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Episodios nacionales. Primera serie. Guerra de la Independencia (Benito Pérez Galdós)

Concluida la lectura de la Primera serie de los Episodios nacionales de Galdós, ambientados en la Guerra de la Independencia, a la que el confinamiento ha dado alas, traigo aquí el compendio de dichas lecturas.
Galdós escribió esta primera serie con poco más de treinta años y en un plazo de tiempo de tan solo dos años. Son más de 2.000 páginas, lo cual demuestra la fecundidad del autor. Ha sido una lectura muy provechosa. Con Galdós pasa como con Cervantes, todos hablan de ellos sin haberlos leído.

TRAFALGAR

La voz cantante de la narración la lleva Gabriel, que en su senectud y frisando los 70 años rememora aquello que le aconteció cuando tenía tan solo 14 años y era un niño, así su amor no correspondido hacia Rosita, inalcanzable por su condición social y belleza, quien encontrará el amor del brazo del joven Rafael Malespina.

El joven Gabriel trabaja como mozo para el matrimonio formado por don Alonso y doña Francisca. Alonso y su buen amigo Marcial (conocido como el Medio-hombre) fantasean con enrolarse de nuevo y a fe que lo consiguen, saliendo a hurtadillas de su casa para formar parte de la gran batalla naval, junto a Gabriel, Rafael Malespina y su padre.

El título de la novela, Trafalgar, hace mención a la batalla naval que tuvo lugar en octubre de 1805 entre la Marina de España aliada con la francesa, al albur del Convenio de Aranjuez de 1801, (Napoleón se había proclamado emperador un año antes, en 1904) contra la flota británica de Nelson, Collingwood, resultando España perdedora, con un sinfín de navíos hundidos como el de la portada, el Santísima Trinidad, conocido como El Escorial de los mares (con capacidad para más de 1.000 personas). Batalla a la que también se la conoció como La del 21 (haciendo mención al día en el que aconteció).

Gabriel vivirá la batalla desde dentro, serán apresados por los ingleses, aunque conseguirán librarse de sus captores, se verán parados en medio de la nada sin posibilidad de alcanzar la costa gaditana, será testigo de la muerte de Marcial, de la barbaridad de la guerra y su reguero de muertos, cómo en situaciones límites prevalece el sálvese quien pueda, una visión que se verá filtrada por la épica, la heroicidad y el patriotismo de todos los bandos en liza, auxiliándose unos a otros después de la gran trifulca marítima.

Hay una crítica hacia los gobernantes, en especial hacia Godoy (primer ministro del Rey Carlos IV), el Príncipe de la Paz (título otorgado por el monarca tras suscribir España la paz con Francia mediante el Tratado de Basilea, en 1795), viviendo este a cuerpo de rey, ganando un potosí, acumulado un buen puñado de cargos todos ellos muy bien remunerados, sin rebasar este los límites de las estancias regias, mientras que los marineros y soldados veían cómo se acumulaban las soldadas sin cobrar; marineros que no eran tales pues su falta de destreza y preparación contribuyó a la derrota náutica.

El humor, abundante en la novela va de la mano de todo un figura, don José Manuel, padre de Rafael, embustero compulsivo, que no sabe estar callado ni debajo del agua, de fértil imaginación, cuyos embustes la sociedad validará más tarde, como los barcos a vapor o acorazados; o la adobada y cincuentona Flora, y su desopilante lucha contra el agostamiento vital, que trata de camelar a Gabriel sin éxito.

Humor, amor (no correspondido), épica, heroicidad (la de almirantes como Galiano, Gravina, Churruca, Escaño y la de todos los que murieron en la batalla), patriotismo, y mucha diversión y entretenimiento bélico deparan este Trafalgar (muy buen ejemplo de Historia novelada) de Galdós que uno ha leído con delectación.

No se me ha ocurrido mejor idea para conmemorar el centenario de la muerte de Galdós que acometer durante este año la lectura de sus Episodios Nacionales. Si hay por ahí algún mecenas cultural que me facilite los ejemplares, yo, encantado.

LA CORTE DE CARLOS IV

El narrador es el mismo que en Trafalgar, el joven Gabriel, un par de años mayor, aquí tiene dieciséis. Estamos ya en 1807, durante el reinado de Carlos IV y su valido Godoy, al que le arrecian todo tipo de denuestos por las clases populares: corrompido, dilapidador, pecador, ateo, verdugo, venal inmoral, traficante de destinos, polígamo, enemigo de la Iglesia

Gabriel se enamorisca de nuevo, de una mujer, bueno, de dos: Inés, mujer joven, quince años, muy inteligente, hacendosa, costurera de origen humilde, con las ideas muy claras y muy sensata y Amaranta, que se mueve en esferas más elevadas y encarna a la Diosa amorosa, de la cualquier tierna criatura como el campanudo, inexperto y retumbante Gabriel se enamoraría sin remisión. Una Amaranta que le permitirá a Gabriel cruzar una fina línea moral al entrar en la Corte, yendo muy bien advertido con las palabras de Inés: Ya veo que dentro de poco le tendremos a usía hecho un archipámpano, con muchos galones y cintajos, dando que hablar a la gente, y teniendo el gusto de oírse llamar ladrón, enredador, tramposo y cuanto malo hay.

Ha lugar la representación de El sí de las niñas del ilustrado Moratín, con dos bandos enfrentados, tal que unos (los del teatro enemigo Los Caños) quieren arruinar la obra con gritos, pataleos y burlas, mientras que el público en general aprueba la obra, tanto como hará el perspicaz Gabriel quien a pesar de hallarse entre los agitadores, aprecia y pondera (siempre me ha parecido uno de las obras más acabadas del ingenio) en la obra el que más allá de que el amor triunfe, defienda la potestad de la mujer para dar el sí convencida, no por una imposición, un sí que las más de las veces era perjuro porque no se decía de corazón. Eran los tiempos, comienzos del siglo XIX, en los que las mujeres eran propiedad primero de los padres, de los hermanos y una vez esposadas, de sus esposos.

