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El caso de la fotografía de espíritus (Arthur Conan Doyle)

Arthur Conan Doyle
El caso de la fotografía de espíritus
Editorial Wunderkammer
Traducción de Miguel Cisneros Perales
176 páginas
2021

La editorial Wunderkammer se estrenó hace cinco años con la publicación de Lo que dicen las mesas parlantes de Victor Hugo. En estas veladas espiritistas Victor Hugo pudo obtener las voces de Molière, Platón, Galileo o Shakespeare. Mesas que permitían tender un puente entre los vivos y los muertos.

En su última publicación, Wunderkammer pone a nuestra disposición el espléndido ensayo, El caso de la fotografía de espíritus de Arthur Conan Doyle, con traducción de Miguel Cisneros Perales.

Bien conocidos por todos son los dotes detectivescos de Sherlock Holmes, obra de Doyle. Aquí, el autor emplea esos mismos métodos, asistido por la razón y la deducción para posicionarse a favor de William Hope, líder del círculo espiritista de Crew, acusado de fraude por la Sociedad de Investigación Psíquica Británica.

Hope lograba, habida cuenta su presunta naturaleza de médium, que en sus fotografías junto a los fotografíados apareciesen también algunos seres queridos de los fotografiados, muertos tiempo atrás. No solo rostros, a veces también en las fotografías aparecían caracteres perfectamente legibles. Una vía de comunicación que se abría entre vivos y los muertos. Los acusadores de estas prácticas hablaban de manipulación, de fraude, de que todo se trataba de una industria engañosa.

Doyle da un paso al frente y defiende a capa y espada a Hope y su círculo. Lo hace por escrito, mediante este alegato, y para ello recurre a testimonios de aquellas personas que obtuvieron psicografías de Hope, quienes estuvieron presentes en todo el proceso de ejecución y revelado de las fotografías, aportando sus propias placas selladas, sin que en ningún momento observaran nada extraño ni sospechoso de fraude o manipulación. Más bien al contrario. Muchas de estas personas nunca habían contactado antes con Hope, se presentaban ante él de improviso, por tanto Hope no podía tener ninguna foto preparada del difunto y se iban para sus casas con un fotografía en la que junto a ellos aparecía el rostro de sus mujeres, hermanos, hijos difuntos etc. No había ningún interés crematístico en todo esto. A lo sumo, el importe del billete de tren, en el caso de que los miembros del círculo hubieran de desplazarse hasta la localidad en la que tenían que realizar las fotografías solicitadas.

Ante este ensayo el lector puede partir, y parto, de una situación inicial de incredulidad y escepticismo. Algo lógico, porque desde el comienzo de los tiempos los vivos siempre hemos querido contactar con nuestros seres ausentes, saber qué hay al otro lado de la vida, cómo es aquello de estar muerto, manifestarles cuanto extrañamos sus ausencias irreparables. Aquí no hay apenas testimonios del más allá, sí muchas fotografías psíquicas, conocidas como psicografías, e incluso algunas escatografías (imágenes fotográficas claras y nítidas sobre una superficie sensible, en ausencia de luz y sin la intervención de cámaras fotográficas o algún otro instrumento de captura óptica).

Fotografías que consolaban a los fotografiados. Un consuelo para los vivos que Doyle defiende, pues no observa artimaña alguna tras el proceso fotográfico. Un proceso que por su naturaleza sobrenatural quizás nuestra inteligencia no sea capaz de entender, explicar o digerir, pero que no por ello hemos de despacharlo como un fraude o una manipulación.

Este es el empeño de Doyle, quien en 1918 había perdido a su hijo en la contienda de la Primera Guerra Mundial, y quizás su mente se abrió entonces a la búsqueda de respuestas y a la formulación de muchas preguntas. Así surgió este valiente alegato de defensa, sustentado en los demás testimonios que lo secundan.

Un camino el del espiritualismo que Doyle recorrerá en su escritura, con la publicación de títulos como The case for spirit photography (1922) y su volumen sobre la historia del espiritismo: History of spiritualism (1926).

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Bajo la alfombra (Ángeles Mora)

Unas cuantas horas de lectura y relecturas gozosas me ha brindado este poemario de Ángeles Mora (Rute, 1952) que lleva el título de Bajo la alfombra.

Poemario dividido en tres partes; De poética, Para seguir viviendo y una tercera parte desdoblada en otras dos, Caminos de vuelta y Luz que no llega.

