Archivo de la categoría: Literatura Española

IMG_20231002_210621

Crítica del barrio chino (Roberto Vivero)

Crítica del barrio chino
Roberto Vivero
Ápeiron ediciones
2016
228 páginas

Si suponemos que Crítica del barrio chino es la continuación de Las fieras creo que no andamos muy desencaminados, no porque la prosa sea un eco de la anterior, que no lo es, sino porque hay aquí también un espacio físico cerrado; imaginemos un cuadro del Bosco, un díptico, en el que el mundo empiece y culmine en los lindes horizontales y verticales de los paneles. Un Jardín de las delicias en el que la vida terrenal y el infierno se enmarañasen hasta confundirse.

El libro se sirve en 100 capítulos interconectados. Algunos personajes pululan por distintos capítulos y cuando veo aparecer ahí al niño palo o a la niña lamida por un perro, pienso en la niña llagada de Las fieras. También cuando leo el capítulo Buga.

No es la novela la descripción de un mundo real -aunque no desatiende lo real, al menos nominalmente, sin estar tampoco exento de ramalazos de humorismo, si no de qué esta tipografía: La Defensa, La plaza de la Concordia, La Bastilla, el Arco de la Triunfo, personajes como Vendome, Citröen, Manuel Bonaparte, la niña Sorbona– sino la creación de un territorio literario al margen de lo que conocemos y nuestra moral acepta; una especie de civilización bajo el nombre de Pequeño París, tras haber absorbido este la antigua denominación de barrio chino, descubierta para nuestros ojos y narrada con una escritura muy singular, la de Roberto Vivero.

Y lo singular acarrea problemas de todo tipo al lector. En tanto que exige una lectura lenta, morosa, y atenta, para dar finalmente la razón a Nietzsche cuando hablaba de la necesidad de rumiar al leer. Y no tanto leer como releer, en bucle, para sacarle el sentido a los silogismos, a los diálogos, para tratar de montar, a duras penas, en la cabeza, todo el espacio físico y psíquico que se nos describe; territorio que puede ser un laberinto del que tan difícil es llegar como marcharse (a no ser que uno sea un fiel seguidor de las recomendaciones de Hegesias y logre entonces deshacerse de la podredumbre de vivir), en el que nadie trabaja y nada pasa en el correr de los siglos, donde no hay enfermedades diagnosticadas, ni existe el inconsciente, ni hay relaciones de poder, y sí seres solipsistas, regidos todos ellos por unos instintos difíciles de dilucidar, con comportamientos igual de inextricables (quizás porque como en las cuevas que aparecen en Debajo del suelo, todo resulta demasiado hermético y nada tiene sentido), donde por las noches llueve agua salada, como las lágrimas, como si ya nadie pudiese más. Y eso es lo que transmiten los capítulos: la sensación de pesadez y de densidad, de no haber escapatoria en todo este cardumen de comportamientos y charlas amébicas (como en Me han hablado de algo), con excepciones, porque el que le da al tarro, lo hace por todos (como Lázaro o Jeremías) y hacen de la filosofía su sangre, no transfusionable. Sin hacer ascos al absurdo, como Leoncio, quien al preguntarse si alguna vez ha tenido su propio lenguaje, se plantea si no ha sido un heterónimo de los demás.

El barrio puede llegar uno a imaginarlo como una gran mancha negra en medio de la nada, o como una nave nodriza gigantesca flotando en el espacio, con un decorado dentro, vagando al margen del tiempo y del espacio. Mancha o coágulo del que irían brotando seres animados por las palabras, y de apariencia humana, cual tripulación en busca de lo posible.

Lo más plausible de la novela es el empeño del autor por no convertir cada capítulo en un eco del anterior, por no abrevar en los lugares comunes y frases hechas, repeliendo la menor tautología, y ofreciendo mediante grandes dosis de imaginación continuas sorpresas en la experimentación con el lenguaje, ¡y qué lenguaje, y qué gozo el que depara leer palabras como acmé, hénide, ipseidad, eones, nouménica, betuminoso! Por eso hablaba aquí, en este imposible epítome o reseña fracasada, de prosa singular e inédita, aunque quizás no lo sea tanto después de haber leído Las fieras.

IMG_20230922_142500

Las fieras (Roberto Vivero)

Las fieras es la primera pieza narrativa de Roberto Vivero. Publicada en 2009 en Baile del Sol (la contraportada rezaba así: Abecedea el escritor en los umbrales y límites de la literatura: hospitalidad para el hombre o monadología estética, en las alcantarillas por las que corren las lavazas del alma habitan las fieras) y posteriormente en 2022 en Ápeiron Ediciones.

Para mis cadáveres
y mis asesinos.
No os olvido. A ninguno.

La dedicatoria, el título de la novela y la foto de la cubierta pueden darnos algún pista acerca de la trama de libro.

El libro es un abecedario, 29 relatos sobre ¿niños? o ¿hemos de considerarlos fieras?, de la a, a la zeta, cada relato es un retrato, un aguafuerte, encabezado con el nombre del niño, Alicia, Enrico, Herminia, Teresa, Víctor… pero el nombre no nos dice tanto como lo que los completa: la niña podrida, la niña Tétrica, la niña Desierta, la niña de las Nubes, el niño Ubicuo, etcétera.

Ya en las postrimerías del libro leo “habría que prohibir la procreación durante un tiempo”. ¿Es esta la conclusión lógica a la que hemos de llegar después de haber culminado la lectura?, ¿Son niños o engendros los que desfilan por estas páginas?

