Archivo de la categoría: Libros

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Ana de las Tejas Verdes. La llegada (L. M. Montgomery)

A principios del siglo XX la canadiense L. M. Montgomery escribió la saga Ana de Las Tejas verdes, que sería llevada luego a la televisión y al cine.

La llegada, con traducción de Ana Isabel Sánchez, es el primer título de la saga. Ana Shirley tiene 11 años, vive en un orfelinato hasta que dos hermanos deciden adoptarla. Se trata de un error porque ellos quieren un chico y a cambio obtienen una chica. Al hermano, llamado Matthew, la niña le cae bien desde el principio. A su hermana Marilla no tanto. La idea pasa por devolver a la niña al orfelinato, pero tras unos días de prueba, y cediendo al buen corazón de ambos hermanos, deciden adoptarla, no sin ciertas reservas.

Ana Shirley es todo un personaje, una niña dotada de una imaginación desbordante, intrépida, que no se achanta ante nadie ni nada, un espíritu libre que Marilla se ve en la necesidad de doblegar, o encauzar a través de la educación.
Como es de esperar las cosas no empiezan bien, Ana no sabe manejar los usos de la cortesía, la diplomacia, y le saca los colores a Marilla frente a sus amigas, o cuando Ana debe acudir al colegio y monta un pifostio, o miente haciendo una declaración falsa a fin de contentar a Marilla. Pero todos estos son pormenores que se pueden enmendar.
Los hermanos descubren en su interior sentimientos inéditos para ellos hasta entonces, algo parecido a la ternura, el afecto, el cariño. Las cosas que la niña les cuenta les hacen mucha gracia, pero también se entristecen cuando Ana llora como una descosida, pues la niña a pesar de ser muy echada p’alante también es muy susceptible y de lágrima fácil, como cuando en el colegio se mofan de su pelo rojo al que le llaman pelo de zanahoria (como la novela de Renard)

El personaje de Ana Shirley, o de Cordelia Shirley como le gusta a la niña llamarse a sí misma le permite a la autora censurar ciertas actitudes de los adultos mediante el proceder de Ana, quién tiene sus más y sus menos con los docentes, los párrocos, los adultos adustos, y con todo aquel dotado de escasa imaginación. Estas salidas de tono, o así le resultan a Marilla, analizadas un poco más al detalle no son tales, y esa es la transformación que experimentan Marilla y su hermano, que dejados llevar por la inercia, aceptan ritos, costumbres, tradiciones, jerarquías, sin pensar apenas en ellas, de una forma automática. La llegada de Ana, su mirada virgen, pone todo este entramado patas arriba, y esto es el gran logro de esta divertidísima novela.

Absalón, Absalón

!Absalón, Absalón! (William Faulkner)

Después de haber leído Cuerpos del rey de Pierre Michon quería leer !Absalón, Absalón! de William Faulkner. En un Re-Read en Vitoria adquirí un ejemplar de la novela, editada en 1981 por Alianza y Emecé, con traducción de Beatriz Florencia Nelson.

Cada vez llevo peor leer libros como éste, cuyo texto tiene un tamaño tan piojoso, algo parecido a un arial 8. Además, el paso del tiempo le ha pasado factura, y algunos caracteres aparecen en blanco, pero es lo que tenía entre manos.

Si el Ruido y la furia se me atascó cuando intenté leerlo hace tiempo, recuperé más tarde la fe en Faulkner leyendo Luz de agosto y después Mientras agonizo. La seducción, ahora, lejos decrecer se ha acrecentado después de haber leído !Absalón, Absalón!.

Faulkner podía haber optado por una narración lineal para describir los acontecimientos ligados a una estirpe familiar, los Sutpen, con Tomás a la proa, en el sur de los Estados Unidos, en el universo Faulkneriano llamado Yoknapatawpha, durante la segunda mitad del siglo XIX y hasta entrado el siglo XX. De hacerlo así no estaríamos hablando de Faulkner, pues lo que éste tiene en mente es precisamente todo lo contrario. La historia se nos presenta fragmentada, astillada, a través de varios narradores, que van vertiendo en el relato lo que recuerdan, para que los otros sigan completándolo, en base a aquello que recuerdan, o que les han contado. A eso hay que añadir la imaginación de cada cual, como hará Quintín, uno de los narradores, quién a medida que conversa con Shreve, se irá metiendo en la historia, habitándola, creándola. De esta manera el texto se abrirá a la incertidumbre, a la interpretación, y si hay interpretación, para decirlo en palabras del filósofo Mèlich, tiene que haber más de una, porque la interpretación siempre es múltiple, es plural, es infinita, o no es interpretación en absoluto

