Archivo del Autor: Francisco H. González

Diario-de-1926

Diario de 1926 (Robert Walser)

Un año antes de ingresar en un sanatorio mental Robert Walser pasa a limpio este borrador, que no verá publicado en vida. La Uña Rota lo recupera con traducción de Juan de Sola Llovet (ganador del XXI Premio de Traducción Ángel Crespo). El diario de 1926, es una novela breve en la que Walser irá hablando de una cosa y de la otra, sin orden ni concierto, pero dejando caer algunos interesantes pensamientos como estos:

…aunque no bien nos encontramos en sociedad o nos dedicamos a la cultura, todos somos vanidosos sin excepción, pues la cultura misma, qué duda cabe, no es más que la encarnación de la vanidad, y debe serlo, y quien renuncia por completo a ser vanidoso, o bien está perdido, o bien se ha abandonado.

Creo que para completar lo que es real es necesario persuadirse o imaginarse de vez en cuando alguna cosa; en otras palabras, nuestras fantasías son tan reales corno lo son nuestras otras realidades. El sentimiento no es menos real que el intelecto.

La novela está impresa con el sello de la indefinición y viene a ser como una charla con un amigo, donde se irá saltando de una cosa a la otra, sin concretar nada en realidad, ensimismado Walser en unos cuántos circunloquios, en los que emplea ese yo al que tanto apela, para ocultarse, como si este texto fuese también un artefacto micrográmico inexpugnable en el que la mejor forma de ocultarse fuese la autoficción.

Robert Walser (1878-1956), aquel escritor, aquel poeta que como recogía en su título el libro de Jaime Fernández, prefería ser nadie.

…por atreverme a ser poeta, pues ser poeta significa nada más y nada menos que ser el mueble más inútil e inservible que uno pueda imaginar.

La Uña Rota. 2012. Traducción de Juan de Sola. 80 páginas.

Robert Walser en Devaneos

El paseo
Jakob von Gunten

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Jerusalén. El reino #3 (Gonçalo M. Tavares)

Jerusalén es el tercer libro de la tetralogía de los libros negros de Gonçalo M. Tavares publicados por Seix Barral, con traducción de Rita da Costa, bajo el título de El reino.

Si los dos primeros, Un hombre: Klaus Klump y La maquina de Joseph Walser eran, en palabras del autor, las dos caras de una misma moneda, aquí salimos de los dominios de Leo Vast y de la impronta de una guerra vigente y de sus consecuencias, para situarnos nuevamente en una ciudad y en un tiempo indeterminados. Como hiciera Faulkner en Mientras agonizo, la narración se presenta fragmentada, astillada, con continuos saltos en el tiempo y en el espacio.

En Jerusalén Tavares se vuelve más locuaz y su discurso pierde fuelle, aunque quizás esta sea la idea, dado que uno de los ejes de la novela tiene que ver con la maldad humana, el horror, con la cantidad de asesinados a lo largo de la historia y hasta el fin; Theodor, médico e investigador quiere elaborar la gráfica de la distribución del horror a lo largo de los siglos. La historia del horror es la sustancia determinante de la Historia, y toda Historia posee una normalidad, nada existe sin normalidad. Si el horror es constante, entonces sí que no habrá esperanza. Ninguna. Todo seguirá igual. Un trabajo a todas luces imposible, y por tanto necesario, en su afán de establecer causas y efectos llegando incluso a vaticinar en sus libros que países serían los ejecutores y cuáles los ejecutados, qué cantidad de muertos arrojaría cada contienda bélica, etc.

En su estudio Theodor tiene presente también la relación entre el desempleo y el horror.

«Tienes que entenderlo, llevo 5 años de paro a la espalda; pueden hacer lo que quieran conmigo».

El horror va sumado al miedo diario y e
al terror incesante que se manifiesta en la figura del perseguido.

El perseguido tiene en algún punto de su cuerpo esa marca terrible: la de alguien que huye.

Un perseguidor encarnado por el médico Gomperz Rulrich. Un perseguidor que también envejece y es entonces, solo entonces cuando ya no asusta, cuando ya todo el mal está hecho.

