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La grieta (Carlos Spottorno & Guillermo Abril)

La idea de que vivimos en el mejor mundo posible puede resultar lenitiva para espíritus emolientes. La realidad parece ser otra. Este cómic se titula La grieta, pero son las grietas, las fisuras, los movimientos, no tectónicos, sino humanos que van provocando tensiones y conflictos, derivados de guerras, hambrunas, genocidios, en todo el orbe.

La grieta

Europa va sellando sus fronteras entre los países miembros, poniendo en solfa muchas veces el espacio Schengen, según el cual, más de 400 millones de personas pueden viajar libremente entre los países miembros sin pasar controles fronterizos. No vemos que sea lo que suceda. Carlos Spottorno, cámara en ristre y Guillermo Abril, bolígrafo en mano, se trasladan a Melilla, se entrevistan con subsaharianos del Gurugú, luego van a Europa, a Polonia, a los Balcanes a ciudades que no sabríamos situar en los mapas, próximos al polo Norte. Fronteras que impiden la circulación de miles de personas que vagan como fantasmas, de territorio en territorio, huyendo de la miseria o la guerra y sin encontrar en un destino siempre incierto la promesa de un futuro. Ese limbo, el círculo infernal en el que se mueven tantos migrantes quedan registrados dramáticamente en las fotografías y textos de Carlos y Guillermo, en una concienzuda labor de documentación de estos hechos reales, que evidencia muy bien el desamparo, la desesperación y la vulnerabilidad en la que viven y mueren hoy tantísimas personas.

La grieta

La naturaleza humana tan frágil tiene aquí la consistencia de una hoja en la tormenta. Vidas que se pierden en el mar, en los caminos, en una diáspora sobrecogedora.

Aunque el libro tiene ya algunos años (2016) no pierde vigencia. Vemos cómo Trump puede volver a ganar las elecciones. Se afianza el asentimiento de Putin en el poder, el mantenimiento de las guerras de Siria y Ucrania; Reino Unido sigue fuera del Brexit. El rampante auge de la ultraderecha en Francia y el reforzamiento de los nacionalismos más radicales en otros tantos países. Son grietas por doquier, motivo de conflicto y tensión, y no pinta nada bien la cosa, por eso, libros como La grieta conviene tenerlos siempre a mano para no poder la perspectiva y no dejarnos engatusar por los cantos de sirena leibnizianos.

La grieta

Y al hilo de esto recomiendo una película que también aborda el tema de los refugiados. Éxodo. Y el relato:

Muerte en reversa

Muere. Asfixiado. Sin oxígeno. Corazón órgano inútil. Aplastado antes sobre la valla. En el puesto fronterizo de Nador. España al otro lado, estirando el brazo. No ha dejado de intentarlo. La tenacidad la aprendió de su madre. Un intento fallido tras otro. Como una pelota de frontenis rebota hacia el interior una docena de ocasiones: Beni Melal, Chichaoua, El Kela des Sraghna… Marruecos es un muro. No puede esperar en Oujda la posible concesión del asilo. Ahora está en Argelia, en Maghnia. No conocerá el amor. Sueña con fronteras porosas. Ha perdido la cuenta de las veces que lo han desvalijado. Duerme bajo un puente. Trabaja en lo que sea. Un pensamiento: sobrevivir. Obtiene una miseria por doce horas de trabajo diario como peón. Otra vez a un centro de internamiento en Libia. Cuando ya ve el final unos brazos lo suben a una embarcación. Caen de la barca neumática. Surca el mediterráneo. Deja tierra firme. Anhela vivir en paz. Tener una vida. Camina hacia Libia. El mapamundi es una abstracción. Ampollas en los pies, la fatiga, el hambre acumulada, el cansancio infinito. El sudor ajeno es el oro negro del capitalismo. Deja el campo para trabajar en una mina clandestina de sol a sol en el norte del Chad. La adolescencia transcurre en Darfur. Tiempo baldío en un campo de refugiados. La vida es un futuro informe. El primer recuerdo es en Sudán corriendo por caminos polvorientos. En al aire el sonido de disparos. No recuerda su infancia. Dos cachetadas en las nalgas. Nace.