La ama de Gabriel aquí es la actriz Pepa. El teatro está muy presente en la novela, Gabriel tendrá ocasión de debutar como actor dando vida a Pésaro en la tragedia Otello o el Moro de Venecia. Alcanzando tales cotas de verosimilitud la representación, merced al actor Isidoro Máiquez en la piel de Otelo, que la gente se revolvía en sus asientos estremecida, atónita, electrizada; los hombres se esforzaban en sostener el decoro de la insensibilidad. Una puesta en escena tan descarnada, que tiene sus motivaciones, pues tras la interpretación de Isidoro hay una turbamulta de celos y pasiones irrefrenables, que se verá censurada por Moratín, que afirma que lejos de ser este el camino de la perfección, lleva derecho a la corrupción del gusto, y extinguirá en las ficciones el decoro y la gracia, para confundirlas con la repugnante realidad.

La experiencia es una llama que no alumbra sino quemando. Y escaldando podemos añadir, porque Gabriel en su quehacer irá brujuleando, conociendo los intestinos del Real Sitio cuando se ponga al servicio de Amaranta y conozca desde dentro las intrigas palaciegas, la querencia del poder con el Príncipe de Asturias, Fernando VII, retenido, acusado de querer asesinar a su madre, con dos bandos enfrentados los que quieren a Carlos IV como Rey y los que prefieren ver en el trono al Príncipe, que entonces contaba 23 años. Gabriel tiene incluso ocasión de conocer al Rey y vertir observaciones como esta: Era un señor de mediana estatura, grueso, de rostro pequeño y encendido, sin rastro alguno en su semblante que mostrase las diferencias fisonómicas establecidas por la Naturaleza entre un rey de pura sangre y un buen almacenista de ultramarinos.

Gabriel, bajo el influjo de Amaranta, se ve impelido a poner su moral en suspenso si quiere medrar, convertirse en espia, ser todo orejas, para como un correveidile, como un dominguillo arrabalero, ir de aquí para allá con chismes y diretes. Ante la disyuntiva hay una idea que ocupa su cerebro. Si en Trafalgar era la idea de Patria, aquí es la idea del honor. Gabriel quiere mantenerse fiel a sus principios, desoír los cantos de sirena que le hacen creer que puede llegar a lo más alto siendo un don nadie, simplemente obteniendo la protección de la persona adecuada que le permita encumbrarse sin necesidad de tener que demostrar nada a nadie por el camino.

El final de la novela nos deja ya en puertas de la guerra con Francia, con un narrador fatigado que precisa coger aliento, que constata de nuevo que el destino sustrae a sus pretensiones los amores que se cruzan en su camino, como el de la joven Inés (una vez huérfana se mudará a Aranjuez con don Celestino mientras Gabriel permanecerá en Madrid). Así lo dejamos pues, recuperándose y anhelantes de seguir atentos a su subyugante narración.

A quien leer en una pantalla no le incomode puede leer esta novela (y el resto de los Episodios Nacionales) en el portal Cervantes Virtual.

EL 19 DE MARZO Y EL 2 DE MAYO

El protagonista y narrador, al igual que en las dos entregas anteriores, sigue siendo Gabriel. Por carambolas del destino vemos cómo su amada Inés, quien tras quedar huérfana después de morir su madre, marchaba a Aranjuez junto a su tío Celestino, regresa poco después de nuevo a Madrid para enclaustrarse en casa de su tío Mauro y su hermana Restituta dos tenderos que sorpresivamente se desviven por atenderla. Cuidados que no son tales dado que al poco se comprobará que los tíos tendrán a Inés como una esclava, sin otro quehacer encomendado que trabajar, esperando estos que llegue el oportuno pretendiente a quien endosársela y sacar tajada.

Estamos en marzo de 1808, Gabriel está ocupado como cajista en la imprenta del Diario de Madrid. Trabajo que abandona poco después para coincidir con Inés como sirviente de los tíos de esta. Las arcas del Estado están con telarañas después de haber gastado siete mil millones de reales en la guerra con Inglaterra y los ánimos están caldeados. Gabriel sigue emperrado en mejorar su suerte, en favorecer su destino, a lo que el Favorito, el choricero «Godoy» puede contribuir en gran medida, a quien Gabriel, secundado por Celestino tendrá a bien conocer y a quien describirá en estos términos: Godoy no era un hombre hermoso, como generalmente se cree, pero sí extremadamente simpático. Lo primero en que se fijaba el observador era en su nariz, la cual, un poco grande y respingada, le daba cierta expresión de franqueza y comunicatividad. Aparentaba tener sobre cuarenta años; su cabeza, rectamente conformada y airosa; sus ojos vivos, sus finos modales y la gallardía de su cuerpo, que más bien era pequeño que grande, le hacían agradable a la vista. Tenía, sin duda, la figura de un señor noble y generoso; tal vez su corazón se inclinaba también a lo grande; en su cabeza bullían el desvanecimiento, la torpeza, los extravíos y falsas ideas acerca de los hombres y las cosas de su tiempo. Lucidez que sí parece acompañar al amolador Pacorro Chinitas con cuyas alocuciones Galdós hará aflorar el sentir popular.

El contexto histórico se infiltra en la narración primero con el Motín de Aranjuez, el motín de los cocheros y lacayos, que supone la caída de Godoy, del que Gabriel es testigo sin comulgar con el pueblo convertido en una fiera ciega y vocinglera con el ánimo y la disposición de romperlo todo. Godoy que en un día, en un instante, en un soplo, había caído desde la cumbre de su grandeza y poder al charco de la miseria y de la nulidad más espantosa […] Sin duda está escrito que la caída sea tan ignominiosa como la elevación.

Celestino también se verá sobrepasado y disgustado con la furia ciega del vulgo:

El vulgo, esa turba que pide las cosas sin saber lo que pide grita «Viva esto y lo otro» sin haber estudiado la cartilla, es una calamidad de las naciones, y yo, a ser rey, haría siempre lo contrario de lo que el vulgo quiere..

Un mes y medio acontece el 2 de mayo, los madrileños toman las calles y plantan cara los franceses.

El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional, y la disciplina que da más cohesión, el patriotismo. Son las reflexiones que le vienen a Gabriel en mientes cinco decadas después al rememorar este día fatídico. Los arcabuces, los cañones, los fusiles se exprimen al máximo generando el caos. Galdós dedica cincuenta páginas muy plausibles, que me recuerdan a la narración de Vuillard en 14 de julio, a describir con pelos y señales la carnicería de la insurrección de ese día abominable: los muertos en combate, las heroicidades locales de militares asesinados como Luis Daoíz o Pedro Velarde, uno a bayonetazos, el otro de un pistoletazo por la espalda; de amazonas como la Primorosa, de lugareños como Pacorro Chinitas que expirará en una situación pareja a la que le aconteció a Marcial en Trafalgar. El paisanaje defendiendo a muerte lo suyo, su tierra, su patria, con navajas, cuchillos, tirando desde las ventanas al invasor agua hirviendo, muebles, macetas, lo que hubiera a mano.