Tavares es más dado a formular preguntas que a contestarlas, aunque las novelas siempre le brindan al luso la oportunidad de ponerse en lugar del otro, aquí un esquizofrénico, Ernst Spengler, una esquizofrénica, Mylia, un médico abismado en el pozo negro de la Historia, Theodor, un niño discapacitado, Kaas, un médico sin moral alguna, Gomperz. Y llega a plantear una abominable Europa distópica: Europa 02. El campo de concentración como distopía.

¿Puede un hombre que práctica entusiasmado una actividad determinada transformarse al día siguiente en verdugo?

Si pensamos la maldad que Theodor maneja e investigador es inevitable no pensar en el holocausto judío.

Morian como ganado, como cosas que no tuvieran cuerpo ni alma, ni tan siquiera un rostro que la muerte pudiese marcar con su sello.

De una manera un tanto forzada todos los personajes acabarán concurriendo al final en un espacio en el que Tavares riza el rizo de tal manera que sin darse el batacazo, no logra a mi entender la intensidad y el sincretismo en las que se devolvían muy plausiblemente las dos primeras novela de la tetralogía.

Gonçalo M. Tavares en Devaneos


El reino (Gonçalo M. Tavares). Seix Barral. 2018. 744 páginas. Prólogo de Enrique Vila-Matas. Traducción de Rita da Costa.

Un hombre: Klaus Klump
La máquina de Joseph Walser
Jerusalén
Aprender a rezar en la era de la técnica

El Señor Valéry El barrio #1

Una niña está perdida en el siglo XX

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Una niña está perdida en el siglo XX (Gonçalo M. Tavares)

Una niña está perdida en el siglo XX de Gonçalo Tavares, con traducción de Rosa Martínez-Alfaro, es un sugestivo artefacto narrativo que es juego, aventura, enigma, sorpresa y puro movimiento. No sé bien qué he leído, porque esta novela tiene un punto febril, de alucinación, de festivo delirio quijotesco.

Tavares junta a Hanna, una niña de 14 años perdida -o abandonada por sus padres- que padece trisomia 21 (Síndrome de Down) y a un hombre, Marius, que va huyendo, no sabemos de qué. El hombre se hace cargo de la niña, con el firme propósito de devolverla a su lugar de origen. Complicado, cuando la niña no puede desvelar la identidad del padre, pues de hacerlo, le arrancarían los ojos y la lengua, a la niña. Hanna y Marius inician un viaje que se sustrae a lo apocalíptico, como sucedía en La Carretera McCarthiana .

La pareja irá conociendo personajes muy singulares en su transitar por Europa, y cada inmueble que visitan, cada persona que se cruza en su vida, son casi universos en sí mismos. Un recorrido que es geográfico e histórico. Mezcla de ambos. Así uno de los hoteles -sin nombre- en el que se alojarán tiene idéntica disposición espacial que la que tendría un mapa con la ubicación física de todos los campos de concentración nazis. El propietario del hotel, Moebius, tiene a su vez la palabra judío tatuada en su cuerpo, en todas las lenguas, a modo de coraza. Conocen a su vez a un fotógrafo que irá retratando animales y niñas y niños como Hanna, a Stamn quien va poniendo en las calles carteles cuya lectura incrementa la rabia individual de cada lector boicoteando a su manera la realidad, a Agam Josh, un orfebre del dibujo capaz de escribir frases microscópicas que a simple vista parecen líneas. Disfrutarán también de la compañía de un particular Don Quijote -Vitrius- apartado del mundo en lo alto de un inmueble sin ascensor afanado con sus series de números, guardián de la memoria familiar, de Terezin quien les refiere historias increíbles, como la de esos siete hombres judíos que atesoran la historia del siglo XX en sus mentes, sin emplear ningún medio físico.

El periplo, el continuo deambular de la pareja, no es una odisea, ya que no hay un lugar al que volver, no ya físico, tampoco sentimental. Hanna comienza la novela perdida en la calle -desubicación, deslocalización, liquidez, características de finales del siglo XX- y la acaba en una manifestación junto a Marius, formando parte de un colectivo, de un clamor, y no sabemos si ese grupo es la que la salvará o la que como el lobo feroz del cuento se la comerá de un bocado, con ojos y lengua incluida.

