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La mano de nieve (Manuel Fernández Labrada)

La mano de nieve
Manuel Fernández Labrada
Ediciones Libertarias
2015
191 páginas

Nemo (nadie, en latín), el personaje de la novela de Manuel Fernández Labrada (responsable del magnífico blog literario Saltus Altus), puede traernos ecos de una novela de Gonzalo Hidalgo Bayal publicada el año siguiente a esta, titulada así, Nemo, como su personaje.

Aquí, Nemo también es un forastero que llega a un pueblo innominado persiguiendo una sombra, a Dora, personaje que opera como un macguffin. Lo que sabemos de ella, viene de oídas, fruto de la especulación, de la maledicencia, de los dimes y diretes o quien sabe si de la cruda realidad que exige ser confirmada. La narración de Nemo, en primera persona, se ofrece al lector como una pesquisa.¿Quién es Dora? ¿Qué relación tenía Dora con Teo, el hermano de Nemo, muerto en un accidente de tráfico, de quién Dora era su ahijada? ¿Qué pinta en todo este asunto ese abogado arribista, metomentodo, hocicón?

El encuentro entre Nemo y Dora se irá posponiendo, mientras a Nemo le irán saliendo al paso personajes de lo más pintorescos, pues sin poder alojarse en el hotel rural, en el que conocería a Dora, que lo regenta, encontrará cama y techo en una casona de un pueblo; casa que sin ser victoriana, presenta un aire misterioso, como sacada de un cuento de Edward Bulwer-Lytton, al igual que los habitantes de la misma: Segis, un joven naturalista que pasa el tiempo nocturno cazando insectos en sabanas blancas; Domiciano, viudo, el padre, atizado antaño por un tren y hogaño siguiendo muy de cerca el curso del mismo desde las vías que acarician la valla de la huerta, persiguiendo el fantasma de la titiritera que dejara en su corazón la semilla de la ausencia, de la que brotaría después la flor venenosa de la locura y sus malabares; Dina, la hija, escritora inédita, encadenada a la casa, al padre, al hermano, a un porvenir alicorto entrevisto por la mirilla de una puerta clausurada, con tendencias suicidas y una mano mellada.

Ese pequeño mundo, tan bien descrito por el autor, que Nemo habitará durante las semanas vacacionales estivales, en ese pueblo, es el meollo de la novela. Y aunque a Nemo le mosquee que lo tilden de turista, sabe que lo es, pues nunca alcanzará el estatuto de forastero, de aquel capaz de enraizar en tierra ajena, y aunque Dina se empecine en vivir vicariamente a través de sus novelas románticas, Nemo sabe que los príncipes azules son un cuento, y lo más que se ve capaz de ofrecer es un mínimo interés hacia lo que escribe Dina; metáfora esta de todo escritor cuando soplan los vientos de la inseguridad y el desvalimiento.

Manuel Fernández Labrada en Devaneos

Ciervos en África
Al brillar un relámpago escribimos

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La fugitiva (Marcel Proust)

«La fugitiva» o también «Albertina desaparecida«, sexto volumen de la saga de En busca del tiempo perdido. Acababa La prisionera con Albertina dándose a la fuga, sin avisar. Ahora, en «La fugitiva», se impone la ausencia de la fugada.

Proust que es muy capaz de analizar un pensamiento o un sentimiento durante trescientas páginas, aborda aquí la situación en la que se queda el narrador. Ahora que Albertina no está, la echa de menos y trata de formularse la naturaleza del amor que hacía ella creía sentir, para recorrer (rememorar) los tiempos pasados juntos, a revestirlos de esa sustancia pegajosa que es la melancolía.

Cuando Albertina desaparece el narrador siguen dándole vueltas al tema de los celos, a cómo afrentar los supuestos devaneos de Albertina (su querer hacia otras mujeres), que Andrea -amiga del narrador y a quien este volverá a frecuentar tras la muerte de Albertina- le confirmará.

