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Los demonios (Fiódor M. Dostoievski)

Thomas Bernhard en sus Relatos autobiográficos, de los que ya hablé hace un tiempo, comentaba que en su mocedad, mientras se encontraba hospitalizado cayó en sus manos Los demonios de Dostoievski y decía que tras leer esta novela pasó una buena temporada sin leer nada, porque sabía que lo que vendría después iba a ser una gran decepción, y que le haría encontrarse ante un abismo. Que nunca había leído un libro de aquella insaciabilidad y radicalidad, que se encontraba ante una obra literaria salvaje y grande y que pocas novelas habían tenido sobre él un efecto tan monstruoso.
Entiendo lo que dice Bernhard, dado que Dostoievski acerca a sus personajes al precipicio; personajes que en su tramo final parecen haber perdido el juicio contra la razón. Muy presente está la muerte, ya sea mediante el suicidio o sobre posibles crímenes, cometidos o por cometer, pues como se leerá, al final muere casi hasta el apuntador. Maneja Dostoievski términos como abyecto, vil, ruin, abominable, repulsivo, emponzoñar, repugnante… palabras aniquiladoras que recorrerán después toda la obra de Bernhard.
Es comprensible que esta radicalidad, este salvajismo presente en la novela, a Bernhard, en aquellos años joven, enfermo e inflamado de nihilismo, todo esto que presentara Dostoievski en este novela endemoniada le imantara como a la mariposa el fanal.
Si hubiera llevado a la práctica lo que defendía Oscar Wilde de abandonar prontamente aquellos libros que nos nos gustan, conclusión a la que según Wilde podemos arribar tras leer unas pocas páginas, esta novela la hubiera dejado arrinconada allá por la página 200.
Me parece interesante la novela cuando surge el personaje de Stavrogin, pero luego, a mi entender la narración languidece bastante, se demora demasiado en menudencias y me aburre con tanta palabra en francés, que no veo que aporte nada al texto, más allá de conducirnos a leer las continuas notas a pie de página, a aquellos que no sabemos francés.
Dostoievski parodia o loa a otros personajes reales, de tal manera que este juego de similitudes y diferencias sería muy apreciado entre los lectores de su época que manejarían regocijados toda esta información y puyazos referenciales, pero que son pólvora mojada si no conocemos a las personalidades mentadas.
En la narración ya desde el comienzo, hay mucho humo, demasiado, pero no veo el fuego por ninguna parte. Hay un discurso sobre el fanatismo, sobre el ejercicio del poder, sobre el aborregamiento de las masas, sobre la falta de testas pensantes en los pagos rusos, sobre la necesidad de Dios…, pero todo el andamiaje sobre el que se sustenta, es tan desmedido como, muy a menudo, tedioso. En otras novelas como Crimen y castigo o El jugador, las dos que había leído anteriormente de Dostoievski -Los hermanos Karamazov la tengo ya olvidada- sí que vi ese fuego, ya fuera a través de un humor ácido o de un desmenuzamiento del alma humana asombroso. Aquí, salvo el discurso de Stepan Trofimovich en su defensa de la belleza, mientras su auditorio, mitad cafres, mitad bestias, todos ajenos a la belleza, tratarán de lincharlo, la confesión de Stavroguin al padre Tijón (capítulo IX de la parte segunda, que en este volumen figura como una anexo posterior al final, capítulo suprimido cuando se publicó y añadido a partir de 1922), el cuestionamiento de la figura del laureado escritor (que me recuerda a Retiro de Dovlátov) aquel que escribe para la patria, la posteridad, las coronas de laurel”, centrado en la figura del ínclito Karmazinov (un trasunto de Turgueniev con el que Dostoievski ajustaría cuentas), esa ironía muy presente en el texto donde las clases nobles, incluidos los escritores hablan del pueblo, sin conocerlo personalmente, más bien de oídas, un pueblo que viene a ser una idelalización como recoge bien las palabras de Stepan Trofimovichyo amo al pueblo, me parece indispensable, aunque nunca lo había visto de cerca”, donde sí que hay fuego de metralla: Hablando en términos generales, si se me permite expresar mi opinión en materia tan delicada, todos estos individuos dotados de un talento mediocre, que muchas veces alcanzan en vida la consideración de genios, o poco menos, no sólo desaparecen después de su muerte de la memoria de la gente casi sin dejar huella y de manera repentina, sino que incluso en vida, en cuanto aparece una nueva generación que toma el relevo de aquella en la que habían florecido, ocurre que son olvidados y despreciados por todo el mundo con una rapidez increíble. Entre nosotros es algo que ocurre de forma abrupta, como los cambios en la decoración teatral. !Oh, no ocurre así con Pushkin, con Gógol, con Molière, con Voltaire, con esos creadores que realmente tienen algo nuevo que decir), el resto, es solo eso, humo, y ramificaciones que se extienden demasiado como para no acabar perdiendo el interés.

La edición, a cargo de Alba en su serie Clásica Maior, con abundantes notas a pie de página, presenta algunas erratas, como cambiar un mensaje por un menaje, comerse algún que y alguna otra cosilla que he advertido.
Decía Andrés Trapiello en esta entrevista que el problema del Quijote es que lo leemos en una lengua muerta, pues lo leemos en un castellano de hace cuatro siglos, mientras que otros clásicos que leemos traducidos se van actualizando y renovando con nuevas traducciones, en nuestro beneficio.
Me hace gracia leer aquí cómo los personajes de Dostoievski se van de parranda o se «funden» su capital, y otros giros modernos, que a fuer de hacer más cómoda y manejable la lectura, a su vez, no sé si no la degradan.

Alba editorial. 792 páginas. 2016. Traducción de Fernando Otero Macías.