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La mirada hostil (Eduardo Iriarte)

La mirada hostil, última novela de Eduardo Iriarte, aborda la pérdida de los seres queridos, la enfermedad que borra la memoria de un anciano, la ira ciega y homicida que aflora sin poder ser domeñada en un animal herido con el viso de un cuarentón, la impotencia de querer y no poder ser madre por parte de una joven bibliotecaria y los cantos de sirena del suicidio que la tientan. El pasado y el presente son una cruz lancinante para todos ellos, de la cual es muy difícil desprenderse.

Iriarte se sustrae a la toponimia descriptiva y así cuando un anciano, Alberto, rememore su pasado, hablará del pueblo, la capital de provincias, la ciudad. Su pérdida de memoria pugna por evocar a su mujer desaparecida, Marina, aquejada de demencia, la cual salió de su domicilio para no volver. En Alberto se cifra la soledad, la pautada monotonía de los días clónicos, trazados al carboncillo, y su afán pasa por dejar sus bienes materiales cuando muera, a alguien a quien ese maná monetario le mejore la vida.

En la narración, las existencias de Alberto, Esther y David se entrecruzan con fatales y “benéficas” consecuencias. Esther, frustrada por no poder ser madre, se venga a su manera con los informes de lectura que ofrece a una editorial, y pasa por el barro el manuscrito de un escritor al que conoce y al que ve acarrear siempre sus libretas de aquí para allá. El tercero en discordia es David, que sufre por las noches los empellones y arremetidas de su mujer. Luego sabremos a qué atiende ese propinador furor cardenalicio conyugal, mientras a su manera él desahoga su pesar y su penar en ensoñaciones y luego ejecuciones homicidas, sin encontrar nada ya que le devuelva la alegría drenada antaño por el hueco de un ascensor.

Iriarte pone su atención en un barrio urbano, en un racimo de calles en el que de esas tres mil personas que allá moran –quizás como metáfora de la rampante incomunicación que aboca más al voyeurismo y al espionaje en la red que a la charla física y franca- solo unas pocas irán en su trato más allá del saludo, y por efecto de la ficción, como las cuentas de un rosario manoseadas por infaustas falanges, Alberto, Esther y David se van a ver embrollados de una manera que se me antoja tan forzada y rocambolesca como de escaso fuste.

Me sorprende que el autor emplee algunas expresiones de forma tan reiterativa, y me refiero a “A ciencia cierta”, o “De un tiempo (o unos días) a esta parte”, o que cuando Alberto evoque a su mujer, aparezca en el texto, si no me equivoco, tres veces aquello de “Sus ojos del color de los ríos en otoño”. En una novela de esta extensión (250 páginas), cada palabra ha de valer su peso en oro y estas reiteraciones me provocan cierto hastío y cansancio.

A veces uno busca describir la realidad y acaba en la irrealidad más absoluta.

Sapere Aude. 258 páginas. 2019

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