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El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo (Friedrich Nietzsche)

Nietzsche escribe El Anticristo, Maldición sobre el cristianismo en 1888, pocos meses antes de colapsar mentalmente en las calles de Turín. Con el correr de los años su posicionamiento hacia la religión se fue volviendo más radical, a la par que aislamiento fue en aumento, quedándose solo en su camino. después de publicar, paradójicamente, Humano, demasiado humano. Acompañado solo por la fecundidad de su nueva filosofía.

En el ensayo que su amiga Mawilda escribió sobre Nietzsche podemos leer:

Ahora siguieron como en rápida sucesión, los lances del destino, externos e internos, que propiciaron la segunda época. Irrumpió una amargura que arrojó una sombra oscura sobre todo lo que una vez le había sido querido, que convirtió su amor en odio, destrozó sin piedad los ideales que había tenido hasta entonces, lo enredó en contradicciones consigo mismo y privó a la exposición de sus pensamientos de la bella claridad de sus primeros trabajos. En primer lugar estaban los sufrimientos físicos, casi incesantes, que lo incapacitaban prácticamente para vivir y que lo obligaron en 1879, a abandonar la universidad de Basilea...

Mawilda estaba convencida de que el pensamiento de Nietzsche debía completarse, que no había concluido, y tras este deslizamiento hacia lo falso y lo odioso, más adelante surgiría el noble espíritu de Nietzsche. Pero el empeoramiento en la salud de Nietzsche hizo imposible confirma la tesis de Mawilda.

Este ensayo de Nietzsche finaliza con la Ley contra el cristianismo, y consta de siete artículos. Lo firma El Anticristo. En el articulado expone que el sacerdote enseña la contranaturaleza, que la predicación de la castidad es una incitación pública a la contranaturaleza o que debe llamarse a la historia sagrada, historia maldita, y que hay que emplear las palabras Dios, salvador, santo, como insultos, como emblemas criminales.

Así leídos, los siete artículos no tienen mucha sustancia. Por lo tanto hay que comenzar el ensayo por el principio, para ir leyendo los 62 capítulos que lo conforman. Antes está el prólogo, en el que Nietzsche ya advierte que su texto pertenece a los menos, porque solo el pasado mañana le pertenece. Es evidente que Nietzsche tenía un elevado concepto de sí mismo (y ahora que no nos oye, creo que dota sus escritos de cierto carácter mesiánico).

Nietzsche traza una raya; a un lado los débiles, al otro los fuertes. Lo bueno sería el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo. Lo malo es la debilidad. Los débiles y malogrados deben perecer; tal es el axioma capital de nuestro amor al hombre. Y hasta le debe ayudar a perecer.
¿Qué es más perjudicial que cualquier vicio? La compasión activa con todos los débiles y malogrados; el cristianismo.

Ya vemos cómo se ve desvelando el objeto de los ataques de Nietzsche. Leyendo lo anterior, si alguien decide llevar esto a la práctica, pongamos por caso el nazismo, no parece que haya mucho que interpretar en las palabras de Nietzsche. ¿O era solo palabrería? Un año después de escribir esto, Nietzsche, que siempre ha estado enfermo, cuya salud ha sido muy precaria, también debería haber perecido. Cuando Nietzsche colapsa, en el caso de haber tenido algún rapto de lucidez, me pregunto: ¿debería haber instado a su hermana a que lo matase, o no dejarse ayudar, a que nadie mostrase la menor compasión hacia su persona?

Nietzche en su Zaratrusta ya hablaba de un hombre superior. Pensemos por tanto en la posibilidad de una transformación, un cambio a mejor, hacia algo que nos permita elevarnos, superarnos. Reside ahí una idea de aristocratismo en Nietzsche, que considera que hay seres más dignos de vivir, más dueños de su porvenir, en contraste con el hombre-rebaño, el animal doméstico; el cristiano.
Vemos cómo poco a poco Nietzsche va encauzando sus pensamientos.

La evolución de la humanidad no parece habernos conducido a un tipo mejor. Para Nietzsche el europeo moderno es inferior al europeo del Renacimiento. Y es el cristianismo el que ha librado una guerra a muerte contra este tipo humano superior, porque ha execrado todos los instintos básicos del mismo. El cristianismo ha encarnado la defensa de todos los débiles, los malogrados; ha hecho un ideal del repudio de los instintos de conservación de la vida pletórica; ha echado a perder hasta la razón inherente a los hombres intelectuales más potentes, enseñando a sentir los más altos valores de la espiritualidad como pecado, extravío y tentación. Y pone el caso de Pascal, cuya razón se vio corrompida por el cristianismo.