¿Vosotros sabéis lo que es España? Pues es nuestra tierra, nuestros hijos, los sepulcros de nuestros padres, nuestras casas, nuestros reyes, nuestros ejércitos, nuestra riqueza, nuestra historia, nuestra grandeza, nuestro nombre, nuestro religión. Pues todo esto nos quieren quitar. !Muera Napoléon!

Los vivas y mueras: !Viva Fernando! !Viva España! !Muera Napoléon!, los fusilamientos, los que sobreviven a los mismos por la mala puntería de los franceses, y en medio de este caos Inés y Celestino serán apresados. Gabriel, ya sin nada que perder, hará lo posible para reencontrarse con ellos. Con un éxito relativo. Inés será liberada de la huerta del Príncipe Pío con la mediación de Juan de Dios (mancebo empleado de Mauro y Restituta a quien Gabriel engañará con sus industrias y maquinaciones -dando lugar a toda clase de peripecias y enredos- pergeñando para él un amor inexistente. El de Inés). Celestino y Gabriel quedarán allá con sus precarias vidas enredadas entre los hilos de las Parcas.

BAILÉN

En su primer capítulo nos tiene en ascuas, porque no sabemos cuál ha sido el destino de Gabriel. Al finalizar el mismo se hace mención a un chiquillo y pensamos que es él y acertamos. Gabriel fue fusilado, recibió tres balazos, pero milagrosamente salió vivo. Fue intervenido de urgencia y tras una recuperación de unos días vuelve a la vida, y lo hace en casa de un matrimonio que lo acoge, el formado por Gregoria y Santiago Fernández, alias el Gran Capitán. Al poco recibe nuevas de Inés merced a Juan de Dios que le informa de que no sabe nada de ella, salvo que está viva, puesto que Lobo se la jugó y la entregó a una familia acaudalada. Por ahí ronda Amaranta. Estamos en el 20 de mayo de 1808. Las tropas españolas que están sin Reyes, dado que Carlos IV y Fernando VII (lo cual no evita que durante la batalla los vivas de los soldados estén dedicados a Fernando VII) ya no están en el trono, Napoleón le ha entregado la corona a su hermano José, deciden plantar cara a los franceses, organizar la insurrección por su cuenta en Juntas (en su papel de representantes del poder real, declararon la guerra a Napoleón, organizaron los movimientos de los soldados y recaudaron dinero mediante la supresión de los impuestos y la acuñación de moneda) que irán aumentando de tamaño a medida que muchos militares den de lado a los franceses para pasar a guerrear contra ellos.

El odio a los franceses no era odio: era un fanatismo de que no he conocido después ningún ejemplo. Era un sentimiento que ocupaba los corazones por entero sin dejar hueco para otro alguno, de modo que el amar a los semejantes, el amarse a sí mismos, y hasta me atrevo a decir que el amar a Dios, se adoptaban y se medían como fenómenos secundarios al gran aborrecimiento que inspiraban los verdugos del pueblo de Madrid.

Se conspiraba con el deseo, con las noticias, con las sospechas, con las exageraciones, con las sátiras, con verdades y mentiras, con el llanto tributado a los muertos y las oraciones por el triunfo de los vivos.

Los continuos encuentros y desencuentros entre Gabriel e Inés parecen ser la columna vertebral de estos primeros episodios nacionales galdosianos. Encuentros propiciados por el azar o por la mano del autor. De esta manera Gabriel encontrará a Inés en un convento, dispuesta a ser monja y a olvidarse del mundo y de todos aquellos que lo pueblan, con el convencimiento de que Gabriel está muerto. La aparición de este, cuál resucitado, le infunde nuevos ánimos y bríos, la insufla de la alegría de vivir, aunque conociendo a Galdós ya sabemos que el camino del reencuentro no va ser un camino fácil y tendrá las hechuras de una vía crucis.

Gabriel, Don Luis Santorcaz y Marijuan, un joven mozo aragonés, se encaminan hacia el sur, con la idea de enrolarse en el ejército. Paseos por una Mancha interminable que les trae en mientes al ilustre hidalgo manchego. Como la yesca seca, la insurreción prenderá en los ánimos patrios como un polvorín, en localidades como Bailén, el 19 de julio, en donde los españoles están dispuesto a todo con tal de plantarle cara y aniquilar a los franceses. Para ello se excarcela a casi todos los delincuentes allí confinados que pasan a engrosar las filas del ejército con óptimos resultados. A medida que los lugareños van sufriendo los desmanes y tropelías de los franceses, que los dejan sin cosechas, sin comida, sin bebidas, que ven morir asesinadas a mujeres y niños inocentes, el odio hacia ellos, hacia la canalla, se acrecienta, y sucede entonces lo que parecía imposible, que los españoles derrotasen a los franceses de Napoleón, aquel ejercito que se creía invencible, dueño del mundo y estos tuvieran que alzar la bandera blanca, capitular y pedir la paz.

Lances bélicos que Galdós recrea con todo lujo de detalles. Apenas cuatro años antes Leon Tolstói había publicado la inmortal Guerra y Paz. Me pregunto si Galdós llegaría a leer esta obra al escribir Bailén y siguientes episodios bélicos. Además de describir detalladamente el avance de las tropas, y los avances y retrocesos en pos de la victoria, de cada uno de los dos bandos enfrentados, Galdós hace hincapié en la moral del soldado, en aquello que lo hunde y socava, como el hambre, la sed, el calor infernal, el cansancio acumulado, todos ellos al borde de la extenuación y dispuestos a matar por un buchito de agua.

