De paso

Uno deja tan poco rastro, ¿sabe usted? Uno nace, y ensaya un camino sin saber por qué, pero sigue esforzándose; lo que sucede es que nacemos junto con muchísimas gentes, al mismo tiempo, todos entremezclados; es como si uno quisiera mover los brazos y las piernas por medio de hilos, y esos hilos se enredasen con otros brazos y otras piernas y todos los demás tratasen igualmente de moverse, y no lo consiguiesen porque todos los hilos se traban, y es como si cuatro o cinco personas quisieran tejer una alfombra en el mismo bastidor: cada uno quiere bordar su propio dibujo. Claro está que todo ello carece de importancia, pues de otra manera quienes dispusieron el bastidor hubieran arreglado mejor las cosas, y a pesar de todo no deja de tener su trascendencia, puesto que uno se esfuerza, y continúa luchando; cuando de pronto todo ha concluido y sólo nos queda un bloque de piedra con unas inscripciones, siempre que alguien se haya acordado o haya tenido el tiempo necesario para hacer grabar esas letras en el mármol. Pasa el tiempo, llueve y brilla el sol y llega un día en que nadie recuerda el nombre y lo que dicen esas letras nada importa ya. Quizá por eso, si uno puede dirigirse a alguno, cuanto más extraño mejor, y darle algo, lo que sea: un pliego de papel o cualquier otra cosa que nada signifique por sí misma, aunque ellos no lo lean ni lo guarden, ni se preocupen siquiera por destruirlo o arrojarlo, ya es algo porque ha sucedido y puede ser recordado, pasando de una mano a otra, de una inteligencia a otra, al menos es como un grabado, algo que deja rastro, algo que existió un día, pues de otro modo no podría morir también; en tanto que el bloque de mármol jamás podría ser presente, puesto que tampoco llegará a ser pasado, es incapaz de morir o terminar…

!Absalón, Absalón!. William Faulkner. Traducción de Beatriz Florencia Nelson

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Los otros (Javier García Sánchez)

Los otros, novela escrita por Javier García Sánchez en 1998, y posteriormente llevada al cine con el título de Nos miran, se me antoja más que una novela un relato extenso en el que el autor nos conduce hacia el no lugar –al margen de la razón-, eso a lo que llamamos locura. Tenía por casa El mecanógrafo, pero antes de aventurarme con tamaña empresa, opté por algo más ligero, un puerto de segunda, en lugar de aquel K2.

Hacia un centro perdido en la montaña, que atiende al nombre de El Balneario, se dirigen dos periodistas con la idea de entrevistarse -entrevista que parece imposible- con R. V. un policía que dejó el cuerpo tras un inusitado acto de violencia hacia su mujer e hijo, para ser encerrado acto seguido en aquel centro psiquiátrico, amansado y dócil desde entonces, sumido en el mutismo, viendo pasar la vida por delante de la celda de sus pupilas.

El cara a cara tiene un efecto inesperado en R. V. que verá abrirse el grifo de la memoria, del que surgirá un caudal irrefrenable de recuerdos. Así el autor de la novela nos explica por qué R. V. está allá confinado, por qué empuñó un arma apuntando a su hijo, qué vio un día el policía en la calle que le hizo desbarrar, perder el juicio, adentrarse en un mundo ignoto en el subsuelo, algo parecido a un inframundo poblado de sombras, cómo desde pequeño ya tenía entre los labios dos palabras, un Tantum ergo (ahí está parte del meollo del libro, a cuenta del santo sacramento, la transubstanciación, etc…) que el niño repetía a todas horas -para sorpresa de sus progenitores que no le daban a pesar de ello mayor importancia- como un miserere, el miedo atroz que experimentó cuando ya padre perdió el contacto con su hijo pequeño durante quince minutos espeluznantes y algo que oyó entonces por boca de su criatura a través de un walkie-talkie. R.V. al recordar experimenta un renacimiento doloroso y un esfuerzo hercúleo por comunicarse con los periodistas, y lo logra. Dirá dos palabras, a las que los periodistas en ese momento no les asignarán significado alguno. Pero como cuando uno toca algo y de repente ese contacto le proporciona el imposible conocimiento instantáneo, algo parecido les acontecerá a los innominados periodistas, cuando dejen el Balneario y emprendan el camino de regreso.