De nuevo el flujo de conciencia toma la primera mitad del libro, con un caudal inagotable de pensamientos y sensaciones que el narrador necesita infligirse y evacuar para poder arrostrar la pérdida y la ausencia. Y a pesar de tamaña labor de introspección, me resulta todo muy literario pero escasamente conmovedor, pues hay mucha psicología pero muy escasa emoción. Al menos así lo he leído, con mucho distanciamiento cuando lo leído se me antoja absurdo de todo punto de vista.

El narrador ha tenido a Albertina retenida, oculta a los ojos de los demás, preocupado este no por hacerla feliz, sino por erigirse en su amo y señor, privándola de sus deseos (desviaciones para su captor), y cuando Albertina se va, en lugar de afrontar el narrador que lo que ha hecho ha sido una patochada, sigue construyendo castillos en el aire, buscando a otras mujeres que mantuvieron relaciones con Albertina, como Andrea, para de esa manera ¿recuperarla?.

En un momento determinado el narrador recibe una carta de Albertina en la que le avisa de que ha sufrido un accidente montando a caballo. La da por muerta. La pérdida deviene definitiva. Luego, más adelante, recibe otra carta en el que le hace saber que está viva y que desea regresar. El narrador sigue en sus trece, la da por muerta y abunda en la idea de olvidarla. Parece Proust empeñado en tratar unos temas determinados, sean los celos, el olvido, la ausencia, la memoria, y hace casar los temas aunque chirríen y no casen con la realidad. De alguna manera parece que quisiera compararse con Swann, sufrir los mismos celos que este experimentó con Odette, pero en su caso resultan artificiales, impostados.

Saldrá el narrador por un momento de su ensimismamiento y con su madre se marcha unos días a Venecia (viaje proyectado y deseado hace mucho tiempo)

«Y de este modo los paseos, aun los simples paseos para hacer visitas y doblar tarjetas, eran triples y únicos en Venecia, donde las simples idas y venidas mundanas toman al mismo tiempo la forma y el encanto de una visita a un museo y de una excursión por mar».

A su regreso de Venecia el relato da cuenta de dos bodas. Por una parte Saint-Loup, el amigo del narrador se desposa con Gilberta, la hija de Swann y Odette; por otra: la boda de la sobrina de Jupien con el sobrino de Legrandin.

Hay ecos en este novela también de Gomorra, pues Gilberta descubre que a su marido no le gustan todas las mujeres, sino ninguna. Al igual que a su tío Monsieur de Charlus le gustan los hombres. El narrador sigue identificando a los homosexuales por su voz, por sus maneras afeminadas; una herencia maldita, una tara, leemos.

A mi parecer, este es el libro más flojo de los seis de la saga, leídos hasta el momento.

A ver qué me depara el último libro de la saga: El tiempo recobrado.

En busca del tiempo perdido.

1. Por el camino de Swann
2. A la sombra de las muchachas en flor
3. El mundo de Guermantes
4. Sodoma y Gomorra.
5. La prisionera

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La prisionera (Marcel Proust)

La novela continua donde finalizaba la anterior, pero ahora ya no nos encontramos en Balbec sino en París. A un piso de la capital se ha trasladado el narrador junto a Albertina. Parece que había vientos de boda, pero todo parece atender a una tapadera, dado que el narrador no está enamorado de Albertina -si bien se entregan a los placeres carnales-, aunque sigue elucubrando -consecuencia de unos celos sin motivación- acerca de si Albertina siente predilección por las mujeres.

No parece querer renunciar el narrador a los goces de la soledad y tener entonces a mano y continuamente la presencia de Albertina.

«Es terrible tener la vida de otra persona atada a la propia como quien lleva una bomba que no puede soltar sin cometer un crimen».