Lo curioso en esta situación bélica tan al límite es que Gabriel, inserto en el fragor de la batalla, al encontrar en el caballo de Santorcaz unas cartas comprometedoras objeto de su atención -dado que en ellas se habla de su bienamada Inés, de sus presuntos padres y la posibilidad muy real de ser esposada con Diego, un Grande de España, el cual al arrimo de Santorcaz y de su vivo ingenio verá desbaratado su escaso intelecto, fosilizado este en la tradición, la religión, la jerarquía, las prebendas, todos aquellos derechos históricos que Santorcaz pondrá en tela de juicio (ya nos advirtió Cervantes: Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro); un don Diego que desaparece en la batalla y que su madre Doña María y sus hermanas Asunción y Presentación, ven ya como héroe caído en el altar de la patria. Sin embargo su desaparición se resuelve con un final más prosaico y feliz y da lugar a las escenas más jocosas de todo el relato. Pues tras caer determinó servirá don Diego de objeto de chanzas y mofa de los franceses que se lo pasarán en grande con él, divirtiéndose a su costa, organizando una corrida, empinando el codo, echándose unos cantecitos, aprendiéndose la Marsellesa, pues para él todo parece ser poco más que un juego- deja la guerra en suspenso se abstrae del mundo para dedicarse a leer, pues su mundo y su futuro en esos momentos está confinado en las cuartillas que devora anhelante, ajeno a todo.

Galdós siempre tiene muy presente al lector en sus escritos, como si lo tuviera delante, acuciándole este a seguir con la narración, a seguirle contando. Bailén acaba y nos quedamos de nuevo con la miel en los labios, con José huido de Madrid tras la batalla de Bailén. Y con ganas de más, de saber qué sucederá con Napoleón en Chamartín y en Zaragoza.

En cuanto a los libros empleados para la lectura de estos episodios, de momento, primero fue Cátedra para Trafalgar, después Alianza, para el segundo y tercer episodio (en un mismo libro) y para Bailén he recurrido a la edición de Destino, una edición que agrupa los 10 episodios de la primera serie en un único ejemplar. El problema que tiene este libro es que es muy pesado y la letra es muy pequeña lo cual hace la lectura incómoda. Para los dos próximos capítulos, Napoleón en Chamartín y Zaragoza, recurriré a la edición de Espasa, que son novelas con formato enciclopedia, en donde el texto va acompañado con ilustraciones, anexos, etc.

NAPOLEÓN EN CHAMARTIN

Después del éxito español en Bailén, las tropas francesas consiguen asestar pocos meses después antes de acabar 1808, un duro revés a las pretensiones españolas al lograr Napoleón entrar triunfalmente en Madrid sin apenas sobresaltos.

Este episodio (unas trescientas páginas) lo escribe Galdós en treinta días, en enero de 1874, lo cual cifra muy bien la prosa torrencial del autor, su facundia, el buen hacer con los diálogos y lo inteligente de, a través de sus personajes y situándolos en los lugares adecuados, ofrecer un fresco histórico muy vívido y colorista. Por ejemplo, entre las medidas legales que adopta Napoleón está reducir el número de conventos. Como recoge el artículado. El número de los conventos actualmente existentes en España se reducirá a una tercera parte […] Los bienes de los conventos suprimidos quedarán incorporados al dominio de España, y aplicados a la garantía de los vales y otros efectos de la Deuda pública. Este asunto será tratado por los interpelados, por eclesiásticos como el padre Salmón, en trato con Gabriel, que siempre tiene la capacidad de estar en todas las salsas, de tal guisa que incluso seamos testigos de cómo José, el hermano de Napoleón, se pregunta por qué le llaman Pepe Botella cuando él solo prueba el agua. También le endilgarán lo de Pepe Plazuelas, pero eso es otro cantar.

Cuando Napoleón supera Guadarrama y se encamina hacia Madrid ya se ve que los madrileños, con un censo de 500 soldados para defender la ciudad, poco podrán opugnar a los imperialistas, con Napoleón a la cabeza. Los lugareños se abastecen de cuanto tienen a mano, pero esto resulta claramente insuficiente. Además, el ánimo que insuflaba el espíritu de la población durante el 2 de mayo dista mucho del presente, y enseguida se llega a la conclusión de que una retirada a tiempo es una victoria. A pesar de lo cual hay quien, como el Gran Capitán, decida inmolarse antes de caer bajo el yugo francés. El resto se buscará la vida como puede y algunos cambiarán de chaqueta sin miramientos. Ahí tenemos a Santorcaz de ánimo afrancesado al que las nuevas circunstancias le permiten de forma pintiparada pasarse al enemigo para convertirse en jefe de la policía menuda, haciendo su labor con esmero y poniendo entre rejas a todo aquel hostil a los franceses. Cuando el paisanaje defiende su ciudad se encuentran con que en vez de pólvora los cartuchos, no todos, llevan arena. Esto provoca el caos, la rabia ciega, la sinrazón desmedida y el que acabará pagando el pato de tales artimañas será el infausto Juan de Mañara, a quien ajusticiarán sin miramientos, y que Galdós refiere en estos términos:

Pero lo espantoso, lo abominable, y más que abominable vergonzoso para la especie humana, fue lo que ocurrió después. La plebe tiene un sistema especial para celebrar las exequias de sus víctimas, y consiste en echarles una cuerda al cuello y arrastrarlas después por las calles, paseando su obra criminal, sin duda para presentarse a los piadosos ojos en la plenitud de su execrable fealdad. Esto pasó con el cadáver del infeliz regidor, a quien conocimos amante de Lesbia, amante de la Zaina, amante de todas, pues no hubo otro que como él prodigara su hermosa persona en altas y bajas aventuras; esto pasó con el cadáver del infeliz a quien llamo D. Juan de Mañara, no porque este fuera su nombre, sino porque me cuadra designarle así, para no andar trayendo y llevando los títulos de respetables casas, por los altibajos de esta puntual historia. Pero apartemos los ojos, no miremos, no, ese despojo sangriento que por la calle de la Magdalena, y después por la del Avapiés abajo, arrastran en inmunda estera unos cuantos monstruos, hombres y mujeres tan sólo en la apariencia: cerremos los oídos a sus infames gritos, y sobre todo no miremos ese destrozado cuerpo, aún caliente, a quien las puñaladas, los golpes, el frecuente tropezar van quitando la figura humana, haciendo un jirón lastimoso de lo que fue, de lo que era pocos minutos antes hombre gallardo y gentil, y lo que es más digno de consideración, hombre dichoso y amable. Y mientras pasa esa salvaje bacanal, ese río de sangre y de infamia y de crimen, meditemos sobre las mudanzas mundanas, y especialmente sobre las cosas populares, las más dignas de meditación y estudio.

