Archivo del Autor: Francisco H. González

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El Marne (Edith Wharton)

El Marne (batalla clave en la Primera Guerra Mundial) es una novela de apenas 70 páginas (publicada por la Isla de Siltolá, con traducción de José Luis Piquero. El libro además de El Marne comprende otros dos relatos: El ajuste de cuentas y La campanilla de la doncella) escrita por Edith Wharton (1862-1937) en 1918, año del armisticio, con el que finalizaba la Primera Guerra Mundial, cuyo centenario se celebró en el día de ayer

El protagonista es Troy, un joven americano que desde que tiene seis años se embarca cada mes de junio en Nueva York en travesía hacia Francia, donde pasará cuatro semanas muy dichosas.

Esos viajes reiterados en el tiempo, y a medida que Troy va creciendo le hacen ir amando el país galo. Monsieur Gantier se convertirá en una suerte de padre espiritual, cuyas palabras este bebe con ansia.

La satisfacción con uno mismo es la misma muerte, había dicho. Francia es el país-fénix que siempre resurge de las cenizas de sus errores reconocidos”.

El amor que algunos americanos sienten por el viejo continente, y por Francia en concreto, se manifiesta en todo su esplendor en las palabras que Wharton pone en boca del narrador:

Troy pensaba lo maravilloso que debía ser llevar ese extenso y exquisito pasado en la sangre. Cada piedra que Francia había labrado, cada canción que había cantado, cada nueva idea que había expuesto, cada belleza que había creado en sus mil años fructíferos eran un nudo entre ella y sus hijos. Todas esas cosas eran más gloriosas que sus batallas, porque era gracias a ellas que toda civilización le era propia, y nada que la concerniera podía concernirla solo a ella”.

Sea que los años pasan y Troy se ve en Francia el año que estalla la primera guerra mundial. Habida cuenta de su temprana edad no puede combatir con los aliados y se vuelva a los Estados Unidos con la cabeza gacha.

En América, Troy comprueba cómo sus compatriotas ven la guerra en Europa con frialdad y distanciamiento, como algo que deben solucionar los franceses y los alemanes, donde los americanos han de mantenerse neutrales. La guerra es vista como un espectáculo, o así piensa Troy que la viven algunos. Cuando su familia debe dejar Francia al estallar la guerra, comprueba la falsa hipocresía de aquellas mujeres que se quedaron en Francia para ayudar, según ellas, cuando Troy constató que no veían la hora de volver a su país. Troy reprueba a su vez a muchas mujeres vayan a la guerra buscando vulgares emociones. Los americanos escuchan las historias de los que van llegando de Europa con novedades, tal que las aventuras de Troy y su familia en Francia caducan languidecen prontamente en el interés de sus escuchantes.

De Gantier, Troy quiere asimilar en su proceder, la crítica, el análisis y el inconformismo de este. De esta terna lo que más mella hará en Troy es su inconformismo, que llevado a la práctica pasa por ir a hacer la guerra a Europa y pelear codo con codo con los soldados franceses. Sueño que verá finalmente cumplido, aunque quizás no como este esperaba.

La novela de Wharton escrita, podríamos decir, con el olor a pólvora en los dedos, es interesante porque describe los hechos prácticamente cuando estos suceden, poniendo negro sobre blanco la hipocresía americana de ciertas clases sociales, el ánimo belicista (alimentado por la necesidad de ¿tener algo que relevante e incontestable que contar a sus nietos? ¿hacer un mundo mejor? ¿soltar la adrenalina acumulada en la mocedad?) de jóvenes como Troy, y la pregunta que procede hacernos, en el caso de apostar a pies juntillas por el anitibelicismo: ¿qué hubiera pasado si los americanos no hubieran intervenido ni en la primera ni en la segunda guerra mundial? ¿Qué mundo tendríamos hoy?.

Lecturas periféricas

14 (Jean Echenoz)
1914 El año que cambió la historia (Antonio López Vega)
La canción del cielo (Sebastian Faulks)

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Jules (Henri-Pierre Roché)

Hay una literatura proclive a la voluptuosidad. Una placentera sensación al leer, como la de sentir que te pasan un plumero por la cara y se entremezclan entonces el placer y el escalofrío. Así, los seis relatos (Jules, Los papeles de un loco, Un coleccionista, Soniasse, El señor Arisse, Un pastor) de Henri-Pierre Roché (1879-1959), publicados por Errata Naturae con traducción de Vanesa García Cazorla, ofrecen estas sensaciones de manera sutil y elegante.