Para Nietzsche el hombre está corrupto. Todos los valores en los que la humanidad sintetiza su aspiración suprema son valores de la décadence. Para Nietzsche la vida es instinto de crecimiento, de supervivencia, de acumulación de fuerzas, de poder y donde falta la voluntad de poder, aparece la decadencia. Y en los más altos valores de la humanidad falta esa voluntad, e imperan los valores de la decadencia, valores nihilistas.

El cristianismo es la religión de la compasión. Y esta surte un efecto depresivo, porque quien se compadece pierde fuerza. El sufrimiento se hace contagioso por obra de la compasión, la cual atenta contra la ley de la evolución, la ley de la selección (¿hemos de verlo bajo la luz de un darwinismo social?).

Para la moral aristocrática (la que Nietzsche práctica), la compasión no es una virtud sino una debilidad. Para una filosofía nihilista que negase la vida (Schopenhauer) la compasión es la práctica del nihilismo. Recurre a Aristóteles, el cual según Nietzsche, definió la compasión como un estado morboso y peligroso que convenía combatir de vez en cuando mediante una purga; entendió la tragedia como purgante.

Nada hay tan malsano, en medio de nuestro modernismo malsano, como la compasión cristiana. Entonces Nietzsche se ve como un cirujano empuñando el bisturí, punzando la acumulación morbosa, siendo implacable, pues así es el amor a los hombres (que él les profesa), así los filósofos, así los hiperbóreos como Nietzsche.

Para Nietzsche la castidad, la pobreza, en una palabra: la santidad, ha causado hasta ahora a la vida un daño infinitamente más grande que cualquier cataclismo y vicio. Además, el espíritu puro es pura mentira. ¿Y quién se encuentra más en las antípodas del autor? El teólogo, cuya fe consiste en cerrar los ojos ante sí mismo. Y con esta óptica deficiente hace una moral, una virtud, una santidad. De tal manera que ninguna otra óptica diferente puede tener ya valor tras hecho sacrosanta la suya propia con los nombres de Dios, redención y eterna bien aventuranza.

Afirma Nietzsche que la filosofía alemana está corrompida por la sangre del teólogo. El protestantismo es: la hemiplejía del cristianismo y de la razón.

El éxito de Kant es el éxito de un teólogo; hace de la realidad una apariencia de un mundo enteramente ficticio, el del Ser, la realidad. Y como Lutero o Leibniz fue una cortapisa más de la probidad alemana. Cada cual debe inventarse su propio imperativo categórico, su propia virtud; el bien universal e impersonal son quimeras. El instinto equivocado en todas las cosas, la antinaturalidad como instinto, la décadence alemana como filosofía; ¡he aquí Kant! Quien trata de dar forma a esta clase de corrupción, a esta falta de conciencia intelectual, un carácter científico mediante el concepto razón práctica y el sublime imperativo del “tu debes”, dirigido contra nosotros (entiéndase los espíritus libres). Todo esto no sorprende a Nietzsche, ya que considera que en casi todos los pueblos el filósofo no es sino la evolución ulterior del tipo sacerdotal, el sacerdote que se falsifica ante sí mismo, el mismo que determinaba los conceptos «verdadero y falso».

No existe el espíritu puro (aquel despojado de todo aquello tiene de mortal), no derivamos al hombre del espíritu, de la divinidad; lo hemos reintegrado al mundo animal. Se crea el concepto Naturaleza en contraposición a Dios. El término natural es entonces sinónimo de execrable. Ni la moral ni la religión corresponden en el cristianismo a punto alguno de realidad. Todos son causas imaginarias: Dios, alma, espíritu, libre albedrío. Todo son efectos imaginarios: pecado (la forma de autoviolación del hombre por excelencia), redención, gracia, castigo, perdón; una teleología imaginaria: el reino de Dios, el juicio final, la eterna bienaventuranza…

Critica también Nietzsche el concepto cristiano de Dios; un Dioses que hoy se han vuelto necesariamente buenos, impotentes para el poder, ahora que no son ya la voluntad de poder. Dios es ahora el Dios de los débiles, esto es, de los buenos. Ahora es el Dios de los pobres, los pecadores, los enfermos, y ahí tenemos a nuestro Dios salvador, a nuestro Dios redentor. En Dios está declarada la guerra a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vida, es donde se diviniza la nada, santificada la voluntad de alcanzar la nada; ese Dios en el que están sancionados todos los instintos de la décadence, todas las cobardías y cansancios del alma.