Así leído, el libro resulta denso, mareante, pues la lectura es un turbión constante de saltos en el espacio y en el tiempo. Como el chiquillo que en el 83 en Zarautz en la playa oye Galernaaaaa y sin tiempo a poner los pies en polvorosa ya se ve apresado por la ola que lo lanza al fondo lo centripeta y luego lo centrifuga y lo devuelve a la orilla aterrado y gozoso con un nudo en la garganta y arena en todos los orificios de su cuerpo, así el lector con Faulkner se ve también arrastrado, sumido en la historia, desmadejando el ovillo de sentimientos encontrados, poniendo un foco de luz en lo obscuro de la naturaleza y condición humana, encadenada a la moral, a la tradición, aunque Tomás Sutpen tiene algo de pionero, de fundador de su propia historia, que nacerá repudiando a su mujer y a su hijo. La pugna siempre entre blancos y negros. Como sucedía también en Luz de agosto, con la pureza de sangre, y esa única gota de café en la leche que nos hace hablar de café con leche, hete ahí, la pugna entre Tomás y su hijo Carlos, nacido de una cuarterona, Eulalia, y por tanto el repudio, y lo que vendrá, pues todo converge hacia el Ciento de Sutpen, donde vive el patriarca acompañado de su mujer, Elena, y sus dos hijos: Judit y Enrique. Cómo sustraerse a la posibilidad del incesto, a la fuerza demoniaca del asesinato, a que la guerra (entre Norte y Sur) haga lo que propicia el no atrevimiento, a lo que sea que se entienda por honra, dignidad, sentido del deber, a la pulsión sexual varonil innominada, a alentar el desaliento, el no porvenir, la fatalidad en cada acción, en todo sino.

Faulkner chorrea estilo, hace continuos malabares con su estructura narrativa y uno parece estar leyendo las sagradas escrituras, un texto infinito, ajeno al tiempo, como si las palabras estuvieran esculpidas en piedra, sin que haya nada redundante, todo es mollar, y a pesar de la densidad, de la complejidad, del desafío, Faulkner fluye, engancha, definitivamente te aturde y lo hace de tal forma que cuando luego coges otra novela te resulta impostada, hueca, trivial, sin aliento ni vida, un cascarón vacío, en suma. Estos son los peligros (que son necesarios arrostrar) de acercarse a ciertos libros, a ciertos autores como Faulkner. Ahora ya me veo preparado para seguir cuando proceda con El ruido y la furia.

Otras reseñas: El blog de Juan Carlos | Cicutadry | El lamento de Portnoy

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La batalla de Occidente (Éric Vuillard)

Eric Vuillard es un escritor que captó mi interés hace años. Así irían desfilando por estos devaneos librescos la singular biografía de Buffalo Bill, El orden del día, 14 de julio, y ahora La batalla de Occidente, libro que data del año 2012 y que ha sido publicado por Tusquets y traducido con su habitual solvencia por Javier Albiñana.

El estilo de Vuillard, con esa mezcla de novela y ensayo, se mantiene en toda su producción literaria tanto como su reiterado acceso a la Historia, que va de lo general a lo particular, abordándola de forma oblicua y aquí panóptica, como quien maneja entre las manos un cubo de rubik y de cada uno de sus 27 cubitos extrae distintas historias que giran sobre el eje de la ironía y la crítica.

En La batalla de Occidente el autor galo fija su atención en la Primera Guerra Mundial, sin atormentar al lector con un sinfín de fechas, datos, personajes históricos, cifras, etcétera. En esto me recuerda al libro 14 de Echenoz, o a Marne de Edith Wharthon, que relataba dicha batalla casi in situ.

