El asfalto se deshacía ante el morro del auto, hacía un calor de mil demonios y el camping estaba completo o eso decía el cártel. Pura fachada. La crisis había secado los “brotes verdes” y allí había muchos huecos, en un camping que no era otra cosa que un secarral. Ya nos íbamos cuando el dueño nos advirtió de un 3×2. A mi actual pareja no le pareció mal la promoción, ni que mi ex se viniera con nosotros a fin de repartir gastos. Anteponía lo monetario a lo espiritual, mi abultada cartera le ponía más que mi abultada entrepierna. Debía rehacerme a cada momento.
No se pueden hacer fiestas dijo el jefe del camping. Vale, asentimos con caras de niños buenos.
A la noche, hacía aún más calor que a la tarde, así que compramos bebidas e hicimos un quinito antes de cenar. Nos pusimos a cantar, a hacer el trenecito con unas de Pucela las cuales después de 48 horas allí ya no tenían nada que decirse. Conocimos a dos mozos de Sanse, que pegaban patadas a un balón y todo el mundo se acordaba de sus madres, víctimas de los balonazos. Se juntaron dos alemanes que bebían cerveza a razón de tres litros a la hora. La líamos parda.
Esa noche mi novia actual, dejo de serlo. Ya en la tienda, se giró hacia el lado equivocado de la esterilla y acabó haciéndolo con mi ex, o eso me dijo al día siguiente porque yo no recordaba nada de nada, perdiendo así lo ocasión de ver un espectáculo por el que hubiera pagado lo que fuera. Las encontré dentro del mismo saco. Su olor desató algo en mi interior y mientras descifraba el código aromático me desahogué en los baños, bajo la atenta mirada de una cincuentona de grandes tetas, que ocultaba sus gordas manos bajo un periódico británico que apenas tapaba parte de sus pantorrillas.
No me despedí de ellas. Fue la última vez que las vi, también la última vez que pisé un camping.