Victor Hugo

Último día de un condenado a muerte (Victor Hugo)

Si pensamos en la literatura como una herramienta para remover conciencias podemos pensar en Contra aquellos que nos gobiernan de Tosltói, La isla de Sajalín de Chéjov, en los escritos de Thoreau en contra de la esclavitud, o en la novela que nos ocupa, Último día de un condenado a muerte que Victor Hugo publica en 1829.

El autor francés ve horripilado semanalmente las ejecuciones que se llevan a cabo en París empleando la guillotina, el alborozo de la muchedumbre jaleando ante las ejecuciones, la sangre empapando el suelo y todo ello le lleva a plantearse cómo puede ser el último día de un condenado a muerte. Para ello no recurre a lo que sería lo más fácil, plantear una situación en la que el reo nos cayera en gracia, tal que pudiéramos llegar incluso a justificar sus actos, no, lo que Victor Hugo plantea tiene muy poco que ver con la circunstancia personal del reo, tal que no sabemos a quién mato, ni por qué lo hizo, ni siquiera si lo hizo, así que como asesino se nos presenta con unos contornos muy vagos, porque lo que Victor Hugo quiere, creo, es no caer en la trampa de las justificaciones, de este merece ser decapitado y este otro no, porque lo que está en juego no es la suerte de uno o de otro, sino la pena capital como tal, la cual según él debe ser abolida. Al final de la novela le acompaña una pequeña pieza teatral, en la que el objeto de la misma es la opinión que le merece a distintos personajes la publicación de la novela, y lo curioso es que ninguno de ellos da su parecer sobre la pena de muerte, sobre si ésta les parece bien o no, y lo que les ocupa es poner de vuelta a media al autor de la novela, por lo que según ellos tiene ésta de cruel, de inmoral, de mal gusto, de atroz, cuyo único objeto parece ser confundir las conciencias (no removerlas), cuando la novela de Victor Hugo lo único que hace es poner negro sobre blanco lo abyecto de una ejecución, aquello que está a la vista de todos, un espejo en el que muchos prefieren no mirarse para arremeter contra el escritor, en vez de contra ellos mismos por mirar hacia otra parte, por no censurarlo.

Y dado que hablamos de la pena de muerte, traigo aquí unas palabras de Julio Camba al respecto que me parecen muy oportunas.

pero yo opino que si somos todavía lo suficientemente bárbaros para seguir matando a los hombres en nombre de la justicia, debemos matarlos del modo más bárbaro posible. Con el garrote. Con el hacha. Con la rueda. A las doce del día, en la plaza Mayor de la ciudad, y no de noche, en el patio de una prisión. Así la modernidad del procedimiento no haría resaltar de un modo tan ofensivo el medievalismo del acto. Aplicado de este modo, o bien resultaría que la pena de muerte era incompatible con nuestra sensibilidad, imponiéndose, por tanto, su abolición inmediata, o bien no lo resultaría demostrándose, en este último caso, que desde el siglo XIII acá la Humanidad no había adelantado nada. Y una vez hecha esta demostración, ¿qué duda cabe de que la pena de muerte pasaría a ser una cosa mucho menos objecionable de lo que es ahora?

El Aleph. Traducción de Juan Gabriel Vásquez. 2003. 160 páginas

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