La lectura es el recorrido del itinerario vital de la autora. La niñez en tiempos de escasez que enseñan que la esperanza es esa mentira zigzagueante que sabe a vino y almendras…; el acicate del deseo, a los trece años, el agua ardiente de la vida; la consumación de ese deseo En el fondo angosto/ de la gruta escondida/ se enciende al fin/ la luz que dormía/ esperando/ quien la alzara; la ruleta rusa de los celos, El pulso agazapado/ de lo que, al fin, vives conmigo/ pero sin mí.; la necesidad del otro, esa sed, algo tan inasible como la plata de la luna en el agua; Del amor a la compañía mutua y por tanto al amor, Nunca estuvimos solos/ tú y yo. No sé si eso es amor.

Y alrededor o dentro de nosotros, el silencio, la certeza de que El tiempo/ pasa y lo he perdido. Cada amanecer, cada nuevo despertar es una oferta envenenada, El despertar de nuevo / el horizonte aprieta una vez más/ sus dientes rojos sobre nuestros deseos.

Luego, vivir (Vivir/ tiene un rumor de fondo/ sordo como el silencio), es decir, ir recolectando pérdidas, ausencias, amueblando la soledad, también construir tus propias ruinas, Quiero solo/ dejar palabras de mi cuerpo/ en la memoria./ Pero no puedo. y a pesar de todo prohibirle el paso a la nostalgia.

Al concluir el poemario llega la savia nueva, la vida ajena a borbotones y entonces todo cambia.

Me parece que aprendo de nuevo/ lo que tus ojos me preguntan./ Cuando ya no pensaba hablar/ los necesito. /Ellos saben decirme lo que yo no me dije/ cuando los miro.

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La radiante edad (Antonio Báez)

La radiante edad
Antonio Báez
Talentura
2021
184 páginas

La escritura, como las sombras chinescas, permite crear imágenes con las manos de la imaginación, ya sea combinando aquí lo autobiográfico con la ficción, en pos de testimoniar los años de la juventud del autor, yendo hasta su infancia para retratar a sus progenitores, y sus circunstancias a superar, como la emigración laboral paterna en Suiza, la vida en una portería, después de haber abandonado el campo; las familias tan extensas en las que hay primos que no llegan a conocerse, los tíos paternos descritos con aires de película del oeste, cuando el horizonte vital de aquellos hombretones tenía hechuras de western.

La educación sentimental aquí no es tal, porque ya nos advierte el autor de que la vida no es escuela de nada. En todo caso en las manos un Manual de pérdidas, pérdidas de todo tipo, como la muerte del hermano mediano del autor.
La vida entonces va yendo y en la distancia, la que faculta la escritura, corregimos los recuerdos, los creamos, inventamos un pasado, o lo mostramos tan a las claras, de una forma tan desenfadada que no parece real.

El texto no elude la malhadada realidad, bebe en ella, en el asesinato de Miguel Ángel Blanco (sin nombrarlo), los crímenes yihadistas en Las Ramblas, las dos niñas asesinadas y descuartizadas por su padre, impasible. Tampoco descuida el texto aquello que guarda relación, no tanto con la creación literaria, sino con los egos y envidias autorales devenidas tras la publicación, como ese mirlo blanco, siempre inalcanzable y objeto de todas las envidias.

Lo autobiográfico nos expone el paso por el instituto del autor, como docente de lenguas clásicas, pero apenas hay latinajos, a no ser algún sine die, o algún mito griego como Laocoonte, Eneas o las Erinias; sus correrías por Granada, el ambiente en un piso de estudiantes, la querencia por mujeres descuidadas, sus enfermedades o aprensiones urológicas, etc.

El autor crea un entramado que requiere una lectura atenta, que recompensa al lector, pues el texto es compacto, sin párrafos ni marcas que nos adviertan quién habla, ni cuando el espacio y el tiempo han cambiado, ni dónde la realidad deja de hacer pie para sumergirse en la fantasía, o bien abrazar la ficción. Novela dotada entonces de un ritmo vertiginoso, subyugante.

La radiante edad es una puesta en práctica del zoótropo, una película de palabras, con final abierto, porque la vida sigue, suma (aunque haya que echarle arrestos) y se consuma, y espero que Antonio siga ahí fajado sobre el papel, con su luminosa prosa, dando cuenta de ella.