Se repiten los personajes: el Barón Charlus, Morel y Jupien, la duquesa de Guermantes, Andrea -la amiga de Albertina- Odette, a la que el narrador pide consejo en materia del vestir, y cómo no: el caso Dreyfus, que supone la mirada del narrador hacia el exterior, allende los salones donde concilian sus existencias la burguesía y la adocenada aristocracia.

Si la disertación del tercer volumen versaba sobre Sodoma y Gomorra, es decir sobre la homosexualidad (Sodoma; ha desaparecido (la homosexualidad), que sólo sobrevive y se multiplica la involuntaria, la nerviosa, la que se oculta a los demás y se disfraza a sí misma), explicitado en la figura del Barón de Charlus y muy menormente sobre el presunto (el narrador cree que puede haberse equivocado acerca de sus «instintos viciosos») lesbianismo de Albertina (Gomorra), aquí Proust se explaya acerca de la naturaleza del veneno de los celos y el amor entre los amantes, en una continua y minuciosa labor de introspección.

Mueren en este volumen el escritor Bergotte, la princesa Sherbatoff, también Swann (exquisito conversador), al que en el libro anterior se nos presentaba gravemente enfermo; una muerte predicha la suya. Morel rompe con la sobrina de Jupien. Hay disertaciones sobre el arte musical, en particular sobre la Sonata de Vinteuil o acerca de la obra de Wagner:

«Me daba cuenta de todo lo que hay de real en la obra de Wagner, al ver esos temas insistentes y fugaces que visitan un acto, que no se alejan sino para volver, y, lejanos a veces, adormecidos, desprendidos casi, en otros momentos, sin dejar de ser vagos, son tan apremiantes y tan próximos, tan internos, tan orgánicos que dijérase la reincidencia de una neuralgia más que de un motivo».

O bien, otras reflexiones más generales sobre la música:

«Me preguntaba si no sería la música el ejemplo único de lo que hubiera podido ser la comunicación de las almas de no haberse inventado el lenguaje, la formación de las palabras, el análisis de las ideas».

Menudean los apuntes literarios. Recurrente es el libro Las mil y una noches, que el narrador lee constantemente. Y a quien le hubiera gustado ser un personaje más del libro de marras. Anotaciones sobre Dostoievski y obras suyas como Los hermanos Karamázov:

«¡qué bien revelan aspectos verdaderos del alma humana! Lo que me fastidia es la manera solemne con que se habla y se escribe sobre Dostoyevski».

Y también sobre Tolstoi:

«Y en Dostoyevski hay concentrado, todavía contraído y gruñón, mucho de lo que se desarrollará en Tolstói».

Madame Verdurin, en el ajuste de cuentas, reconvenciones, y trapacerías en las que erige su existencia y dilapida su tiempo, pondrá en evidencia a monsieur Charlus, logrando que Morel rompa con él.
El narrador se cree dueño del destino de Albertina, su prisionera, y rompe con ella ficticiamente, para al mismo tiempo prorrogar la convivencia otras semanas más.

Solo se ama lo que no se posee por entero, dice el narrador.

En este caso no parece que medie amor alguno entre Albertina y Marcel, parece más bien un juego, un pasatiempo del narrador, al que le sale el tiro por la culata, porque inopinadamente, un buen día -al final de la novela- Albertina, levantará el vuelo, dejando una carta de despedida en su ausencia.

No es la filosofía un asunto relevante en la novela. Apenas algún apunte sobre el sentido común de Descartes o alguna mención a la Crítica de la razón práctica de Kant.

¿Qué pasa en En busca del tiempo perdido? Pasar, pasa poco. La novela, la saga, en general, supone un atentado contra la idea de velocidad y el ritmo frenético tan en boga hoy en día. Es una lectura que ha de tomarse como un fluir demorado, como la imagen que nos devuelve la corriente de un río convertida en una lámina, cuya aparente densidad nos hurta la sensación de movimiento.

Imaginen asimismo un pantalla de móvil y en una ella una foto. Con dos dedos, índice y pulgar vamos dilatando la imagen para advertir detalles que habíamos pasado por alto. La lectura supone echar mano de ese microscopio.

