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La primera aventura (Emilio Gavilanes)

«Le decimos leer y somos nosotros, que corremos entre los bloques de edificios, y sacudimos los troncos de los árboles empapados de lluvia, y cazamos a las arañas en sus telas y recogemos cascos de botellas de leche y de botellas de champán, y buscamos cobre, bobinas de cobre caídas entre las matas que crecen en los solares, y junto a los huertos, y al sol de las escombreras que hay al lado de cualquier obra. Somos mi amigo y yo mirándolo todo, palpitando y leyendo a la vez, y haciéndonos tenaces con la tenacidad de las ortigas, de los amarantos, de las malvas que nacen al borde de las vías del tren…»

Así comenzaba Los príncipes valientes de Javier Pérez Andújar, estupenda novela con la que ésta de Emilio Gavilanes (Madrid, 1959) creo que guarda relación. Aunque Gavilanes es seis años mayor que Andújar las historias referidas en ambas novelas son similares, aunque en la de Andújar los niños de la novela descubrían el mundo o se sustraían a él merced a las lecturas que emprendían de autores como Julio Verne, Jack London, Edgar Allan Poe o bien se emboscaban en las viñetas de sus cómic. Los niños de Gavilanes no descubren otros mundos a través de la lectura, sino que lo suyo es puro empirismo, una realidad que descubren a diario en la calle y en el campo, que desmigajan y degluten como el pan de sus bocadillos y que se les manifiesta mediante los sopapos y tortazos que reciben de sus padres cuando los desobedecen o les mienten, a través del miedo que experimentan cuando llega la oscuridad y no saben regresar a casa, a través del dolor que sienten cuando un clavo oxidado perfora la planta del pie al pisar una tabla, de la carne enrojecida cuando el profesor les suelta un reglazo o los despabila a capones, de los pulmones que se atoran con los primeros Celtas, de las horas empleadas jugando al gua o deambulando entre unas trincheras abandonadas después de la guerra; la ingenuidad que se manifiesta cuando tratan de ir al rescate con sus bicicletas de un loco al que se llevan en una ambulancia; las cicatrices que la guerra dejó en dos ancianos: Pepe y Braulia, que como aquel Coronel que no tenía quien le escribiera, esperan durante décadas en la estación el tren que nunca les devolverá a su hijo; los animales que mueren a manos de los niños colmando así estos su curiosidad y también su sadismo, como tendrán la desgracia de comprobar los gatos, perros, culebras, vencejos, erizos, cangrejos que se crucen en su camino (sin retorno); un mundo infantil donde hay enanos, ciegos, tontos, gordos, locos, mujeres bigotudas, madres asesinas de grillos, donde el narrador sentirá los primeros lanzazos de la muerte ajena cuando algunos de sus amigos mueran sin haber llegado a la adolescencia; los primeros enfrentamientos con otras bandas como los vikingos; las mascotas con las que se entretienen sean tortugas o jaulas de grillos. Un mundo, el de la infancia (hasta los doce años) aquí contada que dista mucho de la que hoy conocemos, atiborrada de artefactos digitales y muy poco oreada y fogueada en calles y campas, a pesar de que hayan transcurrido apenas 40 años.

La novela se divide en 39 capítulos. Hay otros más breves que no van titulados y rezan así:

«Aquel carrito chino de plástico, de colores nuevos».

«Pasar el dedo corriendo por las púas del peine».

«Al abrir la caja de zapatos, el color de las hojas de morera con los gusanos».

«A los grillos les da igual que nos muramos, lo supe que el domingo».

«El olor de una alambrada oxidada».

Alguno de estos recuerdos fragmentarios y sucintos son una réplica de lo que hacía Perec en Me acuerdo:

«Me acuerdo cuando se murió el padre de Pit. Ese día, cada vez que pasaba frente a su casa, miraba balcón. Estaba lleno de geranios».

En 2014 Gavilanes publicó Breve enciclopedia de la infancia que quiero leer y que barrunto que va en la línea de esta novela. En 2015 obtuvo el Premio Setenil de relatos con Historia secreta del mundo, que disfruté mucho.

Ética para Amador de Fernando Savater

Ética para Amador (Fernando Savater 1991)

Este libro publicado por Fernando Savater en 1991 se tradujo luego a 26 idiomas y se comercializó en treinta países, según reza la contraportada. Nada mal para un libro de ética. Ahora que los libros de autoayuda (los «eróticos» también), ocupan más espacio en las librerías que los de filosofía, creo que Fernando lo tendría más complicado para lograr un éxito parejo.

Amador es, en 1991, el hijo adolescente de Fernando y su padre quiere escribirle algo parecido a una carta, este libro, donde le tratará de explicar como buenamente pueda de qué va esto de vivir. No consiguió Wittgenstein con sus libros aniquilar lo demás libros del mundo, ni lo consigue tampoco Fernando con esta Ética. Ya ha dicho Fernando en alguna entrevista que él no ha aportado nada sustancial a la filosofía y se siente más cómodo en el papel de divulgador, dándonos a conocer qué es lo que han dicho los grandes de la filosofía sobre los aspectos que a todos nos desvelan y apasionan.

La ética la centra Fernando en el acto (o para decirlo con Fromm, el arte de vivir), de vivir lo mejor que se pueda, respetando al otro, poniéndonos en su lugar, siendo abiertos de miras, tolerantes, buscando siempre el bien, la virtud, lo bueno, aquello que nos hace sentir bien, más allá de lo establecido por esos marcos jurídicos que penalizan o no ciertos comportamientos nuestros.
La clave está en pensar por nosotros mismos, llegando a la conclusión de que hacemos lo correcto o no, no mediatizados por una norma, por el miedo a una sanción, sino desde el convencimiento de que aquello es lo justo, lo virtuoso, todo ello en la red de relaciones e intereses en la que nos movemos, como seres sociales que somos, nos guste o no.

Su aire antipedagógico, nada moralizante, su sencillez y falta de ambición, su cariz socrático, de preguntar más que el ir dando respuestas de manual, es lo que lo convierte para mí este libro de Fernando en algo valioso.

Acabo con una cita que aparece en el libro, de John Stuart Mill de su libro Sobre la libertad. Ahora que los irlandeses están votando en referendum acerca de si quieren legalizar o no el matrimonio entre personas del mismo sexo, creo que la libertad y el progreso, pasan por ahí: por abrir puertas, o armarios, y despejar mentes y horizontes.

«La única libertad que merece ese nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás».