Archivo del Autor: Francisco H. González

Delibes en bicicleta

Delibes en bicicleta (Jesús Marchamalo)

Este año se cumple el centenario del nacimiento de Miguel Delibes. La industria editorial pone en el mercado libros como el presente. Un libro ilustrado por Antonio Santos muy corto, un texto el de Jesús Marchamalo (Tocar los libros) que parece más propio de un reportaje en un suplemento dominical.

El título hace mención a una de las pasiones de Miguel Delibes, el ciclismo. Hubo otras, como la literatura, la familia, la caza… En esta suerte de microbiografía Marchamalo comenta la primera vez que Delibes anduvo en bicicleta, la obtención del premio Nadal en 1948 y su posterior entrevista con Pío Baroja, cuando ganó la oposición a la Cátedra de Derecho Mercantil, su preferencia por trabajar con el bullicio de los niños en casa, gritos, carreras y la algarabía a la hora de la merienda o cuando se hacía cien kilómetros en bicicleta (¡con aquellas carreteras y aquellas bicicletas!) para ir a visitar a su novia y posterior esposa, y su pérdida a una edad temprana.

Yo creo que vale siempre la pena ir a las fuentes y recomiendo encarecidamente la lectura de Mi vida al aire libre, o bien leer Señora de rojo sobre fondo gris, maravillosa novela sobre el duelo, o esa tensión entre lo rural y lo urbano tan bien recogida en El disputado voto del señor Cayo, o aquellas Viejas historias de Castilla la Vieja que cifraban bien la pasión cinegética del sabio Miguel Delibes.

La sombra de Delibes, al igual que la del ciprés, sigue siendo hoy afortunadamente todavía muy alargada.

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Cosmos (Witold Gombrowicz)

Cosmos publicado en 1965 es un libro que me produce extrañeza, incluso rechazo, como las películas de Haneke, por eso me resultan adictivas. A medida que uno va leyendo va acumulando los interrogantes. Lo que Gombrowicz plantea parece una tomadura de pelo, una charada, una chaladura. Dos jóvenes polacos: Witold y Fuks, en una casa de huéspedes comienzan a desvariar fijando su atención en cosas absurdas: un pájaro ahorcado, un palito ahorcado, otro gato ahorcado (aquí Witold es protagonista en una serie letal (o inerte) que va generando ¿el azar?) embutido todo ello en algo que podemos calificar como misterioso. En la casa hay un puñado de personajes extravagantes. La palma se la lleva Leon. El yo narrador, Witold, es una montaña rusa. Va de lo macro a lo micro. Del fuera adentro. Del terrón al cielo. De una boca, la de Lena, a la de Katasia. De un ahorcamiento a otro. El hilo de su pensamiento es una goma que jugando le asesta reiterados zurriagazos. Establece Witold una conexión especial o incluso espacial con Leon: Berg. Leon está como las maracas de Machín y habla su propio lenguaje, como eso que hacíamos con las palabras cuando éramos críos y cambiábamos unas letras por otras o añadíamos terminaciones haciendo de la aliteración un arte. Me pregunto cómo sería para Sergio Pitol (al que Gombrowicz buscó tras leer su traducción al castellano de Las puertas del paraíso) traducir una ida de olla, tan dada a la experimentación con el lenguaje como la presente.

Cosmos es una novela, si esto es una novela, coral. El autor se lleva a sus personajes de excursión a la montaña: tres parejas de luna de miel, una pareja que lleva casada dos décadas, dos jóvenes desnortados y un cura perdido y desorientado que pasa a formar parte del grupo. Los diálogos de Gombrowicz así como las situaciones que crea son hilarantes de puro absurdas, su humor es muy particular y cuesta entrar, pero luego ya no hay escapatoria. Sobre este absurdo zigzagueante flotan pensamientos, afirmaciones !Cuando no tienes lo que amas, entonces ama lo que tienes¡, palabra de Leon. Te alabamos señor.

Creo haber escuchado en una conferencia que la palabra cosmética tenía la misma raíz semántica que la palabra cosmos que en griego significaba orden. Así tal Gual lo cuento.

