Archivo de la categoría: Antonio Cabrera

Visita a Francisco Brines en Elca (Antonio Cabrera)

Visita a Francisco Brines en Elca

Es un hecho que un hombre puede hacer que su casa
se levanten su voz además de en un valle.

Hemos venido hasta la casa escrita
y hasta la casa real.
El hombre que ha labrado las palabras
en que la casa vive, nos enseña
las estancias, los muebles, los anaqueles y los cuadros,
la atmósfera
de significaciones no atendidas
que no llegó a quedarse sus poemas
pero los envolvió.

Se ven desde el jardín montes velados,
no los montes leídos de alguna tarde clara.
Al fondo, sobre el límpido mar infantil,
se superpone el mar de este momento
como veta borrosa de neblina.
En nuestra mente abrieron sus poemas
un cielo compasivo; del cielo que ahora vemos
procede otra piedad más ceñida y estéril,
vieja seda de enero los naranjos.

¿Cómo pasan al poema las cosas que suceden?
¿Qué ocurre
después de la poesía
en el pino, en el huerto o en las rosas?

El hombre cuya voz cantó esta casa,
el que enciende sus lámparas, el que trasiega en ella,
el hombre que nos muestra las llagas del ciprés
que en un verso fue vida,
¿a qué exacto lugar nos invitó
cuando nos dijo Bienvenidos?

Corteza de Abedul. Tusquets. 109 páginas. 2016

Pepitas de calabaza

El desapercibido (Antonio Cabrera)

Los veraneantes de interior refutan a Heráclito

Antonio Cabrera

De la misma manera que algunos libros nos los meten por los ojos y parece ineludible sortearlos, otros, permanecen en las estanterías buscando un lector, y su préstamo bibliotecario se asemeja a sacar un cuerpo del depósito de cadáveres. Leer es entonces exhumar, o mejor, resucitar. Llegué a este libro por casualidad, recorriendo hileras de libros, hasta que el azar o el destino, lo puso -afortunadamente- en mis manos.

Antonio Cabrera, leo que da clases de filosofía, ha escrito unos cuantos libros de poesía, y leyendo la novela se aprecia su aprecio por la naturaleza.

El libro está compuesto por más de 90 fragmentos, bajo el aspecto de microcuentos, greguerías, poesía y prosas que fijan el interés del autor -o mejor- su mirada y los sentidos, en los paisajes en los que la vista se abisma; una mirada que registra en primera persona lo que ve, ya sean pájaros (oropéndolas, mirlos, urracas), níscalos, piedras; un mirar que registra los colores y los matices, la graduación del orto, del ocaso, de la noche.

Una mirada secundada por el tacto, por el trabajo de la piel, -frontera o cascarón- que sabe de cicatrices, de la erosión del tiempo, pero que no tiene memoria, y ahí es donde entra el autor, con sus recuerdos de la infancia y los tajos que una navaja deja en la piel, de la adultez a lomos de una vespa; una mirada agradecida hacia el pasado, pues como dice Antonio, ahí está lo que fuimos, mientras que el futuro, es algo muy parecido a lo de ahora, poco atractivo y promisorio.

Plantea asociaciones interesantes entre un trastero y la memoria, allá donde depositamos aquello que no necesitamos tener a mano, pero de lo que -como sucede con nuestros recuerdos, agradables o no- no queremos desprendernos pues son parte de nosotros.

Creo que -como le pasa al autor- a todos nos ha pasado alguna vez leer un aforismo mal, y luego comprobar que nos gusta más tal como lo hemos mal leído, que en su redacción original. Aforismos que a mí se me antojan en muchas ocasiones, materia prima para nuevos aforismos.

La filosofía impregna toda la narración, pero no una filosofía pontificante, sino una filosofía de la proximidad, de lo cotidiano, donde anida la duda, el titubeo, el quizás, el a lo mejor. Un ir contra lo establecido, contra esos axiomas repetidos sin pensar demasiado en ellos. Por eso, Canetti, Delfos, Píndaro, Séneca, es uno de mis textos preferidos del libro. O la constatación -en Conseguir– de que no vivimos en un círculo sino sobre una línea en avance, en avance sin más.

Hay prosas que son vasos comunicantes como Voces de este mundo -donde se quiere la soledad, acompañada por las voces de este mundo- y Nos salvamos, donde el mundo nos salva y nos libera de nuestra vida interior.

Otras muchas prosas se podrían agrupar al igual que hace el autor en Sobre la noche o Tacto, pues hay por ahí unas constantes que se mantienen sobre los despertares, las cosas, los paisajes. El autor habla de mirar, pero no lo evidente, sino de privilegiar lo escondido, lo oculto, algo parecido a desvelar, tal que reconoce por ejemplo el valor de la vid, del sarmiento tan ninguneado, de esos animales que como el armiño mejoran un cuadro Davincesco, una mirada trabajada y musculada, para un espectador activo para quien el mundo y la realidad son sorpresa y alimento.

La prosa de Antonio me resulta serena, cuidada, risueña (lean las Greguerías, o Un Koan) divertida, inteligente e interesante (lo referido a la Poesía es muy jugoso: La poesía manipula la realidad, pero no se le exige que la desentrañe. Nos da un conocimiento que solo ella puede darnos, un conocimiento raro: mejor cuanto meno explícito, poderoso cuanto más inseparable de su vehículo verbal), y a ratos balsámica. Creo que Libélula cifra bien el espíritu del autor. Donde otro escritor hubiera convertido la libélula en un relato gore y sangriento, Antonio lo resuelve de una manera más natural, nada forzada, pues así es este libro: sencillo, franco, ameno.

Libros como este son un buen antídoto contra la astenia, de todo tipo.

Pepitas de Calabaza. 2016. 172 páginas.