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Quizás nos pase a todos (Diego L. Monachelli)

Habitar las palabras para habitar el mundo y espantar el miedo y la soledad, también el abismo y la incomunicación. Rehúye Diego en su relato lo explícito, como cuando llueve a cántaros y a través de cristales vemos figuras, visajes, perfiles y más que ver intuimos y rebañamos sombras; así se van construyendo los personajes que pueblan la narración. Un grupo de amigos a los que el tiempo cubre y escinde. La argamasa siempre son los recuerdos. Que las reuniones no contemplen el porvenir, sino lo pasado. Sí, esto nos pasa (y pesa) a todos a menudo cuando nos reunimos.

Las palabras son los cimientos, ya sea en forma de cartas; las escritas por Nana a Nené y viceversa. Cartas para ser leídas; palabras para conocerse y explicarse. Escribir para pensar (y ser) en voz alta, para corregir el ahora.

Lo indefinido cae en forma de copiosa, desabrida e iracunda lluvia; ruido de fondo que aviva en la prolija prosa de Diego, la extrañeza y la irrealidad —servida de la mano de personajes como Martita, el enano o el facultativo Danhauser y su inflamado lenguaje—. Fuera, el mar golpeando la barcaza del mundo y a los que van a bordo.

¿En qué tiempo discurre el polifónico relato? ¿en qué ciudad? ¿qué le sucedió a Nené? ¿qué pasó con El Negro? Si esto fuese un bestseller, El Negro habría muerto y Nené sería víctima o verdugo y cada uno de los personajes tendría sus razones para haberlo ultimado. Pero, afortunadamente, no van por aquí los tiros.

Creo que la narración busca y consigue ir hacia lo universal desde lo local (el Yacaré como punto de reunión) porque lo que experimentan Bety, Luis, Celia, Edurne, Nana o Nené es la pérdida, la saciedad del vacío, donde la presente fatalidad bien pudiera juntarlos de nuevo en el hospital. Pero no, todos ellos son seres ambulantes, aparentemente fuera de los confines hospitalarios, pero igualmente perdidos en el diluvio, y testigos de la imposibilidad del tiempo curvo y por tanto del eterno retorno.

La cubierta del libro es una mano con ocho dedos y cada falange es un rostro; rostros que bien se miran o se dan la espalda. Acertada síntesis visual donde cristaliza el espíritu de esta plausible novela.

Diego L. Monachelli
Quizás nos pase a todos
2024
172 páginas

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Hasta Nóvgorod. Crónicas de un divisionario (Víctor Barba)

Las crónicas del divisionario son la del extremeño Teodoro Recuero, nacido el día que estalló la Primera Guerrera Mundial. Su madre y sus dos hermanos mueren antes de que cumpla ochos años. Solo le quedará a su vera su padre que cuando conozca a una mujer el hijo será enviado a vivir con unos familiares e su madre.

Tuvo luego Recuero que hacer la guerra civil. A pesar de abrazar este el ideario comunista, se alistó en la Falange (antes había sido declarado inútil para el servicio de armas por su corta estatura) para no acabar ejecutado como otros muchos, delante de un paredón y ser enterrado en cualquier parte.

Crónicas de un divisionario

En la Falange causa baja en enero de 1937 y se alistará luego en La Legión, donde pasará tres años. Tendrá la oportunidad de viajar, conocer el Norte de Africa y al acabar la guerra civil, una vez licenciado en enero del 40, pasados dieciocho meses, formará parte de la División azul para sortear así la miseria rampante. Allá luchará junto al ejército alemán en su guerra contra los rusos. Son enviados desde España en tren. En la frontera oriental de Polonia descenderán y tendrán que caminar casi 900 kilómetros hasta Moscú. Pero en Somolensk recibirán la orden de dirigirse al frente norte (cerca de Leningrado) y cambiando de rumbo irán hacia Vitebsk, y luego en tren hasta Nóvgorod.

Todas estas contiendas bélicas de las que Recuero formará parte no le impedirá aborrecer las acciones emprendidas contra los civiles, como tendrá ocasión de comprobar cuando vea las vejaciones que se comienzan a realizar a los judíos en Lituania, como la masacre del bosque Polnary, a 10 kilómetros Vilna, donde fueron asesinadas 100.000 personas, la mayoría judías.

Crónica de un divisionario

En el ejército todos luchan codo con codo, brilla la camaradería, matan para no ser ellos los muertos y son movidos por el tablero de la historia como peones que acabada la segunda guerra mundial serán olvidados.