¿No habéis observado que todos los movimientos populares llevan en su seno un germen de traición, cuyo misterioso origen jamás se descubre? En todo aquello que hace la plebe por sí y de su propio brutal instinto llevada, se ve tras la apariencia de la pasión un tejido de alevosías, de menguados intereses o de criminales engaños; pero ningún sutil dedo puede tocar los hilos de esta tela escondida en cuyas mallas quedan enredados y cogidos mil bárbaros incautos.

Nada hay más repugnante que la justicia popular, la cual tiene sobre sí el anatema de no acertar nunca, pues toda ella se funda en lo que llamaba Cervantes el vano discurso del vulgo, siempre engañado.

Algo que me trae en mientes unos párrafos de Sobre el agua de Guy de Maupassant.

Hay una frase popular que asegura que «la multitud no razona» ¿Y cómo es que no razona la multitud si cada uno de los que la integran razonan? ¿Cómo es que una multitud hace espontáneamente lo que ninguna de sus unidades haría? ¿Por qué tiene la multitud impulsos irresistibles, determinaciones feroces, arrebatos estúpidos que nada es capaz de contener, y por qué realiza, arrastrada por tales arrebatos, irreflexivas acciones que ninguno de los individuos que la componen sería capaz de realizar? Que un desconocido lance un grito, y súbitamente se apodera de todos una especie de frenesí, y todos, movidos de un mismo impulso, al que ninguno intenta resistir, arrebatados por un mismo pensamiento, que se hace de un modo instantáneo común a todos ellos, aunque sean de castas, opiniones, creencias y costumbres distintas, se abalanzarán sobre un individuo, lo degollarán, lo ahogarán sin motivo, casi sin pretexto, mientras que, tomados aisladamente, serían capaces de arriesgar sus vidas por salvar al que están matando.

En la narración deambula el vivales de Diego, el condesito de Rumblar, el licencioso joven que no ve la manera con la que dilapidar su fortuna y endeudarse, comprometiendo su porvenir, viviendo la vida loca, que encelado por Santorcaz se verá incluso en la tesitura de secuestrar a Inés y tomarla a la fuerza de sus aposentos, que no es otro que El Pardo, donde está Inés junto a su padre, el tío de Amaranta, que de nuevo juega un papel relevante en la historia de los episodios, pues como ya viene siendo habitual mantiene con Gabriel un tira y afloja que siempre le permite al joven situarse, aunque sea episódicamente y brevemente, al lado de su amada (en esta ocasión haciéndose pasar el señor duque de Arión) para confesarle los males que asolan su alma, al tiempo que van comprobando cómo la naturaleza de su relación abunda y se enseñorea en la imposibilidad de estar juntos.

La novela se precipita a un final en el que a Gabriel lo vemos de nuevo preso, tras ser prendido en El Pardo, insurgente de esta gran epopeya, formando el eslabón de una cadena de veinte presos rumbo a Francia, junto a Roque, quien lo enterará del infausto final del Gran Capitán.

ZARAGOZA

Zaragoza había sufrido un asedio entre el 15 de junio y el 15 de agosto de 1808, que acabó con la retirada de las tropas francesas del mariscal Lefebvre. La novela se centra en el segundo asedio, aquel que tuvo lugar entre el 21 de diciembre de 1808 a 21 de febrero de 1809.

El protagonista vuelve a ser Gabriel. Respecto a la forma autobiográfica en la narración, Galdós afirma que esta tiene por sí misma mucho atractivo y favorece la unidad, pero impone cierta rigidez de procedimiento y pone mil trabas a las narraciones largas. Difícil es sostenerla en el género novelesco con base histórica, porque la acción y trama se construyen aquí con multitud de sucesos que no deben alterar la fantasía, unidos a otros de existencia ideal, y porque el autor no puede, las más de las veces, escoger a su albedrío ni el lugar de la escena ni los móviles de la acción.

Si en la anterior novela, Napoleón en Chamartín, Gabriel acababa detenido y conducido en una cadena de presos hacia Francia, logrará escapar y acabará en Zaragoza, en los días previos al asedio francés. En este capítulo las aventuras y desventuras amorosas de Gabriel con Inés no han lugar. Zaragoza es el episodio en el que lo bélico tiene más presencia, colonizando toda al narración, de los seis primeros episodios.

Al igual que en otras novelas, como El hombre del salto, que recrean con mucha verosimilitud acontecimientos bélicos, como el atentado a las Torres gemelas, Galdós, en Zaragoza, se mete de lleno en la ciudad asediada para llevar al lector de la mano y situarlo en el ojo del huracán, en el vórtice del infierno. Zaragoza (considerada antes de los asedios la Florencia española; contaba con 30 conventos de monjas y frailes de gran valor artístico, además de La Seo y El Pilar: sus dos catedrales) que contaba con 80.000 almas antes del asedio acabará con el 80% de la población aniquilada. A los muertos por la guerra contra los franceses se sumarán las víctimas de la epidemia (Galdós no habla de cólera ni de disentería), como consecuencia de los cuerpos sin enterrar, tanto como de la escasa alimentación y la extenuación.

Son casi 300 páginas que describen minuciosamente aquella carnicería, algo que se escapa a cualquier planteamiento lógico, pues parece imposible que Zaragoza con tan pocos efectivos y con escasos medios fuera capaz de resistir de una manera tan encarnizada y valiente, insuflada por un ánimo belicoso y heroico, en donde tanto hombres como mujeres (ahí estaba Agustina de Aragón al frente del cañón durante el primer sitio, en la defensa de la batería del Portillo, el 2 de julio de 1808) estaban dispuestos a sacrificar sus vidas y las de sus familiares antes de caer en manos francesas.

Como en los capítulos anteriores el honor y la gloria no se lo llevan aquí los mariscales, generales ni los altos mandos militares, sino aquellas personas que no que aparecen retratadas en los libros de historia, es decir, la población civil (cuyas historias particulares de heroísmo y resistencia serán referidas a Gabriel por el mendigo Sursum Corda); aquellos cuyos cuerpos irán a conformar columnas de cadáveres: compost de la historia con minúsculas.

