Archivo del Autor: Francisco H. González

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Lenguaje y silencio (George Steiner)

Humanidad y capacidad literaria en Lenguaje y silencio.

Traducción: Miguel Ultorio vía | DDOOSS

Al mirar atrás, el crítico ve la sombra de un eunuco. ¿Quién sería crítico si pudiera ser escritor? ¿Quién se preocuparía de calar al máximo en Dostoievski si pudiera forjar un centímetro de los Karamazov, o reprobaría la altanería de Lawrence si pudiera dar forma al huracán de El arco iris? Toda gran escritura brota de le dur désir de durer, la despiadada artimaña del espíritu contra la muerte, la esperanza de sobrepasar al tiempo con la fuerza de la creación. Brightness falls from the air: cinco palabras y un alarde sonoro que se apaga. Pero han durado tres siglos. ¿Quién querría ser crítico literario si pudiera poner los versos a cantar, o componer, a partir de su propio ser mortal, una ficción viva, un personaje perdurable? La mayoría de los hombres tiene su polvorienta supervivencia en las guías telefónicas viejas (es una suerte que se conserven en el Museo Británico); en el hecho literal de su existencia hay menos verdad y menos vida que en Falstaff o en Madame de Guermantes, sólo por imaginar a éstos.

El crítico vive de segunda mano. Escribe acerca de. Ha de dársele el poema, la novela o el drama; la crítica existe gracias al genio de otros hombres. En virtud del estilo, la crítica puede convertirse en literatura. Pero esto suele acontecer sólo cuando el escritor hace de crítico de la propia obra o de corifeo de la propia poética, cuando la crítica de Coleridge es obra acumulativa o la de T. S. Eliot divulgación. Fuera de Sainte-Beuve, ¿hay alguien que pertenezca a la literatura permanente en calidad de crítico? No es la crítica lo que hace vivir al lenguaje.

Éstas son verdades elementales (y el crítico honrado se las dice en la palidez de la madrugada). Pero corremos el peligro de olvidarlas, porque la época presente está particularmente saturada del poder y el prestigio de una crítica autónoma. Las revistas críticas desatan un diluvio de comentarios o de exégesis; en Norteamérica hay escuelas en las que se enseña crítica. El crítico existe en cuanto personaje por derecho propio; sus admoniciones y sus querellas desempeñan un papel público. Los críticos escriben sobre los críticos, y el joven brillante, en lugar de considerar la crítica como una derrota, como un reconocimiento gradual, deprimente, de los modestos ingredientes de su propio talento, la considera una profesión de gran tono. Esto podría ser casi gracioso; pero tiene un efecto corrosivo. Como nunca antes, el estudiante y la persona interesada por la literatura lee comentarios y críticas de libros más que los propios libros, o antes de esforzarse por formarse un juicio personal. La aseveración del doctor Leavis sobre la madurez y la inteligencia de George Eliot es hoy moneda corriente en la actual sensibilidad. ¿Cuántos de quienes le hacen eco han leído efectivamente Felix Holt o Daniel Deronda? El ensayo del señor Eliot sobre Dante es un lugar común dentro de la cultura literaria; la Commedia es conocida, si acaso, por algunos fragmentos breves (Infierno XXVI o el famélico Ugolino). El verdadero crítico es un criado del poeta; hoy actúa como si fuera el amo, o se le toma como tal. Omite la última, la más importante lección de Zaratustra: «Ahora, prescindid de mí». Sigue leyendo

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Venme con cuentos

Si son como El nadador de John Cheever, venme con cuentos.

El nadador

Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:

–Anoche bebí demasiado.

Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.

–Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.

–Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.

–Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy–. Bebí demasiado clarete.

Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba– que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud– y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.

Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.

Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno–dos, uno–dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin traje de baño, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.

Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
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Claudio López de Lamadrid

Claudio López Lamadrid

Desde estos devaneos librescos y allá donde sea que ahora te encuentres, Claudio, quiero agradecerte que durante estos años haya tenido la ocasión, como lector, de leer novelas estupendas de tu editorial como Divorcio en el aire, Temporada de huracanes, Fosa Común, La dimensión desconocida o la más reciente Permafrost.

Recomiendo leer este sentido artículo de Rodrigo Fresán sobre Claudio, in memoriam.

www.devaneos.com

Teoría de la novela (Gonzalo Torrente Ballester)

Teoría de la novela recoge seis conferencias pronunciadas por Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999) con los siguientes títulos: Teoría de la novela, I, II, III, IV (1973), Realismo y realidad en la literatura contemporánea: Los problemas de la novela actual (1963) y El proceso creador de una obra de ficción (1995). Conferencias inéditas publicadas en 2017 por Ediciones Deliberar, acompañadas con escritos de Carmen Martín Gaite, Stephen Miller, Cristina Sánchez-Andrade y J. A. González Sainz a cuenta de las conferencias torrentinas.

Torrente trata de desentrañar el concepto de novela. Para ello recurre a definición que en su día diera Durrell, a saber, un continuum de palabras, orientadas a la ficción, lo que aparta a la novela por ejemplo de los reportajes periodísticos o de un diccionario.

Leer ficción supone un pacto con el lector, el texto debe tener unas condiciones para que sin ser real, pueda parecerlo, pueda causar al lector una impresión de realidad, lo que Torrente, denomina principio de realidad suficiente. ¿Qué es, de una manera general, lo que hace que un hombre normal pueda interesarse por algo que se le cuenta a sabiendas de que es mentira; es decir, cuál es la virtud de la literatura de ficción para que pueda interesar y de hecho interese de una manera apasionante a la persona o grupo de personas o sociedad a quién va dirigida?

Lo que caracteriza a la novela y lo aleja de otros escritos, es según Torrente, que el lector se preocupa por el destino de los personajes de la novela que tiene entre manos:

¿Cuál es la razón última por la cual los hombres civilizados escriben literatura de ficción y se interesan por ella?. Yo creo que la palabra clave es la palabra destino. El lector se interesa por el destino del personaje en el momento en que se le propone un personaje. El lector intenta, quiere saber su destino. Quizá, porque nosotros nunca sabemos en realidad el destino de los que nos rodean, hasta que se mueren, evidentemente; pero mayor es todavía la ignorancia de nuestro propio destino.

Pasa luego Torrente a establecer las características del novelista:

En abstracto el, novelista es un hombre que tiene dos capacidades: la capacidad de inventar y la capacidad de contar en palabras esta invención.

Y de la novela:

La novela se divide a mi juicio, en tres partes: una parte llamada prefiguracion, otra configuración, y su resultado a lo que llamamos figura. La palabra es el cepo, la red en la cual el novelista apresa y fija definitivamente las imágenes, y de tal manera, que el modo de usar la palabra es lo que da la imagen, el perfil definitivo. La operación configurativa es ni más ni menos que la fijación de las imágenes por medio de la palabra. Cuando esta fijación ha sido terminada, cuando es completa y definitiva, entonces es cuando el proceso se ha acabado y cuando aparece la llamada figura o conjunto de figuras, es decir el texto.

En las otras tres conferencias Torrente tratará de establecer la relación interna de los elementos constitutivos de la novela entre sí, la de estos mismos elementos con la realidad y con el lector. Sigue leyendo