Archivo del Autor: Francisco Hermoso de Mendoza

La fuente de la vida (Antonio Gala)

Removiendo papeles me encuentro esta columna, La fuente de la vida, de Antonio Gala, de 1990, en aquella sección conocida como La soledad sonora. Dice así:

El sexo es un perfume (para muchos, sin duda, un hedor: en el fondo da lo mismo). Surge de un punto concreto, o poco visible en ocasiones, o difícil de localizar; pero se expande alrededor. Nos acompaña cuando nos movemos, pero lo dejamos también tras de nosotros como una estela. No es inocente ni culpable, igual que no lo son el agua ni la sangre. Lo que somos lo somos en función de él, por él y para él. Es la fuerza más grande y más sutil. Lerdo sería quien creyera que sólo tiene el sexo un modo de actuar. Bajo el antifaz de las sublimaciones, se ha querido ocultárnoslo; sin embargo él, desdeñoso como quien ostenta el poder verdadero, ni siquiera reclama sus derechos. Sus definidores se quedan cortos siempre. Hasta Freud se quedó corto en su interpretación, descubriéndolo en oscuras torres de las que había de ser liberado: él, un aire que envuelve el mundo entero, lo fabrica, le da ritmo y sentido. La oscura torre no era más que la sombra que proyecta la luz cuando se le antepone un obstáculo opaco: nuestros falsos pudores y nuestra hipocresía.

Si no nos excita alguien -a menudo contrario a nuestros gustos personales-, no brillamos; en esa excitación palpita el sexo. Como palpita, no trasmutado, sino terso y limpio, en la mística de santa Teresa, que habría sido otra de haberse dado a Dios carácter femenino. Como palpita en las colaboraciones entusiastas, cuando se canta juntos, o se actúa, o se levanta a pulso la hermosura; en las caricias no amorosas en apariencia, en las sonrisas inconscientes, en la húmeda gra titud infantil, cuyos gestos predicen otros, ya después ensuciados. ¿Es que se come o se bebe en compañía por obedecer sólo al instinto de conservación? Toda manifestación sensual procede de la tensión sexual, que es lo que nos mantiene. Somos sexo y muy poco más. Él está detrás y delante de todo, porque es nosotros mismos, el principio primero de nosotros. Por muchos negros cortinajes que traten de esconderlo, por mucha funda puritana, que cubra hasta las patas del último piano. Cualquier creador siente su presencia en determinados momentos de fulgor; a semejanza de aquellos torpes movimientos que debian ignorarse y que sufría Juan de la Cruz en sus altos peldaños. El ser humano posee un breve repertorio de sensaciones y expresiones; el sexo las acapara todas, cualquiera que sea su denominación.

¿Busca el placer? Ni siempre, ni uniformemente. Busca a veces a través del dolor, pero no ya el placer, sino la personal proclamación. ¿Busca la belleza? No, ni siquiera la subjetiva; ella es un vehículo, una llamada más, un despertador más… El sexo es previo a todo: a los crueles ritos lujuriosos, a la admiración o al dinero erotizantes, a las costumbres que intentan encauzarlo para que no anegue los paisajes. Porque, para ejercerlo, no necesitamos siquiera sentirnos atraídos; él es también distinto del amor y anterior al amor: éste es un cohibido heraldo suyo. Yo he escrito: «Hacer el amor sin amor es como bailar sin música». El sexo es otra cosa. Un baile, cuanto más hondo y primitivo, ¿no produce su música? ¿Será imprescindible, para bailar, emparejarse? ¿No se danza en soledad y en grupos? No es que defienda hoy el sexo a mansalva, sino su universal prioridad. Si lo negamos, se emborronará todo y será incomprensible. Sexo y vida es lo mismo; cualquier iniciación lo es del uno y de la otra; el sexo es a la vez el hambre y el alimento. La poesía -se dice- es comunicación. Puede, pero después; primero es conocimiento de la realidad más profunda de las cosas; si no, ¿qué se comunicará? Lo mismo ocurre con el sexo. ¿Es que la pedagogia, por ejemplo, puede ser no sicosomática? ¿No se atraen el maestro y el discípulo? ¿Por qué Alcibíades buscaba el contacto de Sócrates?

