traducción de Justo. E. Vasco.