Es curioso comprobar cómo nos cambia el rostro al hablar por teléfono, fijo o móvil. De pronto recibimos una llamada y en nuestro rostro estalla una sonrisa, una carcajada, o bien se nos nubla la mirada, los pelos se encrespan, las mandíbulas chirrían, los ojos se entornan. Según quien esté al otro lado de la línea nos mostramos afables, conciliadores, alegres o todo lo contrario,y nos expresamos entonces con monosílabos, con tono desafiante y agresivo, a la gresca, fomentando un belicismo soterrado que nos estalla entonces en la garganta.
Podemos pasar horas y horas al teléfono (enriqueciendo a las compañías teléfonicas), colgados del aparato. Lo importante es comunicarse, dicen en un anuncio. Dudo que los móviles fomenten la comunicación. Con los más próximos estamos igual de comunicados con móvil que sin él (además la presencia física es irremplazable e inigualable), y el factor social atiende a comunicarse con «los otros», con aquellos que no forman parte de nuestro mundo, del círculo de gente próxima, esas personas que conocemos en la calle, en una tienda, en un curso del INEM, en la barra del bar, en una cancha de baloncesto.
Si cuando estamos cerca de esta gente, lo hacemos parloteando a todas horas por un móvil, mandando mensajes, o afanados en lograr pasar a la siguente pantalla del juego en el que estemos afanados, este aparatito lo que logra, es aislarnos de cuanto y cuantos nos rodean.
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