Los gerifaltes, los mariscales, los grandes empresarios, todos aquellos que ostentan el poder, son capaces de movilizar, patrocinar y visualizar los ejércitos sobre un tablero, y después a las masas sobre la tierra, para luego ésta anegarla con su sangre, la de los más de 20 millones de muertos durante la Primera Guerra Mundial, en el que los países se
acababan declarándose la guerra, cayendo en un bando u otro sin saber muy bien por qué. Montañas de huesos y calzados de muertos a las que habría que añadir luego los mutilados, los enfermos, las mujeres violadas, los muertos de hambre, los ajustes de cuentas, las ciudades arrasadas, los campos calcinados, la civilización hecha añicos. Destruirlo todo para luego reconstruirlo. Para repetir la barbarie de nuevo, con energías renovadas, apenas tres décadas después. El eterno retorno.

La guerra: la primera, la segunda y cualquier otra parecen ser solo la punta del iceberg, lo más espectacular, aquel número circense que abrasa las palmas de un público entregado, sediento, emocionado, perplejo, abismado, ensordecido.

El sangriento siglo XX irá perfeccionando la forma de matar el mayor número de gente en el menor tiempo posible (Hiroshima, la Shoah…) y de esto da cuenta Vuillard: este delirio técnico-científico tan mortífero. H.G. Wells en el libro de Lodge miraba en 1945 desde la ventana la llegada de los bombarderos alemanes con aquel prodigio de la destrucción, las V1 y V2 y similares que luego arrasarían Dresde y otras muchas ciudades.

La génesis del conflicto armado arranca con el asesinato del archiconocido Archiduque Franz Ferdinand en junio de 1914 para luego irse ramificando, transversalmente, narrando y siguiendo el despliegue de las distintas tropas sobre el terreno europeo: franceses y alemanes principalmente, las distintas tácticas militares puestas en práctica por los hunos y los otros, la ganancia alemana en el comienzo y su postrera perdición, convertido en un lobo acosado y vencido.

Vuillard levanta la mirada y se desplaza por la cinta transportadora de la historia, hasta la segunda guerra mundial, a los campos de concentración, sin olvidar la revolución rusa, el genocidio armenio a manos turcas, ambos acaecidos durante el transcurso de la primera guerra mundial, y acaba en los Estados Unidos, con aquellos magnates que fiarán a franceses, británicos y alemanes, financiando primero la guerra (armándolos a todos hasta los dientes) y luego la reconstrucción de la paz, con la bendita deuda.

Como en 14 de julio Vuillard nos acerca la historia de una manera desenfadada, irónica, «chapucera» llega a tildarla el autor, sin darle ninguna concesión épica a la guerra: fuente de sufrimiento para todos, sin importar los bandos, sacrificándose millones de vidas para obtener pírricas victorias.

Lo que Vuillard deja caer es que no parece que aprendamos mucho de nuestros errores y horrores. Viendo hoy los personajes que están al frente de los países más poderosos del mundo, Vuillard creo que no va nada desencaminado, cuando lo que se alienta es la desmemoria, la amnesia y el blanqueamiento, para poder seguir trazando un plan diabólico con la mínima resistencia y oposición.

Veremos qué nos depara el siglo XXI. De momento, entre las impacientes manos, un pandémico 2020 infausto.

www.devaneos.com

Playas, ciudades y montañas (Julio Camba)

Me pirra Julio Camba. En estos días en los que el pan nuestro de cada día pasa por permanecer en nuestros domicilios son más necesarias que nunca dos cosas: el humor y el evadirse viajando. Viajar mentalmente, se entiende. En mi auxilio viene Julio Camba, aquel escritor gallego del que Francisco Fuster en el prólogo dice que ya nadie se acuerda. No todos. En estos devaneos librescos recurro con frecuencia a exhumar a Camba.

La editorial riojana Pepitas de Calabaza publicó Mis mejores páginas. En Fórcola leí Caricaturas y relatos y Crónicas de un viaje, impresiones de un corresponsal español. Digo esto porque la lectura de Playas, Ciudades y Montañas, editado por Reino de Cordelia es en parte una relectura, dado que algunas de estas crónicas ya las había leído en los citados libros.

Julio CambaCamba escribió estas crónicas hace algo más de un siglo, y aunque no han perdido frescura muchas cosas sí han cambiado, como esos recorridos en diligencias que se hacían interminables y que le sirven al autor para hacer un panegírico, no de las Ventajas orejudas de viajar en tren, sino de dichas diligencias de trote cochinero, ante la llegada de los automóviles, que supondrá un aprendizaje tanto para conductores como para los peatones que deambularán desde entonces por los caminos bastante menos despreocupados.