Javier dosifica el misterio con cuentagotas, tiene claro el principio y el final de la novela, pero lo que va entremedias flaquea, magro resulta, porque uno esperaba algo más de desarrollo sobre ese inframundo: quiénes son los otros, quiénes nosotros, qué miran, a quiénes, qué relación existe entre unos y otros, cuál es su estado, en que dimensión o estadio límbico moran, qué reclaman de nosotros, etc, así como en el vis a vis entre los periodistas y R. V; alimentar algo más esas notas científicas que R. V. atesoró en su día, tensar más el relato, sustanciarlo (o si me apuran transubstanciarlo), no dejarlo todo en la superficie, en el enunciado, cuando lo interesante hubiera sido dotar de entidad aquello que se enuncia, hacer carne de las sombras y los miedos, porque tras el andamio, una vez apartado, detrás no se ve edificio alguno.

Una trenza (Laura Ferrero)

No importa qué estés haciendo que las malas noticias te pillan siempre a traspié. Si estás en una película o en un relato de Carver, sonará el teléfono en medio de la noche. Como yo no tengo fijo y duermo con el móvil en modo avión –sospecho que es porque efectivamente he visto muchas películas y leído muchos relatos de Carver–, la noticia me pilló con la mirada fija en una bolsa de plástico llena de tirabeques.

Decía que las noticias malas te pillan a traspié. Por ejemplo, yo pensaba en qué hacer con los tirabeques que había comprado el lunes, cuando la ingresaron, porque estos días compro cosas extrañas con las que luego imagino qué puedo hacer –«Te gusta la verdura?», me dijo la frutera, y le respondí que sí porque me temo que soy de esas personas a las que es fácil, ya no engañar, pero sí llevarse al terreno de uno–. De manera que compré los tirabeques, que me miraban tristes en la nevera desde el lunes, y justo el sábado era el día en que había decidido hacer algo con ellos. Sonaba, creo, en el pequeño altavoz de color morado una canción llamada «Rose Petals». Fuera hacía sol y, como ahora todos somos artistas y hípsters desde nuestros balcones, de la calle procedía el sonido del saxo que tocaba el vecino de abajo. Continuamente, intentaba averiguar de qué canción se trataba. El estribillo me recordaba a una canción, quizás de Brian Ferry, de alguna mítica película de los ochenta en la que los personajes llevan hombreras y el pelo cardado, pero cuando estaba a punto de averiguarlo y de exclamar «vale, es esta la canción», mi vecino se equivocaba y volvía a empezar. Fue entonces cuando recibí una llamada.

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Hay que usar lo tiempos verbales con cuidado, Anne Sexton decía con razón que «Las palabras y los huevos deben ser tratados con cuidado. Una vez rotos, son cosas imposibles de reparar». Pasa con los tiempos verbales y con la vida, que cuando se resquebrajan ya no hay nada que hacer.

Así que voy a empezar diciendo que ella era la más pequeña del lugar. El segundo día en que estuvo ingresada, después de que diera negativo por aquella tos y la operación del fémur hubiera ido perfectamente, se me acercó un enfermero sonriente y me dijo «nunca he visto una señora tan entrañable como tu abuela. Nos tiene a todos enamorados. Esos ojos. Y es tan pequeña». Entonces entramos en su habitación y ella nos miró, recostada como estaba, las cánulas por las que le entraba en oxígeno, y puso los ojos en blanco porque sabía exactamente qué venía a decirle aquel enfermero tan simpático: «Le decía a su nieta la abuela tan guapa que tiene», y ella sonrió, claro, pero cuando el chico se fue, se apartó un poco las cánulas, como si fueran unas gafas de ver de quita y pon, y dijo: «Laurín, esto de hacerse viejo. Cuando me dicen que soy guapa les digo. ¡Anda ya!». Le ajusté las cánulas y le dije que hiciera el favor de no hablar tanto. Y se rio.

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Mi abuela se llamaba Elisa, Lisa la llamaba mi abuelo, y nosotros, mi hermano y yo habíamos inventado tantos nombres y motes a lo largo de los años que a la pobre la teníamos frita. Pero un alto aquí, porque los obituarios son un rollazo. Dicen cosas como «su gran pasión fue», «era reconocida por», «su compromiso a lo largo del tiempo con», «su amantísimo esposo que». A mi abuela le aburrían soberanamente las convenciones, decía lo que le parecía –especialmente en los funerales, que detestaba– y aborrecía dos cosas más: la leche y el pelo de gato. Con respeto a la leche siempre tuve mis reservas: si era solo un poquito, se la tomaba. De manera que era más manía infantil que otra cosa. Y con el pelo de gato… aquello sí era dramático. Pobre de ti si se te ocurría acercarte con un anorak de capucha peluda.