Unos relatos se cierran de manera muy explícita como sucede en Jules, Los papeles de un loco o Un coleccionista. Otros, la mayoría, son finales abiertos a la interpretación como Un pastor, donde se suceden acontecimientos un tanto inexplicables, con ovejas dando vueltas como derviches, azuzadas por la sed y en manos de un pastor al que parecen faltarle varios tornillos y que las va ultimando entre brote y brote. Esa voluptuosidad que comentaba se manifiesta en esos hombres que anhelan, fantasean y sufren con la idea del cuerpo femenino (con su afán de poseerlo entrando en él) y los goces que no obtienen de ellos, aunque los tengan ahí mismo (detrás del tabique) como le sucede al protagonista de Soniasse. Voluptuosidad y deseo que llevado a la práctica y por exceso puede conducir a la locura al protagonista de Un coleccionista, para el que no existe más tragedia que no poder seguir disfrutando del goce carnal. Relato que ofrece esa dualidad entre el amor carnal y la voluptuosa amistad (Cuando digo amigo, no lo digo por decir […] Me había despertado una de esas profundas simpatías, tan raras en mí, que jamás me habían defraudado […] Yo me preguntaba por qué quería a este amigo, por qué las cosas sencillas que él me decía tenían para mí tanto valor, pero no encontré otra respuesta que la vieja contestación de Montaigne: Porque es él). En otra vuelta de tuerca, Roché integra los avances técnicos con el deseo sexual no satisfecho, para brindarnos El señor Arisse, ese tipo de relatos envueltos en un halo fantástico que por mucho que se relean resultan herméticos. Los papeles de un loco es una gozosa ida de olla, donde se alterna la transición de un zumbado que pasa de serlo TODO, y tras la cópula, a los puntos supresivos, a la NADA

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Vidas escritas (Javier Marías)

La posteridad cuenta siempre con la ventaja de disfrutar de las obras de los escritores sin el incordio de padecerlos a ellos.

Javier Marías

Vidas escritas es el primer libro de Javier Marías que comento en el blog. Leí, creo que con agrado, en los noventa, Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, pero como esta autobiografía de papel virtual mía comienza su andadura en 2006 no hay registro de los mismos.

Para los griegos no existían las calendas. Así que dejar algo para las calendas era para los romanos una invitación para echarlo en saco roto. Charlaba la otra noche con un amigo, curiosamente, en el café Calenda, cuando me habló con entusiasmo de estas Vidas escritas de Marías. Hice propósito de leerlo, de no posponer su lectura, y aquí estamos. Me hice con un ejemplar de Siruela de 1992, con la foto en la portada del rostro de un jovencísimo Marías.

Por trazar alguna clase de paralelismo, diré que estos ensayos literarios de Marías en los que habla de escritores muertos y ninguno español: Faulkner, Conrad, Isak Dinesen, Joyce, Henry James, Tomasi di Lampedusa, Conan Doyle, Stevenson, Turgeniev, Thomas Mann, Nabokov, Rilke, Lowry, Madame du Deffand, Kipling, Rimbaud, Djuna Barnes, Oscar Wilde, Yukio Mishima, Laurence Sterne, los compararía con el Examen de ingenios de Bonald, pues estas semblanzas van más allá de la bibliografía de sus artífices para ahondar en su forma de ser, empleando para ello anécdotas (que uno no sabe si son verídicas o no) con las que Marías arrima el ascua a su sardina, pues cuando nos habla de Joyce, Mann o Mishima estos no salen muy bien parados y ahí Marías afila el cuchillo, sin punta, en todo caso, ya que lo que prima en estas semblanzas que se leen y paladean, es el humor y la ironía que gasta Marías para acercarse a estos prohombres (¿cuál es su término equivalente para las mujeres?) de las letras, muchos de ellos muy pagados de sí mismos, bajándoles de su pedestal y envolviéndolos en un manto mucho más prosaico, y entonces Lampedusa cree que su Gattopardo es una porquería, Joyce se nos destapa como coprófilo, Faulkner como alguien siempre deseoso de recibir cheques, vemos a un Rimbaud desencantado del arte (al que consideraba una tontería) y tomando cartas en el asunto, poniendo mar de por medio, para desaparecer del mapa literario tras su fulgurante aparición, hasta su muerte, a Stevenson tolerante con los crímenes más abyectos, a Barnes despreciando la admiración de Carson McCullers o yendo de madrugada a buscar por los bares de París a su amante Thelma Wood, un Nabokov para el cual todo era artificio, incluidas las emociones más auténticas y sentidas, a Mishima alcanzando su primera eyaculación al contemplar una reproducción del torso de San Sebastián, con unas cuantas flechas horadándolo, en un cuadro de Guido Reni, a Lowry siempre aferrado a una botella, chamuscando manuscritos y muriendo tocando el ukelele (o este era al menos su visión postrera y lapidaria)…