Pero aquí no hay cosmos, orden ni concierto, por mucho empeño que ponga Witold en ordenar las concordancias, las relaciones, las sinergias, los ahorcamientos, sí desvarío, obsesión y desconcierto. Y un lector atropellado cuyos ojos como canicones son los de un emoticón plenos de asombro ¿o es estupor? con las neuronas hechas chicle de mascar. Y un final que nos deja !atención¡ ante un pollo. No, ahorcado no, pero sí muerto, en un plato. Ufff.

Sabemos que todos los caminos de la literatura conducen a EV-M y creo que fue a través del mismo como di con Gombrowicz. Y me da que esto va a ser el principio de una bonita amistad.

…al finalizar la lectura ya en la ducha mientras sacaba la diestra para abrazar el bote de gel miraba a mi derecha y veía un mosquito ascendiendo por la ventana le costaba lo suyo ascender y al poco rato volvía a caer que era un deslizarse y no sabía si echarle una mano o un dedo algo que de no hacer con precisión quirúrgica podría acabar con él espachurrado y prestaba atención a su esfuerzo denodado y veía lo fácil que sería acabar con él lo mismo de fácil que nos resulta a nosotros caer fulminados bajo el mazo del destino y el secador apagó el rumiar de mis pensamientos y cuando se disipó el vapor se desveló el misterio en el cristal de la ventana en posición oscilobatiente pues no se apreciaba mas que el edificio de enfrente inmaculado y pensaba entonces y ahora que Gombrowicz jugaba en su Cosmos al ahorcado con nosotros y que solo él sabía qué palabra tenía en mente y que nosotros por mucho que lo intentáramos al leer no haríamos más que ir dando palos de ciego…

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Ana de las Tejas Verdes. La llegada (L. M. Montgomery)

A principios del siglo XX la canadiense L. M. Montgomery escribió la saga Ana de Las Tejas verdes, que sería llevada luego a la televisión y al cine.

La llegada, con traducción de Ana Isabel Sánchez, es el primer título de la saga. Ana Shirley tiene 11 años, vive en un orfelinato hasta que dos hermanos deciden adoptarla. Se trata de un error porque ellos quieren un chico y a cambio obtienen una chica. Al hermano, llamado Matthew, la niña le cae bien desde el principio. A su hermana Marilla no tanto. La idea pasa por devolver a la niña al orfelinato, pero tras unos días de prueba, y cediendo al buen corazón de ambos hermanos, deciden adoptarla, no sin ciertas reservas.

Ana Shirley es todo un personaje, una niña dotada de una imaginación desbordante, intrépida, que no se achanta ante nadie ni nada, un espíritu libre que Marilla se ve en la necesidad de doblegar, o encauzar a través de la educación.
Como es de esperar las cosas no empiezan bien, Ana no sabe manejar los usos de la cortesía, la diplomacia, y le saca los colores a Marilla frente a sus amigas, o cuando Ana debe acudir al colegio y monta un pifostio, o miente haciendo una declaración falsa a fin de contentar a Marilla. Pero todos estos son pormenores que se pueden enmendar.
Los hermanos descubren en su interior sentimientos inéditos para ellos hasta entonces, algo parecido a la ternura, el afecto, el cariño. Las cosas que la niña les cuenta les hacen mucha gracia, pero también se entristecen cuando Ana llora como una descosida, pues la niña a pesar de ser muy echada p’alante también es muy susceptible y de lágrima fácil, como cuando en el colegio se mofan de su pelo rojo al que le llaman pelo de zanahoria (como la novela de Renard)

El personaje de Ana Shirley, o de Cordelia Shirley como le gusta a la niña llamarse a sí misma le permite a la autora censurar ciertas actitudes de los adultos mediante el proceder de Ana, quién tiene sus más y sus menos con los docentes, los párrocos, los adultos adustos, y con todo aquel dotado de escasa imaginación. Estas salidas de tono, o así le resultan a Marilla, analizadas un poco más al detalle no son tales, y esa es la transformación que experimentan Marilla y su hermano, que dejados llevar por la inercia, aceptan ritos, costumbres, tradiciones, jerarquías, sin pensar apenas en ellas, de una forma automática. La llegada de Ana, su mirada virgen, pone todo este entramado patas arriba, y esto es el gran logro de esta divertidísima novela.