En su crítica al cristianismo Nietzsche recurre a otra religión nihilista, el Budismo, donde el egoísmo está estatuido como deber. La paz serena, el sosiego, la extinción de todo deseo es la meta suprema. Concibe lo supremo como algo inaccesible, como un regalo, una gracia. Mientras, la Iglesia desprecia el cuerpo, se repudia la higiene como sensualidad, se opone al aseo (la primera medida tomada por los cristianos después de expulsar a los moros fue clausurar los baños públicos). Cristiana es la hostilidad enconada a los sentidos, a los placeres sensuales, a la alegría.

Para conquistar los pueblos barbaros el cristianismo necesita conceptos y valores bárbaros, a saber, el sacrificio del primogénito, la ingestión de sangre en la comunión, el tormento, en cualquier forma, físico o mental, y la gran pompa del culto. El cristianismo quiere domar fieras, y para tal fin las enferma, el debilitamiento es la receta cristiana para la domesticación, la civilización.

Nietzsche, al abordar la figura del redentor, se pregunta qué pasó con Jahveh, cuando pasa a ser un instrumento en manos de agitadores sacerdotales, que en adelante interpretan toda ventura como premio y toda desventura como castigo por desobediencia a Dios, como “pecado”. Un presunto orden moral por el que se invierte de una vez por todas el concepto natural «causa y efecto». La moral no es ya el más soterrado instinto vital del pueblo, sino que se vuelve antivital. La moral judeo-cristina la describe Nietzsche así: El azar despojado de su inocencia, la desgracia envilecida por el concepto pecado, el bienestar denunciado como peligro, como tentación, el malestar fisiológico infectado del gusano roedor de la conciencia.

¿Y qué significa hoy orden moral? Que hay una voluntad de Dios respecto a lo que el hombre debe hacer y debe no hacer, que el grado de obediencia a la voluntad de Dios determina el valor de los individuos y los pueblos; que en los destinos de los individuos y los pueblos manda la voluntad de Dios, castigando y premiando, según el grado de obediencia.

Y la voluntad de Dios debe ser conocida. Se requiere por tanto una revelación, es decir, un fraude literario a gran escala: la sagrada escritura. El sacerdote se torna imprescindible en todas partes. Está presente en todos los acontecimientos naturales de la vida: nacimiento, casamiento, enfermedad y muerte. El sacerdote existe a precio de desantificar la Naturaleza. Desobedecer a Dios queda bautizado como pecado, pero podemos reconciliarnos con Dios, gracias al sacerdote nos redimimos. El sacerdote vive de los pecados, tiene necesidad de que se peque…

Nietzsche manifiesta las dificultades que tuvo para leer los Evangelios, pues las historia de los santos son la literatura más ambigua que existe (describen un mundo singular y enfermo que parece salido de una novela rusa; y en la psicología de los Evangelios no hay idea de culpa, castigo o premio, la buena nueva es que no hay distancia entre Dios y el hombre, buena nueva que niega por tanto la doctrina eclesiástica judía y los conceptos de pecado, absolución, fe o redención por la fe).
Respecto a Jesús se pregunta si su tipo es hoy reconocible. No el Jesús que describe Renan, bajo los conceptos de genio y héroe. Según Nietzsche el concepto héroe es lo más antievangélico que puede darse. De hecho en los Evangelios resuena a menudo el No te resistas al mal. Apelando a la paz, a la mansedumbre… Y respecto al concepto de genio, todo el concepto de espíritu, para Nietzsche, carece de sentido dentro del mundo en el que se desenvuelve Jesús.

En cuanto a la doctrina de la redención, Nietzsche afirma que son el fruto de dos realidades fisiológicas: una extraña irritabilidad y sensibilidad al sufrimiento que no quiere ser tocada, porque todo contacto con ella provoca una reacción excesiva. El miedo al dolor desemboca en una religión del amor. Por eso el epicureísmo es la doctrina pagana de la redención. Jesús muere en la cruz, y muere como había vivido y predicado; muere no para redimir a los hombres sino para enseñar cómo hay que vivir.

