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El verano del endocrino (Juan Ramón Santos)

Si ignoras el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas.

Linneo

Quien se haya solazado sin tasa con las lecturas previas de Paradoja del interventor, Nemo, La sed de sal, El espíritu áspero o Absolución, de otros autores también extremeños –Bayal y Landero– como lo es Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975), disfrutará en gran medida con esta fantástica y fantasiosa novela de aire cervantino, en cuanto que su personaje lleva a cabo múltiples salidas del pueblo de Labriegos, tirándose al monte y retornando menoscabado, devenido un ecce homo, sufriendo una y otra vez los rigores de la sed, el hambre y la intemperie y echando mano, llegado el caso, de una bacinilla que hará las veces del Yelmo de Mambrino.

Personaje al que los de Labriegos (Juan Ramón, al igual que Bayal, como creador que es, también erige su propia topografía: Labriegos, Ochavia, Aldeacárdena, Pomares, Trespuestas, Respuestas, arroyo Enjuto, Pedregal…), pueblo al que llega una buena mañana cargado de libros, le colgarán de buenas a primeras el apodo del Endocrino.

La llegada de un forastero a un lugar remoto y sin propósito aparente, convirtiéndose en el centro de atención, no es nuevo. Puede ser un interventor que llega en tren y lo pierde o un Endocrino que llega en taxi. La incertidumbre que genera su presencia es la misma, tanto como la curiosidad ajena hacia sus acciones, omisiones o proceder extravagante.

Lo que mueve al Endocrino en sus comienzos, al contrario que a Alonso Quijano, no es un ideal de justicia, sino más bien la necesidad imperiosa de satisfacer su curiosidad y su saber en todo, tal que esta pulsión deriva en aventuras muy divertidas (que lo arriman ora a un guarda forestal con hechuras de estilita, ora al vigilante de una presa, ora a un zapatero remendón, ora a un Maestro teutón, ora a la vera de un cabrero…), en las que el Endocrino se convierte por iniciativa propia, en detective, naturalista, sociólogo, astrónomo, tratando en todo caso de contrastar sus conocimientos derivados de sus ingentes lecturas con la realidad, la cual le proporciona los mimbres necesarios para constatar lo endeble de sus investigaciones e industrias, pues todo cuanto acomete le sale rana, al menos al principio.

Hablaba al comienzo de novela fantasiosa porque el autor plantea, ya mediada, un hecho increíble. Saramago, por ejemplo, en una de sus novelas hacía que la muerte dejara de actuar durante una temporada, aquí, Juan Ramón hace que la tierra deje en suspenso su movimiento de traslación (no el de rotación), tal que el tiempo y por ende la naturaleza quede en suspenso (y el lector en suspense y, válgame la expresión, también centripetado, lo propio cuando mi entusiasmo lector no ralea ni un ápice a lo largo de la sugestiva y divertidísima narración, auxiliada por el humor y su cariz mitológico (y en gran medida paródico), tan bien traído): las plantas no crecen, los animales no se aparean, los humanos se ensimisman en la reiteración de sus tareas, como si sus costumbres no fueran ya otra cosa que una especie de bucle doméstico, y la realidad se convierte en un día sin porvenir ante lo cual el Endocrino vislumbra entonces la posibilidad, como facultativo en potencia (aunque llamado a ser oracularmente El elegido) que es, de auscultar la tierra por la vía de sus jugos, o secreciones y poner solución a tamaño desaguisado, si no desfaciendo agravios, sí al menos enderezando tuertos (o poniendo de nuevo en marcha la Tierra). Está por ver si el Endocrino estará a la altura de esta Misión imposible. Sigue leyendo