Galdós da cierto respiro en su narración a través de la historia de amor, que no llegará a consumarse, entre Agustín y Mariquilla. Él va para para clérigo pero acaba de soldado. Ella es la hija de un usurero, el señor Candiola, mortificado por la población local, que cifra bien esa parte de la sociedad que solo piensa en sí misma en situaciones como aquella. Galdós en esto de hilar destinos pondrá a Agustín en la tesitura de tener que ajusticiar al padre de Mariquilla, acusado este de delator.

El espíritu noble, bravo, desprendido, generoso, heroico, de los aragoneses, cristaliza en la figura del perdurable don José de Montoria, padre de Agustín, aquel a cuyo encuentro va Gabriel acompañado de Roque, pues este último tiene ascendencia aragonesa y precisan en su precariedad vital del auxilio y amparo del bueno de José.

La narración es como situar una cámara, en pleno frenesí bélico, que registrase todo el horror, la barbarie, la carnicería humana que supone toda batalla, pero también todo el heroísmo, la solidaridad, la entrega sin límites; un proceder que se escapa la razón, por su energía inusitada, inhumana, al margen de toda lógica, un espíritu que como animado por un chute de adrenalina fuera capaz de arribar a cotas imposibles.
La resistencia fue tal que los franceses se vieron en el trance de tener que ganar las calles casa a casa, pues en todas ellas encontraban los invasores resistencia y en muchas de ellas la parca, la de los negros dedos.

Clausura la vibrante novela una reflexión de Galdós sobre la idea de nación española. La próxima entrega me lleva en volandas a Gerona.

Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y la usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea cristiana. El resultado es que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena, desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y aún hoy mismo, cuando parece hemos llegado al último grado del envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida, nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos. Hombres de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídas hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que aún conservan, y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas, reserva la Providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego; pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada.

GERONA

Como comentaba en Zaragoza, el anterior episodio nacional, Benito hablaba de las limitaciones que suponía la técnica narrativa de la autobiografía. No se puede estar en distintos lugares a la vez. De esta manera, aquí, el testigo de la narración lo cede Gabriel a Andrés Marijuán, soldado al que conoce cuando ambos se encuentran camino de Cádiz. Antes de llegar a Gadir, Andrés le referirá durante dos noches su periplo en la ciudad de Gerona, el asedio sufrido en dicha ciudad durante siete meses, de mayo a diciembre de 1809, por las tropas francesas.

Testimonio que como Gabriel nos comenta será literaturizado puliendo éste el estilo del tosco Andrés. No olvidemos que cuando Gabriel escribe estas crónicas supera ya los 80 años, y como afirma, alguna cosa habrá aprendido. Su buen hacer con la pluma es notorio.

Como es habitual en Galdós, con gran verosimilitud, nos hace sentir en Gerona, en carne propia los rigores de un asedio, trufando la narración de situaciones límite.

Se ve bien la pugna entre las exigencias del instinto de supervivencia y el tesón por mantener la dignidad y la decencia. Viéndose el circunstante en la tesitura de cruzar o no ciertos límites, que de hacerlo lo deshumanizarían y degradarían.

Cuando los franceses deciden asediar Gerona y esperan a que sea el hambre el que acabe derrotando a los españoles y haciendo que estos capitulen y a medida que escasean los víveres, dado que nadie puede entrar y salir de la ciudad, cuando no haya alimento alguno, después de haber despachado gatos, pájaros, ratones, incluso tras haber engañado al estómago cociendo cuero, friendo corcho, cuando ya no quede nada comestible que llevarse a la boca, finalmente la ciudad capitulará, tras haber caído enfermo el gobernador de la misma, el defensor de Gerona, don Mariano Álvarez, antes de lo lo cual, un médico, don Pablo Nomdedeu, desesperado ante el hambre de su hija Josefina (encamada y sin poder articular palabra, a resultas de los cañonazos y belicosidades previas), se verá impelido incluso a realizar actos de canibalismo que afortunadamente no llegarán a consumarse, librando así el pellejo tanto Siseta, con quién Andrés anda en tráfico amoroso, como sus hermanos pequeños, Manelet y Badoret, en cuyo porvenir se afana Andrés.

Al contrario de lo que sucedía en Zaragoza donde casi toda la narración se desarrollaba en las calles y primaba lo bélico, en Gerona, Benito centra su atención en lo doméstico, en las pasiones y zozobras humanas, exponiendo cómo el proceder humano se puede desbaratar en situaciones que lo superan y desbordan, como también sucedía en Trafalgar a cuenta de un naufragio.

Finalmente, una vez que Gerona capitule, Andrés y otros cuántos soldados serán detenidos y enviados a Francia, y entre ellos irá don Mariano, cuyo maltrato le permitirá a Andrés darle un repasito oral a Napoleón y a los suyos que no dejan de ser para éste más que una panda de bergantes sin escrúpulos, que incumplen los tratados, saquean los países y cuya codicia y soberbia serán su perdición, como se verá:

Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según su criterio, tan sólo de las menudencias de la vida. Por esta causa se atreven tranquilamente y sin que su empedernido corazón palpite con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a las mil fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas razones de estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces si se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que no quieren sino el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen con él a la pelota.
Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes, se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador se emboba engañado por la grandeza óptica de lo que en realidad es pequeño, y aplaude y admira un delito tan sólo porque es perpetrado en la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la observación lo mismo que el achicamiento que hace perder el objeto en las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque a mi juicio, Napoleón I y su efímero imperio, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba policía, tan sólo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas, apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho y sostenerse en constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum de desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si despojar a un viajante de su pañuelo se llama robo, para expresar la tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar los grandiosos planes continentales, la absorción de unos pueblos por otros… etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar; pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo a sus dueños los objetos perdidos, y restableciendo el imperio moral, que nunca está por tierra largo tiempo.

Despachada la crónica de Andrés, la narración tornará a Gabriel, y una vez en Cádiz, curiosamente, se volverá a encontrar por aquellas cosas del destino con Amaranta quien lo pondrá otra vez a su servicio, y la cual le informará de que Inés está en Cádiz. La novela acaba en los albores de un reencuentro, entre los jóvenes enamorados, que se nos hurta. Habré pues de proseguir avanzando en la lectura de estos episodios nacionales galdosianos con la vista puesta en Cádiz, la siguiente lectura.