Este estupendo libro finaliza con el apartado Artistas perfectos que recoge las fotos de los escritores (no de todos) aquí abordados y de otros como Melville, Bernhard, Mallarmé, Baudelaire, André Gide, Borges, Beckett, Mark Twain, T. S. Elliot, Thomas Hardy, a los que si Marías les dedicara también otro libro como el presente, muchos nos llevaríamos una gran alegría, ya que en este sucinto apartado Marías solo apunta unos breves trazos basándose únicamente en las fotos, retratos o máscaras (en el caso de Blake) a su disposición, fotos que por otra parte permiten poner cara a nuestros autores faviritos, que como en el caso de Melville, según Marías es un personaje símbólico salido de sus propias obras.

Por otra parte, libros como el presente convierten en insoslayables lecturas que voy posponiendo como Habla, memoria, Viaje sentimental por Francia e Italia, Elegías de Duino o El bosque de la noche.

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Perro ladrando a su amo (Javier Sachez)

Hay una literatura presentista que no se beneficia de las bondades de la perspectiva, de la decantación temporal. Me vienen en mientes novelas como Buena suerte de Benet o Un ojo parpadea de Miguel Carcasona. Sigue este mismo camino Perro ladrando a su amo, la última novela del extremeño Javier Sachez (Campillo de Llerena, 1978), del que en su día comenté por estos pagos literarios su Manual de pérdidas.

Podría pasar por un libros de relatos, pero el autor ha querido que las historias de cada uno de sus personajes acaben confluyendo en el inmueble que cobija a todos ellos, deviniendo entonces una novela con la que Sachez trata de cogerle el pulso a la realidad más inmediata ya desde el primer momento, con un hombre que llega a casa percudío y trajinando con las llaves ve clara la idea de darle otra paliza más a su mujer, que pasará de mujer maltratada a verse afectada por el síndrome de Diógenes. Presente también la crisis económica, que deja a un escayolista en la calle y se recicla sin mucho éxito como agente de seguros, imbuido en una relación de pareja infructuosa, en la que ella siente asco de él. Vemos a jóvenes adolescentes malhablados e irrespetuosos buscando bronca y repartiendo puñetazos a ancianas indefensas; peñas ultras deportivas que deparan a sus miembros cierta sensación de amparo, que les permite también fundirse en vociferantes colectividades alcanzando éstas el clímax quebrando huesos ajenos. Hay un locutor radiofónico que no consigue materializar sus fantasías sexuales con una compañera de trabajo, ni encontrar tampoco la solución en webs de encuentros internáuticos. Tenemos a personas que buscan perder su vida tirándose a las vías del metro, otras que menudean con drogas, empresas elevando los precios de los alquileres con la idea de expulsar o desahuciar a sus inquilinos…

La novela de Sachez trata de cogerle el pulso a la realidad y no sé si lo consigue, lo que sí sé es que vi agonizar la novela entre mis manos al poco de comenzar, perplejo ante ciertas erratas: la llegada del hombre cada la noche, las tos rítmica, Ni pero ni ostias, como ostias se llame (se ve que a ciertas editoriales les cuesta mucho gastarse los cuartos en pagar a los correctores de textos, con el agravante de que esta novela ha recibido además el VII Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón, editado por Eolas Ediciones), una sintaxis que reiteradamente traza correspondencias entre los humanos y los animales para parodiar a los primeros (mastodonte estricto, enorme batracio, cara de bulldog asmático, andar simiesco…) palabras que se repiten hasta la saciedad en páginas aledañas (baja con parsimonia, conduce con parsimonia, ya en la habitación, con parsimonia, procura hablarle a la mujer con parsimonia, debe hablar con parsimonia, se ducha con parsimonia; por una puerta blanquecina brota una doctora, un coche de policía del que brotan los agentes…), otras cosas que leo y me resultan chocantes: patio de luz, no seas tan agonía, has liado alguna burrada; y a mí entender lo más importante: no lograr que este puñado de personajes tomen cuerpo, tengan entidad y salvo en contadas ocasiones, como cuando Casilda contrasta su actual vida de mierda con la pretérita en su pueblo somedano, contraste que da pie a la sugerencia y a la evocación, el resto de la narración está tan lastrada por la inmediatez y el apremio que el texto apenas respira, sin levantar tampoco el vuelo, en una novela que se me antoja en sus pretensiones realistas como panóptica, pero que no la siento como tal, pues esboza muchos asuntos, marcados finalmente todos ellos por su indefinición y superficialidad.

Eolas ediciones. 2018. 204 páginas