Archivo de la etiqueta: literatura argentina

El beso de la mujer araña

El beso de la mujer araña (Manuel Puig)

Mi primer acercamiento a Manuel Puig (1932-1990) ha sido a través de esta novela publicada en 1976. El resultado no ha podido ser más satisfactorio. La novela no puede ser más triste y luminosa al mismo tiempo. Se puede leer desde distintos planos, ya sea el histórico: la novela se ambienta en 1975 en Argentina poco antes del golpe de estado que dictadura aupara la dictadura en el poder. El plano sociológico, con dos presos, uno preso político, Valentín, ligado a la izquierda armada revolucionaria. El otro, Molina (llamado Molinita) acusado de pervertir menores, que se considera a sí mismo, una loca, una mujer. El plano humano: dos mundos, a priori, antagónicos, que convierten la celda en una isla desierta, donde más allá de las presiones externas, permite a cada uno de ellos quitarse la careta, mostrarse como realmente es, asumiendo sus contradicciones y deseos, y entonces, camino del autoconocimiento, todos esos mimbres que sostienen el pensamiento, todo ese armazón teórico, se viene abajo, ante la cercana e ineludible humanidad -singularizada en el otro, en el compañero de catre-, ya al crudo, al natural.

Puig mete elementos de suspense muy bien resueltos y lleva al lector por donde él quiere, porque la novela pega un cambio radical en un determinado momento y luego está por ver si este hecho clave será llevado por el actor hasta sus últimas consecuencias, cuando están en juego la confianza, la amistad, la lealtad, la traición, el egoísmo, la dignidad, la desesperanza…

Oportuna la comparación de esta novela con Las mil y unas noches, pues a fin de hacer pasable el puré de la espera y la holganza, Molina, dotado de una buena memoria y seguramente mejor inventiva, va refiriendo a Valentín las películas que ha visto los últimos años, lo que les permite a ambos, ir enjuiciando lo dicho, adoptando personajes, cuestionando ciertas acciones y en definitiva vivificarse gracias a las palabras que vertemos al exterior. Historias dentro de historias que convierten la narración en una mamushka.

Puig maneja diferentes formas de narrar, incluyendo incluso el argot propio de las diligencias policiales en el penal o en el seguimiento de los presos puestos en libertad, o esas narraciones fílmicas en las que el lenguaje es más llano, muy pegado al hablar de la calle, sin barroquismos, ni efectismos.

A pesar de ser una novela corta, poco más de 200 páginas, es compleja, profunda y tan subyugante que son de esas novelas que uno quisiera leer del tirón.

Novelón.

tmp_3740-6a00d8341bfb1653ef019aff7d5490970b859493781

El entenado (Juan José Saer).

El entenado es mi primer acercamiento a la obra de Juan José Saer (1937-2005). Esta novela, publicada en 1983 y recuperada por Rayo verde (editorial que reedita en breve La grande y que pienso leer), se presenta como un todo indiferenciado, como un mar sin orillas, sin páginas en blanco, capítulos, ni puntos y aparte. Son 182 páginas que he leído con fruición. El planteamiento no es original, a saber, un hombre en las postrimerías de su vida, a la luz de una vela, va vertiendo sobre el papel ríos de tinta negra, a los cuales afluyen sus sueños, sus recuerdos, su experiencia. Todos esos ríos que van a dar a la mar, que es la muerte y que ya ronda cerca. Entre los recuerdos del narrador se hallan las andanzas que este vivió, o sufrió, sesenta años atrás -en el siglo XVI- sin haber cumplido los dieciocho, al embarcarse hacia las Indias, cuando la tripulación cayó en manos de una tribu, que la convirtió primero en su rehenes y más tarde en su alimento. El narrador, afortunadamente, queda apartado de la pulsión canibal de sus captores, lo que sustancia la novela, la cual, curiosamente, en lugar de pasar a referirnos los pormenores del día a día del cautivo -lo que podría ser su particular Corazón de las tinieblas-, al cual se refieren llamándolo «def-ghi» -apelativo que parece sacado de una serie psicotécnica- convierte a éste en una suerte de antropólogo que irá registrando, y luego refiriéndonos, el día a día, el quehacer de la tribu, durante los diez años que el joven marino pasó entre ellos. Las primeras páginas -las que tienen que ver con la singladura y llegada a ese mundo desconocido para los marineros- me recuerdan a otras de Ospina, Mutis, Zweig. Lo que sí me resulta original es el objeto de la narración: los presuntos salvajes, el análisis de su lenguaje, poblado de palabras que expresen una idea y su contraria. Una tribu con sus propias reglas, sus normas de conducta, su ansiedad, su vivir sustraído a los goces espirituales, su necesidad de orden, de equilibrio; en cierta medida todo ellos son Atlas, que sostienen la bóveda celeste sobre sus hombros y también el peso de una realidad viscosa que los abruma, desconcierta y angustia. Un vivir presentista el suyo, que no es tal cuando necesitan recuperar, con periodicidad anual y durante unos días, su otro yo, sus orígenes, conectar entonces con sus ancestros, con su canibalismo primigenio y orgiástico -que tan bien se explicita en la portada, obra de Miguel Navia-, del cual se consiguen liberar, pasando a comerse a otros, que no son de su tribu, algo que a sus ojos los convierte en hombres verdaderos. Sí, hombres. Aquí el testigo, el antropólogo, el narrador, no habla de salvajes, no juzga, solo registra y a menudo asiente, porque lo que ve, le parece oportuno, propicio, acorde, natural. Saer tiene la virtud de hacer que todo lo relativo al canibalismo, el aspecto más truculento de la novela, no resulte demasiado estomagante. Cuando la narración sobre los pormenores de la tribu corre el riesgo de resultar reiterativa y monocorde, Saer da un sacudón y entonces todo se precipita y acontecen un montón de cosas y aventuras. Nuestro joven recupera, al lado de hombres como él, su lengua, su ropa, sus rasgos humanos. Lo veremos al lado de un cura, el padre Quesada, que lo sacará del pozo negro en el que estaba sumido. Se convertirá por casualidad en dramaturgo y en actor, contará su historia sobre los escenarios, ganará dinero y tiempo, para luego, en sus postrimerías, ya viejo, en la antesala de la muerte, a la luz de una vela, confesarse, o desangrarse, ante el folio en blanco, tratando de desentrañar qué fue aquello que vivió sesenta años atrás, y en qué medida aquello que padeció, o vivió, lo marcó, lo postró, o lo alumbró.