El mejor homenaje, si no el único, que se le puede hacer a un escritor es leerlo. Mi objetivo para el 2020 es acometer la lectura de los Episodios nacionales de Galdós. En ello ando inmerso. Siete episodios leídos, por ahora.

CÁDIZ

La octava novela de la primera serie “La guerra de la Independencia” de los Episodios Nacionales, me ha resultado la más floja de las que llevo leídas. Caigo ahora en la cuenta de que Galdós es el autor que más he leído, pues con Cádiz, son ya diez títulos suyos cuya lectura he completado. Cifra que crecerá ostensiblemente cuando finalice la lectura de los episodios este año.

El problema aquí tiene que ver creo con las expectativas puestas en la novela. Recuerdo cuando leí El asedio de Pérez-Reverte, ambientada en Cádiz en fechas parecidas. Aquí al contrario de lo que sucedía en aquella novela o en otros episodios como Gerona o Zaragoza el asedio es algo anecdótico objeto de chufla, lo que daría hoy mucho juego a las charangas del carnaval gaditano.

Lo relevante es que las cortes se trasladan a Cádiz y aquí en 1812 se aprobará la primera constitución española. El poder pasará entonces al pueblo en el que residirá la soberanía nacional. Algo inaudito pues hasta entonces los reyes ostentaban el poder y el pueblo obedecía.

Prima en la novela el contenido folletinesco. El narrador es otra vez Gabriel, aquí más afortunado en cuanto a la consecución de ese amor que se le sustrae una y otra vez. En escena Amaranta y sus intrigas con Gabriel a su sombra. El condesito de Rumblar tiene una presencia episódica, sin apenas relieve. El objeto de la narración se centra en Lord Gray, británico muy particular, en unión con los españoles en lucha contra los invasores franceses. Todo apunta a que Lord Gay un tipo monolítico, sin fisuras, majestuoso en lo estético y en lo ético, buen conservador, inteligente, valeroso, galante, tiene todas las papeletas para ganarse el corazón de la joven Inés, algo que Gabriel no se tomará muy bien, llegando incluso, todo despechado, a tomar las armas en un duelo contra el inglés para conquistar el amor de su amada, una plaza nada fácil. El folletín se redondea con la presencia de otras dos zagalas: Presentación y Asunción, hijas de Doña María, tal que una de ellas caerá bajo el influjo amatorio del británico, al tiempo que le permite a Galdós reflexionar acerca de conceptos como el honor y el decoro.
Con el gracejo característico en la vivaz prosa de Galdós muy de refilón nos hace ver cómo va asumiendo el pueblo esto de la soberanía nacional y la democracia como hace el Diccionario manual, para el que la democracia es una especie de guardaropa en donde se amontonan confusamente medias, polainas, botas, zapatos, calzones y chupas, con fraques, levitas y chaquetas, casacas, sortúes y capotes ridículos, sombreros redondos y tricornios, manteos y unos monstruos de la naturaleza que se llaman abates. O la idea que de la misma tiene una mozalbete ceceante: es aquella forma de gobierno en que el pueblo, en uso de su soberanía, se rige por sí mismo, siendo todos los ciudadanos tan iguales ante la ley que ellos se imponen, como lo somos los desterrados hijos de Eva a los ojos de Dios.

Al amparo de la libertad de la imprenta surgen periódicos como El Revisor Político, El Telégrafo Americano, El Conciso, La Gaceta de la Regencia, El Robespierre Español, El Amigo de las Leyes, El Censor General, El Diario de la Tarde, La Abeja Española, El Duende de los Cafés y El Procurador general de la Nación y del Rey; algunos, absolutistas y enemigos de las reformas; los más, liberales y defensores de las nuevas leyes.

Se resuelve bien la historia esta vez para Gabriel, pues parece conseguir si no el fervor, sí al menos la compañía de Inés, dispuesta ella a seguirle y huir juntos. Comentar, para concluir, que Inés descubrirá la identidad de su verdadera madre y lo que ello le acarreará al tratar de sustraerse a la férula de Doña María y de la Marquesa de Leiva.

Juan Martín el Empecinado es el noveno episodio nacional correspondiente a la primera serie de la Guerra de la Independencia. Benito Pérez Galdós la escribió en diciembre de 1874. Si los episodios anteriores tomaban sus títulos de ciudades como Cádiz, Gerona o Zaragoza, en la que los españoles defendieron heroicamente las mismas del asedio francés, o de fechas clave como El 2 de mayo o la batalla de Trafalgar en esta ocasión la novela toma el nombre de Juan Martín, más conocido como El Empecinado.

Tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el contrabandista, el ladrón de caminos. El aspecto es el mismo: sólo el sentido moral les diferencia. Cualquiera de esos tipos puede ser uno de los otros dos sin que lo externo varíe, con tal que un grano de sentido moral (permítaseme la frase) caiga de más o de menos en la ampolleta de la conciencia.

El Empecinado cae del lado de los guerrilleros, que en Mayo de 1808 había salido de Aranda con un ejército de dos hombres y que en Setiembre de 1811 mandaba tres mil. Las andanzas del guerrillero y sus secuaces se desarrollan en la provincia de Guadalajara, en poblaciones como Sacedón o Cifuentes. Por obra de Benito, nuestro protagonista, otra vez Gabriel de Araceli, agraciado con el don de la oportunidad se sitúa en las filas del empecinado, y así podremos ver cómo transcurría la vida de estos guerrilleros.

Las guerrillas, que son la verdadera guerra nacional; del levantamiento del pueblo en los campos, de aquellos ejércitos espontáneos, nacidos en la tierra como la hierba nativa, cuya misteriosa simiente no arrojaron las manos del hombre; voy a hablar de aquella organización militar hecha por milagroso instinto a espaldas del Estado, de aquella anarquía reglamentada, que reproducía los tiempos primitivos.