Contaba siembre esa vieja anécdota, ella en el mundo en blanco y negro de su infancia, deseando más que cualquier otra cosa poder formar parte del coro de su colegio. Y las monjas negándoselo, ya no porque desafinara, sino porque sus grititos desacompasados debían desconcertar a más de una de sus compañeras. Con el tiempo lo que ocurrió es que llegaron a un acuerdo y se convirtió en la cara visible del coro. «Tú solo mueve los labios, Elisa, que otra niña cantará detrás de ti». Así fue como mi abuela se convirtió en la protagonista del coro sin que jamás llegara a salir un sonido de su garganta. Pero su afición al canto no se quedó ahí. Mi madre, mi abuelo, sus nietos, todos fuimos testigos del afán con que trataba de cantar cualquier bolero de Nat King Cole cuando parecía que no nos dábamos cuenta.

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La llamada decía entre otras cosas de las que no me quiero acordar, que le quedaban horas, que habían empezado a sedarla y que no podríamos verla. Pero que la iban a cuidar bien.

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Las únicas tardes que pasamos en el hospital hicimos varias sopas de letras en aquella cama recostada. Le dije que seguía sin saber hacerme una trenza, de manera que dejó las sopas y me la empezó a hacer allí, yo apoyada sobre la barra metálica de la cama. La dejó a medias y me dijo que me la haría mejor en casa y por un momento empecé a pensar en aquel tiempo: subjuntivo, futuro. Pero lo dejo aquí, el pensamiento. Porque es mejor no pensar nada y no darle ideas a la realidad. Después vimos a mi madre, a su marido y a mi hermano por la cámara del teléfono y se reía, pero al poco decía «no me hagáis reír que me duele». Pero yo me vuelvo muy mentirosa en los hospitales, como si fuera un superpoder, pero al revés, y digo cosas como «verás que cuando estemos en casa te enseño lo que he aprendido hoy en yoga» o «ya en un par de días podrá venir mamá que ya no tiene fiebre», o «la semana que viene Ruth te pondrá los rulos y verás qué estupenda», incluso digo cosas más tremendas como «hasta mañana».

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Uno nunca sabe qué quiere decir mañana, porque en esta historia, mañana hubo otra prueba y esa sí dio positivo y la mujer más pequeña de la planta tercera, zona E, del hospital de Sant Pau, los ojos verdes más bonitos del hospital, se fue a otro lugar aunque nosotros ya no supimos dónde. Ahí fue cuando me compré los tirabeques que cocinaría unos días después, pensando aún en la trenza, y entonces, saqué una olla, los puse dentro, pero no encendí el fuego, y la voz de la llamada decía que podían pasar horas, o días, pero lo más seguro es que fueran horas, de manera que me senté en el sofá y puse un documental, el primero que apareció. Pensé: no pienses, y así, Yayoi Kusama: Infinito inundó la pantalla. Y me perdí ahí, sin saber qué hacer entre las redes y los puntos de aquella artista japonesa. Deseé caer en una de sus redes gigantes, que me envolviera como si fuera un mantón, despertarme en Tokyo en 1929, o desaparecer y entonces, cuando volvió a sonar el teléfono, le di al botón de pausa. En el minuto 1: 13 : 46 de un documental llamado Infinito dejaste de existir.

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Difícil saber dónde te has ido, recuerdo aquella frase que escribí yo misma en una novela cuando aún creía que las novelas podían tener ciertos efectos en la realidad. Decía: «saldremos de esta». Bueno, pues a veces no se sale. Pero yo no quiero hacer ningún obituario, no te lo mereces ni lo hubieras querido. Yo te cantaría un bolero. Solo que día a día, durante esa semana que no supimos dónde estabas, unos médicos, unas enfermeras llamaron a mi madre para darle información sobre tu estado. Mañana y tarde. Mañana y tarde. Mañana y tarde. Y sé que incluso en los últimos minutos, alguien te dio la mano. Trenzó, imagino, sus dedos con los tuyos, así que, desde aquí, quiero darle a ese alguien del que solo sé que se llamaba de diferentes maneras: Eduard, Cristina, Montse, las gracias. Gracias. Que yo confío y quiero confiar y sé que ocurre a veces: que hay otros que llegan donde tú no puedes, que se convierten en tus propias manos cuando a ti no te sirven tuyas.

Fuente: ABC Cultural