Cuando Hitler pierda la guerra, su aliado Franco se desentiende, a los miembros de la División Azul se les considera voluntarios sin relación directa con el Estado y son olvidados. A Recuero le queda como recuerdo de aquellos días la Cruz de Hierro recibida por la valentía demostrada en el frente.

El cómic de Víctor Barba está muy bien documentado y narrado. Hay un apéndice final con documentación y notas muy valiosas. Y es el resultado del diario real de Teodoro. Por eso respira verdad y expone al lector frente a las contradicciones de cualquier conflicto bélico.

Crónicas de un divisionario

Los estupendos dibujos de Barba te meten de lleno, con toda su crudeza, en las terribles contiendas bélicas que se desarrollan (aquí las bajísimas temperaturas del invierno ruso y el deshielo luego, convertido el terreno en fango, por el que será muy difícil desplazarse, comidos además por legiones de mosquitos), y a pesar de tanta muerte, consigue Teodoro no echar a perder su humanidad.

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El abismo del olvido (Paco Roca y Rodrigo Terrasa)

¿Los cómics se ven o se leen? Leo y veo este librazo de Paco Roca y Rodrigo Terrasa con una frase de Kafka percutiendo sin parar: Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Y para nada deja indiferente este cómic (las viñetas de Roca son muy explícitas), que aborda primorosamente el asunto de la memoria. Por eso el título es tan gráfico, El abismo del olvido. Así es, somos memoria, y si nos empeñamos en olvidar, en hacer de la amnesia el pan nuestro de cada día, nos iremos desconociendo poco a poco, en un descargo de nuestro ser que tiene consecuencias fatales, como se ve hoy en día.

La historia se centra en Paterna. En su cementerio municipal existen 135 fosas comunes. Allí fueron fusiladas 2200 personas después de haber acabado la guerra civil. ¿Era esa la manera que tenía el Régimen de impartir justicia?

Uno de los enterradores fue Leoncio Badia. Republicano excarcelado al que le asignan la labor de enterrar a los suyos. Por otra parte, Pepica Celda, hija de uno de estos hombres asesinados por el régimen, está presente, encaramada en un árbol, el día que su padre fue fusilado. Sabe perfectamente dónde está su cuerpo y emprende su particular Odisea administrativa, para sacar a su padre de la fosa común y poder enterrarlo dignamente.

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La narración, además de ir mostrando aquellos años convulsos, previos a la guerra civil, años violentos y represivos, primero con la represión republicana y luego franquista, nos sitúa luego en el cementerio en el que trabaja Leoncio, que iba para profesor (enamorado de la astrología y la cultura griega: hay un hueco aquí para hablarnos de Aquiles y de su amado Patroclo, de la importancia de tener un sitio físico en el que llorar o poder recodar a nuestros muertos) y acaba como enterrador. Hasta en la noche más oscura siempre hay un jirón de luz, hasta en la abyección más profunda, siempre hay un resquicio para la humanidad. Leoncio ayudará a las mujeres cuyos padres, hijos, hermanos han sido asesinados. Les dejará ver los cuerpos, a espaldas de las autoridades y antes de introducirlos ordenadamente en las fosas. Recortará alguna pieza de tela, un cordel de cuerda, incluso les pedirá que en una botella incluyan el nombre del difunto; mensaje que será descubierto décadas más tarde, cuando Leoncio espera que toda aquella barbarie haya pasado. Así, uno de los equipos forenses encargados de cumplir con la Ley de memoria histórica impulsada por Zapatero y abortada por Rajoy (Ni un euro público más para las fosas de la guerra; claro impulsor como se ve de la desmemoria histórica) encontrará en sus exhumaciones estas botellas cuando excaven la fosa 126. Los asesinados por la República ya habían sido exhumados durante las cuatro décadas de dictadura, con todos los honores y medios económicos a su alcance. ¿Qué entiende cualquier persona de bien por dar una digna sepultura?

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Como apuntan los autores, en todos los países europeos, salvo en España, al acabar una guerra cada bando ha recuperado sus cuerpos. España es diferente. Aquí se venció, se represalió y se condenó al olvido, a las fosas comunes, a millares de personas. Y se apuntaló todo ello con aquella sentencia que dice: No hay que remover el pasado.

Por eso es tan necesario este cómic, duro y conmovedor en todo lo trágico que atesora, en su lucha sin cuartel contra el olvido y la desmemoria, y también como un canto a la esperanza, a la humanidad que como la de Leoncio siempre vencerá a la ignominia.