Escuchas periféricas | Motxila 21

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La máquina de Joseph Walser. El reino #2 (Gonçalo M. Tavares)

La máquina de Joseph Walser es la segunda parte -después de Un hombre: Klaus Klump– de la tetralogía de los libros negros de Gonçalo M. Tavares, con traducción de Rita da Sosa. El escenario es el mismo, una ciudad europea, a finales de siglo (posiblemente el XIX), donde estalla una guerra, que finalizará a la vez que la narración. Si en la anterior novela se vivía más la guerra, con el avance de los tanques, las violaciones, los fusilamientos, las detenciones –como la del preso Klaus- la figura de los resistentes, militares asesinados, y como telón de fondo la industria de Leo Vast, aquí vivimos la situación desde otra perspectiva, la de Joseph Walser, empleado de una fábrica de Leo Vast, a cargo de una máquina con la que forma un todo indisoluble, sin poder establecer dónde acaba uno y empieza la otra. Una máquina que es su sustento económico. Aunque como le anuncia Klober, su capataz, lejos de ser la panacea, se corre el riesgo con tanta máquina de que el futuro se convierta en algo redundante, a falta de expectativas, lucha o presentimientos:

Todo es tan estúpidamente previsible en estas máquinas que se vuelve sorprendente; es el gran asombro del siglo, la gran sorpresa: logramos hacer que ocurra exactamente lo que queremos que ocurra. Hemos convertido el futuro en algo redundante, y aquí yace el peligro.

Si la felicidad individual depende de estos mecanismos y se hace también previsible, la existencia será redundante e innecesaria: no habrá expectativas, lucha ni presentimientos. Se habla de máquinas de guerra, pero ninguna máquina es pacífica, Walser.

La guerra presente es capaz de anular al individuo, de disolverlo en una colectividad, dueña de una memoria colectiva, que nunca es tal, pues cada individuo tiene sus propias historias, sus propios recuerdos, afirma Klober.

Si un colectivo de personas tuviese exactamente los mismos recuerdos no sería un colectivo sino una única existencia. Hablar, pues, de la memoria común de un pueblo era un enorme disparate, pero, al mismo tiempo, una excelente estrategia de la patria.

Walser es un tipo gris, anodino, que sitúa en el centro de su existencia una habitación secreta en su hogar, aquella en la que deposita las piezas que colecciona y que sustrae en cualquier parte. A Walser la guerra no le afecta. No participa en ella. Los efectos de la misma a él y a su mujer le traen sin cuidado. Se pone de perfil y solo se endereza, por ejemplo, cuando al ver un cadáver tirado en la calle, busca la manera de sustraerle la hebilla del cinturón, de alimentar su mundo propio, su búnker, sin perder nunca su ce(n)tro de gravedad.

El mundo de Walser se agrieta, no con la guerra, sino con algo menos dramático –para el resto, no para él- la pérdida de un dedo en la máquina. Esa pérdida no es solo la de una falange, pues a partir de entonces se siente descolocado sobre la faz de la tierra, apartado de su máquina; la falta de un apéndice que le impide pensar como antes, que dinamita sus potencialidades y que sin tratarse del dedo sexual, cuando mantenga un affaire con otra mujer que no es su esposa, aquel dedo (la falta del mismo) vendrá –paradójicamente- a joderlo todo.

Klober dice admirarlo, ve en Walser a ese hombre que se repliega, que se esconde, que pasa tan desapercibido que consigue no ser odiado por nadie. Que sobrevive a la guerra (!Usted, merece vivir!, le dice Klober, no sabemos sin con cierta retranca), y a la falta de intensidad del período postbélico, Klober tratará de animar la cosa, poniendo un revólver sobre la mesa, unas balas, unos dados. La suerte está echada, sin que sepamos de lado de quien.

Es La máquina de Joseph Walser un libro que hay que leer lapicero en ristre. Tavares reflexiona agudamente sobre la relación entre el individuo y la colectividad, la ciencia individual y la colectiva, la tecnología que lejos de liberar al hombre lo diluye en la nada, la naturaleza de la conciencia colectiva y lo hace con rigor y con una espesura, densidad y consistencia, nada aparente.


El reino (Gonçalo M. Tavares). Seix Barral. 2018. 744 páginas. Prólogo de Enrique Vila-Matas. Traducción de Rita da Costa.

Un hombre: Klaus Klump
La máquina de Joseph Walser
Jerusalén
Aprender a rezar en la era de la técnica