Julio llega a su apartamento con forma de cruz después del curro y no halla a su mujer. Busca y rebusca, y al final tras desesperarse y tras toda suerte de devaneos mentales da con ella. Ha intentado suicidarse. Ahora le tocará lidiar con la situación, porque quien se suicida lo puede volver a intentar y cualquier protección es poca. Así que Julio debe comportarse como un hombre, lo que sea que esto signifique y afrontar todos sus miedos, muchos pergeñados en su más «tierna infancia«, que de tierna tuvo poco, al ver como una vecina le sonreía en su precipitación mientras decidía emular a Superman y abrazarse primero a las nubes y después a un buzón de correos en el que depositó su cuerpo sin franqueo.
El suicidio dice el autor, Álvaro Colomer que se cobra unas cuantas miles de vidas al año en España, y que a pesar de ello, es un tema que se solaya tanto en los medios de comunicación como en las familias que han tenido la desgracia de contar con un suicida en su unidad familiar. Así que Álvaro se enfrenta a la muerte con personajes llenos de vida y de gracejo, que se mofan de sí mismos, en especial Julio, asumiendo sus taras frente al espejo, que guardan los sueños rotos bajo el felpudo, viendo como alguno se cumple, mientras el dolor inunda habitaciones y anega los corazones hastiados de vivir, que boquean pidiendo el final.
Todo esto y todo lo demás nos cuenta Colomer en su libro, una novela de doscientas páginas que he leído del tirón, llevándome el libro por todas las partes de la casa, sin pormenorizar en detalles escatológicos, porque caí preso en ese mundo de celulosa en esas jaulas alineadas de tinta negra, que me hizo sentir un montón de cosas, algo que no sucede frecuentemente con la lectura, habida cuenta de que como los kiwis del supermercado, a pesar de sus diferentes precios todos las lecturas me saben casi igual.
Me descubro ante Álvaro Colomer, de quien leí su libro tras verlo en la lista de los mejores libros de 2009 según Babelia.
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