Los últimos tres tomos de la heptalogía: La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado fueron publicados póstumamente.

En busca del tiempo perdido.

1. Por el camino de Swann
2. A la sombra de las muchachas en flor
3. El mundo de Guermantes
4. Sodoma y Gomorra.
5. La prisionera

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Liturgia de los días. Un breviario de Castilla (José Antonio Martínez Climent)

Once cartas dirigidas a A. conforman esta Liturgia de los días, un breviario de Castilla de José Antonio Martínez Climent (Alicante, 1965). El prólogo es obra de Victoria Cirlot.

Al leer las cartas pensaba en otras, las escritas por Séneca a Lucilio, cuando el primero, después de una vida exitosa, decide apartarse de la vida pública, al final de sus días, y se decanta por una vida apartada y recoleta. El autor, que leyendo sus cartas -con leves apuntes autobiográficos- veo que ha viajado lo suyo por el orbe, decide fijar plaza (no sé si definitiva) en tierras de Castilla (la juventud fue en una huerta al norte de Alicante) y a falta de un Lucilio, aquí será el lector (por desgracia, poco común) quien tendrá a bien abrevar en estas aguas nutricias, en estos pensamientos arborescentes, aforismos, sentencias, posicionamientos y quién por ende se beneficiará de ellos.

Si la vida en un pueblo, para la mayoría puede resultar hoy un plomo, a no ser que esta sea casi idéntica a su vida en las ciudades, a la que aspiran muchos neorurales de nuevo cuño, bien amarrados a la banda ancha y a toda la casquería digital, al autor, todo este progreso tecnológico, sito en un pueblo del Cerrato aledaño al Canal de Castilla, parece sobrarle, de tal manera que lo que anima estas páginas es lo que la afilada y erudita mirada es capaz de registrar y volcar en el papel, sancionando lo que decía Linneo: que si ignoramos el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabemos de ellas. Pero no es tan solo un registrar lo que pasa por el cielo, toda clase de aves, ya sean alondras, cuervos, pinzones, estorninos, carboneros, urracas, milanos reales, becadas, águilas calzadas o ya más próximo a la tierra, toda clase de árboles, sean chopos, encinas, robles, sauces, olmos o bien la sedería de las arañas en los rincones; no, lo que creo que anima los textos es constatar cómo una forma de vida ha sido desmantelada, o arrumbada, sin que haya remplazo para los pastores que se jubilan, toda vez superadas ya las jornadas de sol a sol en el campo, asimismo el trabajo duro o la lidia con la soledad, intrínseca a lo rural. Ve también el autor en el campo un misterio que el progreso quiere desvelar (si no lo ha hecho ya).

Pensemos en pueblos acosados por autovías que anulan todo el sentido del tiempo (tiempo aquí pautado por el paso de las estaciones; las cencelladas invernales, las canículas estivales, los desperezamientos primaverales), el locus amoenus del hombre moderno es la sumisión completa al Estado, dice el autor, para un Leviatán cada vez más acaparador, como si regresara a nuestros días imperiosamente el Consejo Nocturno propuesto por Platón para su polis ideal. Un Estado que comparece en cada carta, un Estado celoso de cualquier surgencia de poder, de cualquier emanación de significado.

Castilla deviene hoy en parque turístico y la memoria de los pueblos queda a cubierto en los museos, detrás de las vitrinas, inofensivas.