Pero, entre nosotros, todo lo ha estropeado y disturbado la apoteosis de la penetración. Es decir, la obsesión de dar una finalidad precisa y productiva (o reproductiva) a cualquier acto, y la obsesiva tendencia a no diferenciarnos. ¿Hay idiotez mayor que establecer la lucha de los sexos? El sexo es único: un natural impulso. Sólo si calificamos el sexo por el exterior del órgano con más frecuencia empleado, y sólo si ceñimos el sexo a la procreación, habrá dos sexos. Por el contrario, si llamamos así a las diferentes maneras de percibir su compulsión, habrá tantos como seres sexuados: desde las vírgenes necias o prudentes a los derviches giratorios, desde las insaciables mesalinas, a los extáticos de cualquier religión. ¿Se come sólo para saciar el hambre? Para qué en tal caso, los ojos -que también comen-, los diversos sabores, las inquietas papilas, el excitante olor de los aperitivos y los platos? ¿Quién va a poner le puertas al más ilimitable de los campos? ¿Cómo reducirlo a una cama matrimonial, apresurada y aburrida, que desembocará en la dura y estrecha cama de la maternidad?

Las serpentinas coloreadas de los deseos y las simpatías, el lazo inevitable que ata a seres desconocidos hasta entonces, la alondra súbita que salta de una mirada a otra, la sonriente complicidad que vincula a los usuarios de un autobús o de un vagón de metro, ¿no son invitaciones, vislumbres, puentes, anticipos del sexo, sexo ellos mismos ya? «Pero no pasan a mayores», dirán. ¿A qué mayores? ¿Todo gozo habrá de ser orgásmico, todo habrá de gemir, restregarse, jadear? Quizá la vez que más he penetrado en nadie fue sobre un mostrador. Alli había queso y vino, y, por encima, dos ojos algo oblicuos. Los miré tanto tiempo y de tal modo que me sentí desfallecer, y sentí el desfallecimiento de quien a su través me miraba durante tanto tiempo y de tal modo… Lo que vino después fue muchísimo menos portentoso. Pienso si el sida, aparte de su labor mortal, no tendrá otra secundaria (¿secundaria?): valorar los acercamientos, despojar al sexo de sus viejas fanfarrias, ayudar a sacarlo de los tradicionales agujeros -tan superficiales donde se le disfraza, airearlo, desnudarlo, entronizarlo en cada instante.

Se repite que los jóvenes de hoy son asexuados. Además de una sinécdoque, es una estupidez. Los que tal aseguran son quienes no conciben más que un sexo enhiesto o ávido. Porque quienes, después de una noche compartida, se van cada cual a su cama, ya gozaron del sexo. Las muchachas que por todo vestido llevan su lencería, lo hacen para gustar y gustarse a sí mismas; los muchachos que las miran y se miran mirarlas también están gozando. Todo es sexo: la música, y el sudor, y las luces mordientes, y el aturdido tiempo, y ellos. Yo, igual que esos muchachos, aunque no lo comprendan los voraces de melón y tajada en mano, he aprendido a preferir una comida larga, suave, y sin postre. Todo es cuestión de gustos.

La fuente de la vida - Antonio Gala

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Los abismos (Pilar Quintana)

Había precipicios interiores en La perra, la anterior novela de Pilar Quintana (Cali, 1972). En Los abismos, el foco se amplía o se adensa. La narradora rememora cuando tenía ocho años. Los abismos son una madre depresiva con querencia por la bebida capaz de cometer una locura, un padre que tiene el bicho de los celos dentro, una muñeca que se suicida, una ausencia que flota como una fantasma hasta que el cuerpo aparece. Aquí también la selva, como una frondosidad amenazante, la oscuridad y bruma, que circunda la quinta y vela el desfiladero, el precipicio, el abismo.

Mujeres conectadas por la fatalidad. Los vericuetos por los que la existencia se extravía y reconduce.

Los abismos es una novela pero se me antoja más un relato y bastante menos desasosegante que La perra.

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Hormigón (Anselm Jappe)

No confundir, al compartir el mismo título, la novela de Bernhard con el ensayo de Anselm Jappe, publicado por Pepitas con traducción de Diego Luis Sanromán.

El hormigón es el enemigo público número uno para Jappe, a pesar de lo cual mantiene muy buena prensa, como se ve. La cruzada está hoy en contra de los plásticos.

Hace tres años un viaducto se vino abajo en Génova. El 15 de agosto de 2018. Murieron 43 personas. Había sido construido en 1967. El conocido como puente Morandi, era un puente de hormigón armado. El hormigón tiene fecha de caducidad, pero el derrumbe del puente genovés puede entenderse y explicarse, a lomos del optimismo, como una anomalía. Para Jappe este acontecimiento es el cordel del que tirar para hilar sus pensamientos acerca del urbanismo y la construcción. En el centro sitúa el hormigón, elemento constructivo que se ha hecho universal en un contexto capitalista e inscrito en la lógica del valor.

El valor capitalista ha abolido todas las particularidades locales, todas las tradiciones, y se impone como la única ley hasta en los últimos rincones del planeta, en los que anteriormente la vida social respondía a leyes muy diferentes dependiendo de las regiones; del mismo modo, el hormigón ha extendido su monótono reino por el mundo entero, homogeneizando todos los lugares con su presencia junto la gelatina del trabajo abstracto está hecha de piedra caliza y escombros.

