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Días de vino y rosas

Días de vino y rosas es una película demoledora, donde se nos presenta el alcoholismo, no como un solaz inocuo sino como una enfermedad que hará estragos en una pareja de alcohólicos, donde él, Joe (Jack Lemon) reconocerá su adicción y se afanará en mantenerse sobrio (gracias a la ayuda de Alcohólicos Anónimos) y recuperar las riendas de su existencia y donde ella, Kirsten (Lee Remick), no reconocerá que es alcohólica, y no le encontrará ninguna gracia ni sentido a aquello de estar sobria, de tal manera que decidirá amorrarse a su botella y dejar de lado a su marido y a su hija pequeña. La gran virtud de la película es su ausencia de gazmoñería, de discursos moralizantes, donde hablan la crudeza de los hechos. Tampoco hay un final feliz, aquel abrazo parejil que solucione todo y cauterice las heridas al momento. No hay nada de eso porque el alcohol es la bajada a las infiernos de ambos, y en el caso de Kirsten, ésta decide quedarse allí, porque si decide salir, el empuje debe proceder sólo de ella, pues no hay ninguna otra fuerza: ni su esposo, ni su hija, ni su padre, lo suficientemente fuerte como para sacarla a flote. Hay unas cuantas escenas memorables, trágicas, delirantes: Joe empujando a su mujer a beber con él al poco de dar ésta a luz, incitándola a darle a su hija leche embotellada y no el pecho, a fin de que la fiesta continúe, Joe destrozando el invernadero, Joe en el suelo mientras le riegan con alcohol como el que riega una planta, el padre de Kirsten llorando desconsolado ante la imposibilidad de cambiar nada, Kirsten asumiendo que no es capaz de pensar un horizonte en el que no pueda beber más, Joe con delirium tremens en su cura de desintoxicación, y ese impulso final de Joe de ir tras Kirsten, ese momento crucial, en el que todo puede volver a ser como siempre -un infierno- o rumiar su pesar tras la puerta viendo como su mujer se va de él, de su vida, hacia el centro de la nada, mientras la palabra bar se refleja en el cristal de Joe, junto a su cara, ya un poema trágico.

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