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Bienvenido al norte

Muy grata sorpresa la que me llevo cuando descubro que en el camping existe un rincón para la lectura y una biblioteca surtida con obras notables, como Me muerden los relojes de Ángel Guache, donde el autor pergeña una especie de memorias mínimas donde irá dando cuenta de los seres queridos que se han ido, recuerdos de la niñez y juventud, su relación con la escritura y la pintura, con un tono melancólico, como esa invitación al clasicismo paterno a cuyos presupuestos clásicos se acabará acogiendo a una edad pareja.

Ángel Guache (Luanco, 1950) es de Asturias y cuando uno viene aquí de vacaciones a menudo, que llueva (o jarree durante horas y días) en julio o en agosto acaba siendo algo normal y asimilable, tanto como la bruma y los cielos grises. Así, de los distintos textos que componen estas memorias me quedo con este, porque sin ser asturiano lo siento como tal.
Ángel Guache

978-84-8191-634-8[1]

Las puertas del paraíso (Jerzy Andrzejewski)

Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca, dijo Borges. En ella estarían los libros que nos han gustado. Aquellos que volveríamos a (re)leer una y otra vez. Ahí pondría yo, bien a la vista, Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski (1909-1983). Leerlo es quedar inmerso en un libro inmenso, de menos de cien páginas, traducido, en esta edición de Pre-Textos, por Sergio Pitol. No sé si tiene algo que ver que el traductor se enamore del libro que va a traducir y si este sentimiento de afecto acarrea su efecto, positivo se entiende. El caso es que la prosa de Jerzy, por obra de Sergio Pitol resulta hipnotizante, subyugante, voluptuosa. El hecho de que la novela solo tenga dos frases, una de ellas de más de 40.000 palabras, pasa apenas inadvertido –y en todo caso funciona bien como titular, pero no es mi mucho menos lo más relevante de esta estupenda novela- porque cuando te pones a leer, el hecho de que no haya puntos es lo de menos, y es tal la maestría de Jerzy al ir ensamblando los diálogos dentro del texto, es tal su claridad y su estilo, al ir poblando este vía crucis de voces que cuentan y se confiesan (y se contradicen, mienten y remiendan) y son absueltas –la novela es una profunda reflexión sobre la fe, la existencia de Dios, el deseo, la esperanza, el amor como motor de la humanidad, el sufrimiento como sombra de ese amor (como yugo), un amor que nos colma y nos vacía, un amor que es prisa y espera, deseo y conquista, posesión y desgarro; las relaciones humanas que dan brillo y sustancia a nuestras existencias- que en lo que menos repara uno es en la estructura de la novela (que como decía Adolfo Ortega, viene a ser como un andamio que permite sostener la novela, pero que luego se quita, y la novela permanece en pie), sino en lo que esta contiene. Si uno piensa que en tan pocas páginas la palabra Fin estará ahí mismo, según levantemos la mirada, nada más lejos de la realidad, porque este libro, no avanza, sino que echa raíces, no se desplaza, sino que se hunde, y nos hunde a nosotros en una historia (basada en otra real, que dejó más de 30.000 niños muertos por el camino y sobre la que Marcel Schwob escribiría en 1896, La cruzada de los niños) si se quiere bíblica, la de un éxodo, la de una peregrinación de niños, almas puras que van hacia Jerusalén, como una metáfora de la pureza, de la lucha contra la sinrazón, de cómo la pureza puede vencer a la barbarie, en teoría. Todo ello porque un lugareño, un tal Santiago, allá por el siglo XII, en un pueblo francés ha recibido la buena nueva, que les pondrá a todos ellos en camino, hacia Jerusalén, para sustraerla de las impías manos turcas. Jerzy compone escenas muy poderosas con muy pocas palabras. Cuando Roberto, uno de los peregrinos, deje su hogar, su padre, ahorrándole los sermones, las palabras vacuas, simplemente lo mira, lo encuadra, fija en él su mirada, roto por dentro pone su mano en el hombro de su vástago y dice: Roberto. Entonces su hijo se gira y se marcha. No hace falta más.
Jerzy hace alquimia con las palabras, crea una atmósfera donde leer es soñar y despertar un mal trago.

Vicente Gallego

El espíritu vacío (Vicente Gallego)

Desconocía esta faceta como prosista del poeta Vicente Gallego (Valencia, 1963), y ha sido una sorpresa muy agradable. La novela, es un texto muy breve -ganador del XVIII Premio internacional de cuentos 2004 «Max Aub»-, que me ha resultado hilarante en grado sumo.

Gallego sitúa el relato en un discoteca a la que va a trabajar un poeta, como parte del equipo de seguridad. A su lado, hombres que son sacos de músculos, montañas de carne con escaso cerebro, que esculpen los caretos ajenos con sus puños o codos a modo de buril y para quienes el crujido de los huesos ajenos es música celestial.

El poeta se maneja bien con los puños y entre situaciones delirantes que te llevan a pasar de la risa a la carcajada continuamente, nos vemos en el final de la novela -que es de traca, o mejor -de balacera-, tras algunos momentos gloriosos -merced a unos diálogos desternillantes-, cuando por medio aparece Noelia, para quien su belleza es una tortura, y su sexo dionisiaco -por todos deseados- su perdición.

No sé si Gallego ha publicado más novelas después de este relato corto. En caso afirmativo, lo leeré.