www.devaneos.com

Un padre extranjero (Eduardo Berti)

Eduardo Berti
Impedimenta
2016
348 páginas

¿Qué tiene la literatura para que un lector y escritor -Eduardo Berti- acuda al lugar donde vivió otro escritor, Jósef (Conrad), con la devoción de quién visita los Santos Lugares?, ¿Qué le lleva al padre de Berti a escribir una novela en su últimos años de vida, que puede tratarse tanto de una confesión como de un exorcismo?, ¿En qué medida una lengua no materna, pasa a ser la nuestra, cuando hablamos y escribimos en ella, y en qué medida esa nueva lengua conquistada, nos permite pensarnos como no extranjeros?, ¿Qué sabemos realmente de una persona -de un padre, por ejemplo-, si éste es algo parecido a un iceberg, donde lo que vemos son los flecos del presente, y el pasado es un enigma, cuyo código somos incapaces de descifrar?, ¿Qué capacidad tiene la literatura para transformar la realidad y convertir a un marinero, un tal Meen, en un asesino potencial, toda vez que se vea reconocido en las páginas de una novela de Jósef?, ¿Qué es la literatura sino una enfermedad, tal que cuando Jósef se pone a escribir en su hogar -en Pent Farm-, escribe a su mujer -que convive con él- para agradecerle que siempre esté ahí, un escribir que paradójicamente mientras a Jósef le lleva a crear mundos, realidades y personajes, a su vez, le obliga a levantar un muro, a alimentar una ausencia, a pone al escritor fuera del alcance de su mujer mientras éste escribe; una mujer que se lamenta, y que prefiera que su marido, sufra de la gota, antes que de la escritura, pues así al menos puede estar a su vera, mientras que la escritura es una fiebre que se libra en soledad: la del escritor ante la cuartilla en blanco?, ¿En qué medida uno no quiere ceder al olvido que seremos, o que serán los que se van, y por tanto Berti, no quiere acabar de leer los cuadernos que contienen la obra de su padre, como si su no lectura, lo mantuviera vivo, unido a él, a través de esas hilachas de palabras no leídas?, ¿En qué medida cambiar de apellido o de fecha de nacimiento -como hace el padre rumano de Berti-, no es reinventarse, ocultar un pasado o transformarlo, no es sino darse otra oportunidad, hacer de demiurgo de uno mismo, y soñar con ser otro y conseguirlo, aunque sea a ratos?, ¿En qué medida nuestra lengua materna, cuando deja de serlo -si deja de serlo alguna vez- no pasa a ser un miembro fantasma más, que de vez en cuando, aunque sea en sueños, trata de hacerse sitio, tomar la voz, aunque sea momentáneamente?, ¿En qué medida la existencia no es más que un cúmulo de coincidencias, resonancias, réplicas, azares, explícitos o no?.

Esta novela de Eduardo Berti la leo como una suma de interrogantes, porque dado que todo está velado, y en la medida en la que uno descubre que es más lo que desconocemos que lo que sabemos con certeza, la narración no deja de ser una continua reflexión, sobre lo que somos, sobre el concepto de identidad y de extranjería, sobre el acto de escribir, sobre todo lo que entra en un papel y lo que queda fuera, sobre cómo armonizar un texto para que resulte interesante, y esta novela de Berti, donde confluyen la autobiografía, la ficción, el ensayo, y el diario de viaje, lo es y mucho, porque toca teclas, fibras, que están ahí, quien sabe si también ocultas, y que sólo la literatura es posible activar, porque toda buena narración que se precie, como todo mito, esconde un significado oculto, un sentir freático, que es el que nos engancha, el que nos conecta con la literatura y con la vida, si acaso no vienen a ser lo mismo y nos permite entrar -o soñar que entramos- en contacto con nosotros mismos.