Una lectura que no será complaciente ni agradable para el lector, ya que en el texto se suceden acciones por parte de los niños situadas al margen de la moral, pensemos en la zoofilia, la prostitución o el incesto.

Viene la conducta infantil marcada por la violencia, la indolencia, el egoísmo; niños que parecen adultos, y ahí quizás reside el quid de la novela, porque esas acciones talvez no haya que esperar a la edad adulta para cometerlas, y entonces la que nos venden como tierna infancia deviene un territorio hostil, hosco, amenazante, asfixiante para unos, que han de soportar burlas, agravios, agresiones y abusos, mientras otros en su libérrimo proceder hacen sufrir a sus progenitores con su egoísmo, indolencia y soberbia.

Niños o fieras, donde el espacio físico se convierte en un zoo humano y cada cual ha de hacer valer sus herramientas en pos de su supervivencia o de su buscada inacción. A unos los menoscaba la soledad, la introspección estéril, otros salen de sí mismos mediante la experimentación masturbatoria con sus cuerpos a lomos del deseo y hacia la tierra prometida del sexo, otros hacen que las pasen canutas los profesores con su nefasto comportamiento y pienso en Lema, el niño Levantaclases y en los padres subyugados por sus hijos, frente común frente al profesorado, luchando (los primeros) para que la enseñanza se pareciera más y más a una autoescuela.

El gran logro de la novela es que cada niño y niña se nos presentan con cualidades y atributos muy distintos, gracias a un lenguaje rico y en continuo desarrollo que me resulta sorprendente, en la construcción de frases inéditas (esquiva el giorgone de la tempestad de las miradas; se abrazan en un laocoonte de amor hecho puzle; un superbo y protervo elitista del daño y la inanidad; Mortadélico, camuflante, ibañizado por las circunstancias) y en donde la escritura iría trazando distintos retratos al carboncillo de los niños. Lo que veríamos no sería su rostro angelical, más bien su alma negra, abierta entonces la caja de Pandora de las pasiones y las obsesiones, de los deseos inconfesados y las acciones inmorales, de las servidumbres del determinismo, de las inercias nefastas del dejar hacer al educar, gracias todo ello a un narrador que examina (o los describe) con la misma frialdad y objetividad con la que un entomólogo viviseccionaría un insecto.

Empuja al perro hacia su entrepierna, rápido. Hunde su hocico. Saca la lengua, rápida, áspera, mojada. Lame a Llana hasta que la marea sigue subiendo en olas que arrastran trozos de Luna, cristales de luz fría, y con cuatro, cinco, seis golpes secos de cadera, de mero ser, el agua deja en la orilla de sus labios una sal purulenta que, como una droga, corre por su sangre envenenándola de éxtasis.

IMG_20230823_065916

La ruleta suiza (Alba Ramírez Guijarro)

La ruleta suiza del título nos puede traer en mente una ruleta rusa y no andaría muy desencaminado el lector, pues la novela es proclive a toda clase de excesos por parte de su protagonista, una joven que dirige doce cartas a un juez para defenderse no sabemos bien de qué acusaciones, cartas que le sirven a ella como justificación y al lector le permitirá ir conociendo mejor la proteica personalidad de la joven, la cual desde su más tierna edad tiene sus más y sus menos con su padre atonal, compositor excéntrico, sufriendo asimismo el deterioro de su madre, sorda y luego muda, sacando en este trance lo mejor y lo peor de ella, apurando incluso el instinto homicida, que viene a ser lo habitual en situaciones límite donde cada acción busca cobijo bajo la sombra rala del infortunio, y la joven leemos que es talentosa para el ballet, y para la seducción, y en sus redes cae un canónigo, Leandro, sin que haya consumación, y otros hombres vendrán, como Julián o Elías, suministrando a la joven experiencias sexuales y un aprendizaje que le permitirá sacar conclusiones, y tomar decisiones, como la de no estar al lado de hombres casados, doce cartas que irán desvelando su actuar, su proceder, sin aclararnos mucho las cosas, porque cómo se construye una identidad tan correosa como la de la joven sobre el papel, me pregunto, cómo llegamos a conocer a alguien cuando dándonos su versión pudiera producirnos aversión, y en esas contradicciones tan propias de la naturaleza humana, tan presta a experimentar, a vivir, en definitiva, será su proceder y determinación el altar en el que se inmole la joven protagonista, muy segura siempre de sí misma, con su puntito de soberbia, vanidad, chulería, y refinamiento, dueña de una inteligencia sin parangón que le permite, por ejemplo, no comulgar con la teoría analítica de Hugo Riemann o quedar seducida por las reseñas de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, joven a la que la suerte le secundará y podrá exprimir así todo su talento como bailarina en París, recurriendo a la prostitución como una fuente de ingresos, o jugando a la ruleta rusa para saldar una deuda, como una manera de apurar la existencia, quizás porque solo muere de verdad quien está vivo, y todo lo aquí anunciado solo se queda en la epidermis del personaje, porque son las relaciones de pareja y los viajes, con tu toque folclórico, por Consuegra o luego por Cádiz, los derrubios que irán limando el personaje, mudándolo, siendo nosotros testigos de dicha transformación, siempre referida por la protagonista, en la construcción de una autobiografía que, como todas, no sabemos si participa de la verdad o no, pero en todo caso lo que hace aquí Alba es construir un personaje con aristas que rasguña al acercarte, contando para ello con un humor que no cae en el sarcasmo, y una prosa lo suficientemente interesante, variada y dúctil como para avivar la lectura hasta su final.