Habla Camba de los foros en Galicia, ese tributo agrícola que había que pagar al propietario de las tierras, ya abolido, y recorre Santiago de Compostela, Vigo, Grove, Pontevedra, recurre a la anécdota gastronómica, al apunte social jocoso, a leyendas locales que abundan en aquello de que ciertos curas eran los Padres de todos, habida cuenta su lubricidad, pone en entredicho, el mítico ponto vinoso, a saber: Agua, agua salada que no sirve para beber: he aquí el mar. Ha llegado ya la hora de decirle la verdad a este monstruo tan orgulloso. El mar es un prestigio falso. No es bonito ni mucho menos. La hermosura se la dan las playas y las costas. Suponed el agua del mar en una palagana, y a ver qué queda de su belleza, tanto como lo bucólico geórgico de la vida rural y pacífica, un monumental aburrimiento en su opinión, al no haber nada que hacer en un pueblo, un paisaje que a él le resulta estéril para crear, pues él precisa ruido, el bullicio del café, el aliento nitroso de la ciudad, y de ciudades Camba sabe un rato, al ir de corresponsal a París, a Londres, y mira y escribe como el recién llegado, antes de verse inmunizado por el día a día, por eso sus crónicas pudieran caer en el tópico y en los prejuicios que van de serie, pero no lo hacen, porque se sitúa en el lugar justo para resultar objetivo, objetividad imposible, pues todo viene filtrado por la lente del intelecto y la aguda mirada del autor, para señalar así las bondades y maldades del espíritu de cada pueblo: el suizo, el británico, el francés, el español, descendiendo hasta el gallego, arremetiendo contra el españolismo, contra los poetas locales empecinados en loar solo la causa nacional, vacunado Camba de cualquier canto de sirena nacionalista, llegando incluso a dudar de la existencia de los suizos, recurriendo a Baroja para maldecir el defecto de los regionalismos: el de substituir con un problema casero los grandes problemas de nuestro siglo

Camba expone su particular taxonomía de las clases de turistas y sus trinchantes tronchantes observaciones sobre los turistas suizos, alemanes, yanquis, acerca de los viajes circulares en los que se hacen muchos kilómetros sin aprender nada, sin dejar poso alguno, viajes de moda entones merced a la hoy quebrada compañía de Thomas Cook.

Camba fija su mirada en la gastronomía, porque según él para conocer un país se precisan dos cosas: visitar sus cocinas y alcobas. Un descansar, un comer que el autor liga al espíritu, para explicarlo, el de los británicos que van a la cama a dormir, que comen solo para alimentarse, de las camas francesas, cómodas, acogedoras, de su cocina, convertida en un arte, tanto como sus ciudades, hechas para flanear, para perderse por sus bulevares, hasta llegar a esa construcción literaria que es el Barrio Latino, poblada del atrezzo bohemio: Antes bien, el hacer de bohemios les cuesta su dinero. Hacen de bohemios mientras pueden, y cuando la familia se niega a girarles un franco más, entonces dejan de hacer de bohemios y se marchan para no llegar a quedarse sin comer.

Camba ofrece páginas preciosas epitáficas como las dedicadas a Sawa. Y no todo es chufla y cachondeo, porque entre bromas y veras el de Villanueva de Arosa no puede dejar de hablar de algo acuciante en la España de hace un siglo:

No. Nosotros tenemos para aderezar la carne una gran salsa nacional: el hambre, que, desde los tiempos de Cervantes, es, en España, la mejor de las salsas

Tampoco de la emigración, de todos sus paisanos que cruzaron el charco buscando un futuro:

La conquista de América no se ha terminado todavía. A diario van a ella nuevos aventureros en busca de nuevos tesoros. Y los traen. Traen algunos miles de pesos; pero algo se dejan allí que tiene más valor: la juventud y el trabajo. Esos miles de pesos son la remuneración de un esfuerzo, siempre mayor que los miles, y el fruto de ese esfuerzo se queda en América. América se lo merece. Es generosa y es laboriosa. Emplea al que le pide trabajo. Su vida tiene un sentido nietzcheano: el de atraer a los fuertes y rechazar a los débiles.

Lean a Camba, sus músculos faciales y su alma se lo agradecerán.

Reina de Cordelia. 2010. 280 páginas