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Cerezas en el escondite. Textos periodísticos 2011-2020 (Tomás Sánchez Santiago)

Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) es poeta, antologista, novelista, ensayista, articulista y profesor, ya jubilado. Nos deja en su adiós a la docencia un artículo esplendido, Hora de irse. En estos Devaneos ha aparecido cuando leí El murmullo del mundo, diarios que eran a su vez ensayos, narraciones, aforismos, poesías y crónicas de viajes, por poner etiquetas a todo aquel magma proteico.
Vuelvo de nuevo ahora a Tomás para leer una selección de sesenta y nueve artículos publicados en La sombra del ciprés, suplemento cultural de El norte de Castilla, entre 2011 y 2020, recogidos y editados por Menoslobos & Eolas, el año pasado.

Tomás honra la memoria de aquellos que se fueron, recobrados a la vida a través de sus palabras; escritores como Julio Verne, Julio Cortázar, la impronta que dejaron en él libros como El túnel de Ernesto Sábato, el sabor de las palabras en los libros de Ignacio Aldecoa o en las novelas Rafael Chirbes, del que echa en falta aquella capacidad de análisis que tenía aquel para desentrañar la realidad; poetas como Aníbal Núñez, cantantes y escritores como Leonard Cohen, cuyos textos de canciones le acompañaron durante un verano en su juventud.

Tomás cabalga a lomos del humor y la ironía en artículos como Teoría del bostezo o La graduación, nos ofrece un tratado sobre la delicadeza (impagable la anécdota de Kafka), resume bien el espíritu de una época pasada, oscurantista y gris, una sociedad obediente y nada alegre, acuñada por la moral y el orden en una sola palabra: bocamangas; o cifra la pérdida, no solo de personas, sino también de un mundo, el de las palabras, que pierden carnosidad y consistencia para ir a caer en manos de la inanidad, o la pasamanería verbal en la que se desenvuelve cierta poesía vanguardista. Se lamenta de que la palabra “emoji” sea la palabra del año, algo que es prueba inequívoca de la pérdida de peso de la palabra, asimismo de su presencia y consistencia, en favor de la imagen, en esta sociedad del espectáculo. Es testigo el autor del cierre de los comercios, como aquellos locales que dieron vida a la Calle Feria, calle convertida en microcosmos o réplica del mundo real en su juventud. Reivindica Tomás a fotógrafas como Encarna Mozas, pensadores como Emilio Lledó y a otros escritores que no comparecen en las mesas de novedades editoriales, entre otros, José Antonio Abella (El hombre pez), Ángel Fernández Benéitez (Perdulario. Antología poética (1978-2013)), Bruno Marcos (Últimos pasajes a la diferencia), Gaspar Moisés Gómez (Quieto espacio. Fugacidad del tiempo).

El escritor aquí no es alguien ensimismado en un quehacer solipsista, al contrario, necesita estar al cabo de la calle, acudir a un club de lectura, precisa de las conversaciones ajenas, la barra del bar, las canciones de una anciana, la presencia inamovible de un hombre en un parque a la intemperie, para nutrir de palabras su escritura y escribir como se habla, no para orillar la imaginación, sino para alentarla, tal que la realidad ficcionada (lean Lo cierto y lo posible) resulte verosímil.

Leer a Tomás me resulta reconfortante porque es recuperar la dicha del sosiego, los dones de la morosidad, la imperiosa necesidad de la reflexión y el juicio crítico, la apertura de las puertas ante el empuje suave de la palabra creadora y amparadora, el solaz de la memoria, en un diálogo amistoso y humilde (lean Carne de solapa), para nada aleccionador, en el que la sabiduría del autor, mediante su pensamiento hecho carne y cálido aliento es el oxígeno que el lector respira y así revive.

Lectores como yo que solo deseamos que Tomás siga remando en el aire, escondiendo cerezas brillantes para nosotros.

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