Antes creo que la distinción entre lo rural y lo urbano estaba clara. Ahora no tanto. Ahora en lugar de ser dos mundos distintos y singulares, parece que el primero se define en función del segundo; pueblos que han perdido la identidad, la pequeña burguesía que rechaza las potencias numinosas del agro. La transubstación de campo en urbs, dice el autor. Hace unos días vi As bestas, y entre muchas cosas que se tocan en la película, una importante era cómo se integra un extranjero en un pueblo, cuál ha de ser el camino a seguir, qué procede hacer, cuales son los usos locales.

en el caso más que dudoso de que el Consejo de los Hombres del Bar resuelva (emitiendo un decreto escrito en las volutas de humo de puro o en el crujir de las pieles de gamba) a su favor, y con el paso de los meses, en las capas superficiales del nomos local. Un día cualquiera se verá sentado en un taburete haciendo ese gesto imperceptible cuya ciencia ha aprendido y ahora imita con resuelta torpeza (así lo piensa el camarero, que es hombre de paciencia infinita) a base de sinsabores, esperas y decepciones, por el cual el propietario entiende que ha de servir otra ronda y que esa ronda corre a cargo del Extranjero: he ahí el bautismo tan largamente esperado, confirmado en la aceptación del billete de diez y, sobre todo, cuando el camarero, además de las copas, añade una tapa. Nunca: nunca será uno considerado miembro de pleno derecho en una comunidad agrícola a menos trabaje la tierra durante más años de los que pueda contar; dado que eso ya no es posible, sólo nos quedan estas argucias civiles, estas añagazas casi infantiles que tantas veces pusieron a prueba la paciencia del camarero o la tolerancia de su parroquia; pero he ahí el fruto de nuestro esfuerzo: cuatro copas de Cigales, una tapa de lomo encebollado, un billete que desaparece en los faldones del oficiante.

Comparece en el texto Patrick Leigh Fermor (hay aquí mucho de Un tiempo para callar), un viajero de los de antes y parece que a José Antonio le mueve igual espíritu, así sus textos están preñados de erudición y solaz para el lector.

Un vivir que rehúye todo exceso, para entregarse al recogimiento, el estudio, la lectura, a la escritura, a la contemplación, a la caminata, a la soledad aceptada y a ratos redimida en el bar, merced a su paisanaje.

El texto son las reflexiones de un biólogo sin título, preñadas de filosofía y sentido común; notas eruditas, sazonadas con el aliño de la historia, la etnografía, la sociología, la mitología. Pero en resumen, literatura pura y dura, sin aspavientos ni complacencias.

Le basta al autor con alzar la mirada, perderla en el firmamento y volver al papel con semejante acarreo.

pocos minutos que salgo al jardín, ya entrados en completas, he de estar atento a tantas constelaciones de significado como se me ofrecen. Los pequeños dramas órficos del jardín se trasforman por la noche en fastuosas escenas cosmogónicas. El grupo de Orión asciende por el este hasta la cumbre de los chopos y luego descansa sobre el tejado. Así es como el Cazador Celeste bendice nuestra casa. Luego de rezar, allí, de pie, o sentado ridículamente en el viejo armazón de una bicicleta mientras termino los ejercicios del día, veo las luces de la dehesa de los Santos, donde está la granja Muedra, uno de esos poblados agrícolas construidos por la Ilustración sobre los restos de viejos santuarios vacceos, quizá, que en sus mejores días, no tan lejanos, tuvo una población de colonos que asistían los domingos a su propia capilla, disponían de cinematógrafo, de viviendas higiénicas, biblioteca, patios de juego pa- ra los críos, teatro… y que ahora viste con gracia su ruina arquitectónica mientras invisibles operarios riegan los sembrados con gigantescos aspersores móviles. El aire que viene de la granja, empero

Ay, la importancia que tienen las ventanas cuando queremos aprehender el mundo. Así lo certifica un libro de lectura reciente: La ventana inolvidable.

Este libro de José Antonio, con Gárgoris y Habidis, de otro autor que también ha encontrado su estar en el mundo en un apartado pueblo soriano han sido (o están siendo, porque el de Dragó lo leo a pequeñas dosis) dos de mis mejores lecturas de este año que concluye.

La liturgia es aquí una obligación para consigo mismo.

El libro lo edita primorosamente KRK.

Muy bueno.