JUAN MARTÍN EL EMPECINADO

El Empecinado se hace respetar, pero no está libre de luchas intestinas como las que tendrá que librar con figuras como el mosén Antón Trijueque. No lleva bien éste estar bajo las órdenes de nadie y como la cabra tira al monte el desacato conducirá a Trijueque a las tropas francesas, cambiando de bando, convertido en un Judas. Como es habitual en Galdós la novela tiene un ritmo endiablado, se suceden un sinfín de peripecias, como la de ese niño de dos años –y sin destetar- que los guerrilleros llevan consigo, al que llaman el empecinadillo, al cual hay que buscar alimento mamario en cada pueblo al que llegan, y que más adelante será el salvador de Gabriel, cuando este caiga preso y el pipiolo bien dotado en las artes del choriceo le provea de una lima con la que Gabriel alcanzará la preciada libertad, con un objetivo, ir tras los pasos de Inés, que de nuevo aparece en la historia, como un imposible, situada ésta en la localidad de Cifuentes con D. Luis de Santorcaz también tras sus pasos y con la idea de llevársela con ella. Habrá un despacho entre Gabriel y Luis, cuando éste último acceda a liberar a Gabriel a cambio de que el joven cambie de dando, obteniendo un no rotundo a su proposición. Luis, al nulo abrigo del aposento carcelario, le referirá a Gabriel su biografía condensada, con el ánimo de si no ser aceptado, sí al menos obtener cierta comprensión hacia su conducta y actos.

Los guerrilleros llegan a los pueblos y la tropa está hambrienta, no reciben raciones, visten con harapos y lo que sucede es que si los franceses llegan a estos pueblos castellanos y arrasan con todo, vacían las bodegas y los figones, sustraen las escasas reservas, asesinan por doquier y ponen el broche incendiando los pueblos al marchar, cuando después llegan los guerrilleros, estos acuciados por el hambre, la sed, el frío, harán algo parecido, porque si no queda nada allá es porque los lugareños han sido muy accesibles a las demandas de los imperiales invasores y les han dado todo, lo cual implica tomar medidas, y vienen más muertes, ajusticiamientos, fusilamientos, ahorcamientos. De esta manera estas míseras gentes están entre dos frentes armados y con ambos saldrán perdiendo. De ninguno de los dos obtienen provecho alguno, tocados por la infausta mano negra de la guerra, la muerte, la destrucción.

LA BATALLA DE LOS ARAPILES

Dos años después de haber comenzado la escritura de los episodios nacionales, en marzo de 1875, Benito Pérez Galdós concluyó su décimo episodio, La batalla de los Arapiles, clausurando así la primera serie centrada en la Guerra de la Independencia.

La batalla de los Arapiles, con dos ejércitos en Liza, el británico y el francés, acontece en las formaciones geográficas conocidas como los Arapiles, el grande y el pequeño. Montañas próximas a Salamanca. Al frente de los británicos Wellington, quien más tarde participaría en la batalla de Waterloo.

Como ya es habitual, Gabriel de Araceli, nuestro protagonista, se verá envuelto en toda suerte de peripecias bélicas. Luchando aquí codo a codo con los ingleses y escoceses contra los imperiales. Incluso logrará hacerse con una bandera francesa que luego le acarreará grandes reconocimientos. Perdiendo el conocimiento y salvando el pellejo (de nuevo) milagrosamente.

Lo que alienta otra vez la narración es el amor, al parecer imposible, entre Gabriel e Inés. Pero quiera que para acabar esta primera serie Galdós decidiera proporcionarles un final feliz a ambos, matrimonio mediante, limando incluso asperezas entre la Condesa y Santorcaz, los mal avenidos progenitores de Inés, que se dan en el perdón mutuo antes de que Santorcaz muera.

Aquí la épica de la batalla no es tal, los ejércitos son brochetas de carne ensartadas, atravesadas por bayonetas, reventadas por un arcabuz, pisoteadas por un caballo. Lo que deja el campo de batalla para el espectador inerme son imágenes dantescas, como tienen ocasión de comprobar Inés y su madre cuando van al inframundo buscando a Gabriel.

Siguieron ellas y Tribaldos y recorrieron el campo de batalla, que la luz del naciente día les permitió ver en todo su horror; vieron los cuerpos tendidos y revueltos, conservando —en sus fisonomías la expresión de rabia y espanto con que les sorprendiera la muerte. Miles de ojos sin brillo y sin luz, como los ojos de las estatuas de mármol, miraban al cielo sin verlo. Las manos se agarrotaban en los fusiles y en las empuñaduras de los sables, como si fueran a alzarse para disparar y acuchillar de nuevo. Los caballos alzaban sus patas tiesas y mostraban los blancos dientes con lúgubre sonrisa. Las dos desconsoladas mujeres vieron todo esto, y examinaron los cuerpos uno a uno; vieron los charcos, las zanjas, los surcos hechos por las ruedas y los hoyos que tantos millares de pies abrieran en el bailoteo de la lucha; vieron las flores del campo machacadas, y las mariposas que alzaban el vuelo con sus alas teñidas de sangre.

La nota alegre y festiva en la narración viene de la mano de una inglesa, a la que llaman miss Fly. Respetada tanto por los ingleses como por los británicos como por los españoles podrá moverse a sus anchas, visitando iglesias, ermitas, haciendo sus bocetos. Quiera la narración que la joven, bella e intrépida viajera inglesa acabe acompañando a Gabriel (que para ella es poco menos que un caballero andante a la vieja usanza, un trasunto de Lanzarote) cuando éste se ofrece a los británicos como espía, para infiltrarse en Salamanca y poder describir desde el interior la situación de la ciudad, bajo el dominio francés. Si en otros episodios como en Gerona, Cádiz, o Zaragoza, lo que se narraba era el asedio que los españoles sufrían por parte de los franceses, aquí la situación es la inversa, al ser los franceses los que toman poder de Salamanca y son los ingleses los que intentan liberarla para la causa española.

Voy a extrañar a Gabriel, después de más de dos meses siguiendo sus divertidísimas andanzas, quien se despide de nosotros los lectores con estas palabras de esperanza.

Si os halláis postergados por la fortuna, si encontráis ante vuestros ojos montañas escarpadas, inaccesibles alturas, y no tenéis escalas ni cuerdas, pero sí manos vigorosas; si os halláis imposibilitados para realizar en el mundo los generosos impulsos del pensamiento y las leyes del corazón, acordaos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo

Benito Pérez Galdós
Episodios Nacionales
Primera Serie: La guerra de la Independencia

1- Trafalgar
2- La corte de Carlos IV
3- El 19 de marzo y el 2 de mayo
4- Bailén
5- Napoleón en Chamartín
6- Zaragoza
7- Gerona
8- Cádiz
9- Juan Martín El Empecinado
10- La batalla de los Arapiles

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