La construcción no precisaba antes de arquitectos, sino de artesanos. Construcción local que echaba mano de los recursos naturales presentes en el lugar. De esta manera las construcciones eran un espejo, una señal de identidad. El hormigón permite construir barato, sin que nadie se pregunte sobre el coste ecológico del uso y abuso del hormigón a nivel planetario, el impacto que su uso tiene en cuanto a la detraccion de recursos (ríos dragados), contaminación atmosférica, respuesta frente a las inundaciones. El hormigón lima las diferencias, franquicia el paisaje. Si a eso le sumamos el empeño en el empleo del cristal, las largas avenidas, las calles sin balcones, ni trazados sinuosos, los sueños totalitarios se ven así cumplidos. La transparencia permite el control total del ciudadano (me viene en mientes la lectura de Rendición de Ray Loriga) que no tiene ya dónde esconderse, tampoco dónde reunirse, cuando uno se deja llevar por los proyectos de Le Corbusier o Haussmann.

Apela Jappe al sentido común, pero la inercia hoy es demasiado fuerte, una inercia convertida en bola de nieve que genera por parte de los administrados un uso indiscriminado del aire acondicionado, y la calefacción, aumentando así las emisiones y dañando el medio ambiente, que cada vez más deteriorado (y recalentado o gélido), hace todavía más necesario el uso de aires artificiales y calefactores. Un bucle, como se ve.

En cuanto al hormigón, a pesar de que se puede reciclar apenas se hace. Desgraciadamente los países que más usan el hormigón como China son los que menos reciclan, al contrario de Japón que llega a reciclar un 90% del hormigón. China recicla el 10% el hormigón y produce 2000 millones de toneladas de residuos de la construcción.

Uno de los aspectos más interesantes del ensayo son las palabras dedicadas a los arquitectos estrella, como por ejemplo Zara Hadid, responsable de la construcción de la estación de tren de alta velocidad de Afragola, en el barrio más desfavorecido de Nápoles. Comenta el autor que algunos de estos arquitectos tienen por principio no querer conocer el sitio en el que se implantará su construcción; esta debe existir como un objeto puro, independiente de todo contexto. No ha de extrañarnos luego que la obra no case con el lugar, que nos parezca algo ajeno, implantado, artificial, sobrante, y que para nada dé respuesta a las necesidades y deseos de los ciudadanos y usuarios.

Resulta estimulante leer a Jappe.

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Era una rosa (Emilio Gavilanes)

Era una rosa es un libro de poemas de Emilio Gavilanes, editado por Comares. Algunos poemas siguen la métrica del haiku. Otros son de métrica libre, pero siempre son tres versos. Se principia así, de esta manera tan bella:

Este desorden
de pétalos caídos
era una rosa
.

Otros poemas me traen ecos de haikus recogidos en El gran silencio:

Ermita en ruinas.
Un minúsculo insecto
se come al santo.

En Era una rosa:

Convento en ruinas.
En el dedo del Creador
Cagó un pajarito.

A su vez hay una especie de continuidad.

En El gran silencio:

El viento sigue
agitando las ramas
sin una hoja
.

En Era una rosa:

Sopló un gran viento.
Las hojas que cayeron
Ya están muy lejos.

Los poemas, en la brevedad que aquí el lenguaje les concede, son fogonazos, hallazgos visuales, retratos a vuela pluma a cuanto nos rodea, asedia y libera.

Una mirada escrutadora enfocada hacia la naturaleza y sus elementos: el sol, la luna, el viento, los árboles, las ramas, las hojas, el arco iris, los relámpagos, las aves, el ciclo del agua –agua de lluvia convertida en un charco sucio-; la presencia humana y sus artefactos que deja animales muertos en las cunetas, eviscerados, aflorando sus vívidos colores (la sangre que no se nombra); momentos prosaicos, como ese vecino al que vemos colgar la ropa y parece seguir dentro de ella, ancianas que toman conciencia de que sus muñecas –a pesar de su eterna infancia- son de su quinta, abuelos que murieron con veinte años. Son las contradicciones, el quiebro mental, la bisagra entre la res nullius (todo aquello intacto, ajeno a la propiedad) y la res derelictae (como ese molino de agua en ruinas, y ya independiente del agua que sigue fluyendo) que estos poemas sugieren y evocan para provocar la sonrisa cómplice ante el minucioso e inadvertido detalle que la escritura de Gavilanes desvela al lector.

Un: ¡Mira! (mirada azuzada por la sedimentación de la experiencia) sutil, suave, delicado, como el arrullo y balanceo de unas palabras que buscan su espacio en el verso y caen sobre el papel con la cadencia de los copos de nieve en el nido terroso.