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Los asquerosos (Santiago Lorenzo)

En el escenario de la España vaciada, Santiago Lorenzo sitúa su novela Los asquerosos. El personaje es Manuel, que tras un desafortunado lance con un antidisturbio decide poner pies en polvorosa, auxiliado en la distancia por su tío. El pueblo deshabitado que lo acogerá será Zarzahuriel. Porción de tierra que le permite mudar de piel. Encontrar su auténtica esencia, despojado de todos los cachivaches de la modernidad y el progreso. Regresando en su alimentación a lo que da la tierra da y los pedidos que su tío hace al LIDL. Manuel, anhelaba la compañía de los demás en la ciudad, pero se va al otro extremo, a una soledad rural disfrutona, al cálido abrigo del silencio, al fértil horizonte del dolce far niente. A la realidad de ser dueño de su tiempo a manos llenas. El tío nos da cuenta de la metamorfosis de Manuel. Hasta que llega un momento en el que todo el reino de la felicidad se viene abajo. El responsable son los otros, los vecinos domingueros que Manuel habrá de arrostrar muy a su pesar. Manuel se explayará a gusto en contra de ellos, al encarnar todo aquello de lo que viene huyendo e incluso ya tiene superado, pero que regresará con la fuerza de un bumerán extraviado.
El gran logro de la novela, a mí entender, es el lenguaje, en su meritoria capacidad de sacar los colores al tinglado que tenemos montado, a ese cielo resplandeciente que llamamos progreso. Santiago no deja títere con cabeza en su cruzada contra la idoicia y sinsorguez. Un disfute total.

Por tierras de Soria y Segovia

Antes de hacer turismo por la zona de Soria estuve hojeando el libro de Dionisio Ridruejo, de título Soria. No lo examiné al detalle ya que concebí el viaje como una aventura, más que como una confirmación de lo que había leído.
Soria es una provincia limítrofe con La Rioja, a la que se accede tras cruzar el túnel de Piqueras. El recorrido nos llevó por los pueblos de Almazán, Morón de Almazán, Monteagudo de las Vicarías, Santa María de Huerta, Rello, Medinaceli, Berlanga de Duero, Burgo de Osma, San Esteban de Gormaz, para luego descender a tierras segovianas, al encuentro de Ayllón, Riaza, Pedraza y Segovia. Al regresar hacia Soria visitamos Calatañazor.
Tanto Soria como Segovia nos hizo disfrutar de pueblos preciosos, de una gastronomía (torreznos, recetas elaboradas con boletus como la tapa micológica, o la sopa castellana y el consabido cochinillo asado en Segovia, sin olvidarnos de un detalle para los más lamerones, hablo de los chocorreznos) para quitarse el sombrero, vimos fortalezas y castillos, monasterios cistercienses, arcos romanos. Y como fue en Semana Santa, tuvimos ocasión de ver también dos procesiones en la ciudad de Soria.

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Almazán

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Morón de Almazán

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Monteagudo de las Vicarías

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Monteagudo de las Vicarías

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Monteagudo de las Vicarías

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Santa María de Huerta

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Medinaceli

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Medinaceli

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Medinaceli

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Rello

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Berlanga de Duero

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Torreznos

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Sopa castellana

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Burgo de Osma

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Ayllón

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Riaza

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Pedraza

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Pilón

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Segovia

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Segovia

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Segovia

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Segovia

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Calatañazor

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Calatañazor y chocorreznos

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Antonio Machado entregado a lectura

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Procesión de Semana Santa en Soria

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Omega (Javier Moreno)

Una novela supone crear escenarios. Ficción. Aquí Javier Moreno imagina ficciones humanas y no humanas (la primera ficción, en la que un servidor es capaz de crear datos por sí mismos). En mente tenía otras lecturas como Elogio del futuro de Eudald Carbonell. Hablaba este de nuestra especie todavía en construcción, donde hubiera margen para la evolución, la cual parece venirnos propiciada por la tecnología. Pensaba en el ensayo de Baricco, The game, en donde escribía que no habrá en el futuro nada más valioso que todo lo que haga sentirse humanos a las personas. De nada serviría un ultramundo deshumanizado. Pensaba también en El silencio de DeLillo, en un escenario donde sobreviene un apagón y hemos de volver a la fuerza a la era analógica, a la era previa a internet, el mundo a. I.

Javier Moreno publicó hace pocos meses, El hombre transparente. Cómo el «mundo real» acabó convertido en big data. Esta novela parece el paso de la teoría a la práctica.

Las nuevas tecnologías llegan a poner en el mismo plano lo real y lo virtual. ¿Acaso no son la misma cosa? podría decirnos cualquier nativo digital. Hoy la existencia (en muchos lugares del planeta) se desarrolla más en entornos virtuales que físicos. La pantalla del móvil son los ojos de antes. El sexo puede disfrutarse en soledad y poner los cuernos (virtuales). Todo se vive en el instante y está interconectado. El humano parece una mina extractiva a la que barrenar hasta dejarla reducida a nada. Barrenamiento voluntario. Transparencia deseada. Ese el motor de las redes sociales. Los dos protagonistas son la pareja formada por Iratxe, una exconcursante de OT, y cantante de éxito (no exento de sombras: esto me trae a la cabeza la canción de Amaya: Bienvenidos al show) y un gestor de reputaciones de políticos y empresarios. Una reputación que se construye desde el número de likes y retuits, mediante algoritmos. Una farsa. El tercero en discordia es Max un hombre sin párpados, un jáquer que opera por placer, creador de ADN artificial que “lanzaba a los servidores como a una sopa primigenia que fructificase la vida, que los algoritmos de la learning machine hiciese el resto”. Placer que parece devenir en la cuestión sexual. En hacer que mujeres se masturben o practiquen felaciones a diestro y siniestro. Un mundo que se había vuelto más femenino pues toda esta faramalla digital se reducía a clicar y friccionar, acciones necesarias para que la mujer alcanzara el orgasmo digital (pero analógico, vía falanges). De esta manera si Max tuviera el adn de Iratxe aquello podría culminar en un video porno con la cara de aquella (ya hay aplicaciones como FakeApp que permiten en un video porno poner la cara de quien te guste. Algo que ya planteaba hace años Jon Bilbao en uno de sus relatos: Torre). La vida aquí es “una cadena de intensidades dotadas de movimiento”. Hablamos de gifs. “El gif era el haikú de las imágenes”.

Lo que la lectura me depara es una sensación de despersonalización, la contemplación de ese muro que separa a Iratxe de su pareja, a la cual prefiere ver a través de una pantalla para masturbarse frente a ella, que teniendo sexo físico. Hay una cesura que las tecnologías parecen agrandar, universalizar; capaces de alimentar el desapego, una ultravelocidad que no parece conducir a ninguna parte, o sí, a millardos de amigos sin amistades reales, a holografías generadas por algoritmos, a sensaciones inoculadas por un máquina, a deseos predichos, a búsquedas autocompletadas, a una libertad regalada de balde. El protagonista parece ser consciente de todo esto. Y como suele decirse, a grandes males, grandes remedios, por radicales que sean.

Leer a Javier siempre me resulta estimulante, por su pensamiento carnoso, por una inteligencia que necesita el humor y la ironía para respirar.