Eduardo Berti en Devaneos | El país imaginado

www.devaneos.com

Los siete locos (Roberto Arlt)

La lectura de Los lanzallamas, completaría el díptico que forma junto a Los siete locos.

Esta es la primera novela que leo de Roberto Arlt (1900-1942), y su estilo me ha subyugado. Escribió Los siete locos con 29 años, y Los lanzallamas, un par de años más tarde.

Artl gusta de arrastrar a sus personajes por el barro, no hay término medio, y todo resulta llevado al límite, ya sea de la brutalidad, del patetismo o del absurdo.

El principal protagonista es Erdosain, el Inventor –de rosas de cobre, entre otras cosas-, que debe reponer un dinero que ha afanado en su trabajo. De una manera un tanto inopinada se encuentra junto a otros personajes, a cual más estrafalario, cometiendo un secuestro, agravado con una ejecución sumaria, y unos planes de cambiar el orden mundial que resultan ser una chaladura. Junto a Erdosain tenemos al Astrólogo, al Buscador de Oro, al Mayor…

El meollo de la novela es cómo se explicita la paranoia que los aboca a un plan delirante, cuya carne de cañón serían los Literatos de mostrador, los inventores de barrio, los profetas de parroquia, los políticos de café y los filósofos de centros recreativos; buscando como materia prima de su plan infernal a los desencantados a los que a través del reconocimiento y el elogio se les ganaría para la causa. Para llevar a cabo sus planes contarían con el oro –que encontrarían en minas a raudales- y las ganancias que les arrojarían una cadena de lupanares por todo el país. El orden se mantendría usando al ejército. Se crearía una sociedad secreta que actuaría mediante atentados, creando estos en el país una ansia de revolución, de bolcheviquismo, y luego cuando el gobierno se mostrase incapaz de poner freno a los actos terroristas, el Ejército del Mayor, tomaría el mando, pasando la Administración del estado a manos de los militares. Sin tener en cuenta para nada a la clase política, dado que «Para gobernar un pueblo no se necesitan más aptitudes que las de un capataz de estancia».

Una revolución que prendería ante la falta de ideales; la mentira como espoleta de la indolencia, de la inanidad, unos líderes, Erdosain y los suyos, poco más que unos charlatanes, unos falsarios.
Un delirio que anida en la contradicción mental, tal que cuando esa panda de tarados hablan acerca de sus planes y sueños de grandeza, hablan de locura posible, de Monstruo Inocente, donde Erdosain aportaría su grano de arena con sus bacilos y viruses, convertidos casi en plaga bíblica.

Lo interesante del libro es ver qué sucede antes de cometer un crimen, qué pensamientos corroen –o no- a quien los van a llevar a cabo, y así Erdosain, antes de matar, o ser cómplice de una muerte, está decidido a suicidarse –al igual que Alexei ante Polina- si la Coja se lo pidiera; una muerte, un suicidio que resultaría liberador, toda vez que el acto de matar, atiende más a superar cierto hastío vital, cierto horizonte grisáceo, que necesita de un estímulo, algo brutal y grotesco capaz de sacar a Erdosain y a sus muchachos de su parálisis, de su inanidad.

Arlt emplea una prosa densa, concentrada, saturada, como si las palabras resultaran lastradas por su propio significado, lo cual le va al pelo a una historia como es esta: sórdida, delirante, enfermiza.

Arlt no le hace ascos al humor –negro en su mayoría- que impregna la narración; un humor fabulador, una rendija donde respirar un aire mítico que depure tanta mezquindad e ignominia.

Días hubo en que se imaginó un encuentro sensacional, algún hombre que le hablara de las selvas y tuviera en su casa un león domesticado. Su abrazo sería infatigable y ella lo amaría como una esclava; entonces encontraría placer en depilarse por él los sobacos y pintarse los senos. Disfrazada de muchacho recorría con él las ruinas donde duermen las escolopendras y los pueblos donde los negros tienen sus cabañas en la horqueta de los árboles. Pero en ninguna parte había encontrado leones, sino perros pulguientos, y los caballeros más aventureros eran cruzados del tenedor y místicos de la olla. Se apartó con asco de estas vidas estúpidas.

Y tampoco le hace ascos al amor, que brota como una imposibilidad, cuando Erdosain en el regazo de la Coja se confiesa, una Coja que ya de joven buscaba la Mala Vida en los libros –donde solo encontraba pornografía- sin encontrarla. Una coja que divide a los hombres entre: Los débiles, inteligentes e inútiles y los otros, brutos y aburridos. Una coja que fantasea con un conquistador con un tirano que la arrebate de sí misma.

Ese nuevo orden mundial enunciado allá por 1929, y que luego se vería materializado en todo su esplendor con dictaduras, la segunda guerra mundial y el advenimiento de los regímenes totalitarios.

En resumen, que me ha parecido una novela espléndida y que tengo que leer Los lanzallamas lo antes posible.

Como curiosidad comentar que creía que el orvallo era sólo asturiano, pero leo que en Buenos Aires también orvallaba. En los dos últimos libros que he leído, este y La esposa joven, se menta a Don Quijote.