El cristianismo para propalarse se vulgariza y barbariza, absorbe doctrinas y ritos de todos los cultos clandestinos del imperio romano. Y su credo se vuelve tan enfermo, bajo y vulgar como las necesidades que estaba llamado a satisfacer. Pero todo esto parece echar la vista demasiado atrás, así que situándose en el presente, por tanto a finales del siglo XIX, a Nietzsche lo domina un sentimiento: el desprecio hacia los hombres. Es indecente ser cristiano dice Nietzsche, ahora que se sabe que todo es mentira, que no hay Dios, ni Redentor, ni orden moral, que la iglesia desvaloriza la Naturaleza, que el juicio final, el más allá, no son otra cosa que instrumentos de tortura conceptuales; todo lo el mundo sabe esto y sin embargo todo sigue igual que antes. Y Nietzsche siente asco.

Para Nietzsche solo es cristiana la práctica cristiana, una vida como la que vivió el que murió crucificado. No una fe, sino un hacer. El cristianismo fue un cristiano que murió crucificado. El Evangelio murió crucificado. Y los discípulos no estuvieron dispuestos a perdonar esta muerte, como hubiera sido evangélico en el sentido más elevado, y menos a ofrecerse con dulce calma serena para sufrir idéntica muerte. Volvió el sentimiento más antievangélico: la venganza. Entonces se hizo necesario el advenimiento del Mesías, el reino de Dios, para juzgar a sus enemigos, cuando el Evangelio había sido la realidad de ese reino, su consumación. Jesús se convierte en la víctima propiciatoria. Dios inmola a su hijo para el perdón de los pecados. Se sacrifica a un inocente para perdonar los pecados de los culpables, cuando Jesús había negado toda distancia entre Dios y el hombre con su buena nueva, que queda así desmantelada. Al redentor y a la doctrina del juicio, se suma ahora la de la resurrección, escamoteando el concepto de la bienaventuranza.

Nietzsche vuelve al budismo. El budismo no promete, sino cumple. El cristianismo promete todo, pero no cumple nada. A la buena nueva de Jesús le sustituye la de Pablo, la del Jesús resucitado, la fe en la inmortalidad. ¿Y esto que supone? Vivir de forma que ya no tenga sentido vivir. El centro de gravedad de la vida se sitúa en el más allá, en la nada. El cristianismo quiere la igualdad de derechos, y libra una guerra sin cuartel contra todo sentimiento de veneración y distancia jerárquica entre los hombres, esto es, a la premisa de toda elevación y expansión de la cultura. El cristianismo es una sublevación de todo lo vil y rastrero contra lo que tiene altura; el evangelio de los humildes rebaja.

En la lectura del Nuevo Testamento Nietzsche no encuentra en el mismo nada que sea liberal, bondadoso, franco, decente.

Volviendo a Pablo, para Nietzsche éste tenía dos enemigos: médicos y filólogos. El médico mira detrás de la degeneración fisiológica del tipo cristiano, y el filólogo mirar detrás de los libros sagrados. En resumen: el médico dictamina: incurable. El filólogo: charlatanería.

Para Nietzsche la fe significa negarse a saber la verdad. El teólogo es incapaz para la filología, para leer los hechos sin falsearlos a través de la interpretación. ¿Es la cruz por ventura un argumento?. Nietzsche respondió a esta pregunta en su Zaratrusta: la sangre es el peor testigo de la verdad, envenena la sangre aún la doctrina más pura, trocándola en obcecación y odio de los corazones.

Nietzsche como todo espíritu que persiga un fin grande se declara escéptico, poco amigo de las convicciones, a las que recurre, en todo caso, como un medio. El suyo es un espíritu fuerte, libertado, no fiel, no bajo el yugo de la fe, ni de la convicción, no es un fanático. Y el hombre fiel, el que es facción, miente, al no ver lo que se ve, porque el hombre partidario miente por fuerza.

Y como hay cuestiones donde no es permitido al hombre decidir sobre verdad y falsedad, todas las cuestiones supremas, todos los problemas supremos del valor se hallan más allá de la razón humana. El hombre no es capaz de discernir por sí solo entre el bien y el mal, por esto Dios le enseñó su voluntad. Moraleja: el sacerdote no miente; en las cosas de que hablan los sacerdotes no se plantea la cuestión de lo verdadero y lo falso; estas cosas no permiten mentir.

Dedica Nietzsche varias páginas al Código de Manú. Es de su agrado; aquí las castas aristocráticas, los filósofos, los guerreros, dan la pauta a las masas; señorean en todos los órdenes valores aristocráticos, un sentimiento de perfección, un decir sí a la vida, un goce triunfante de sí mismo y de la vida; todo este libro está bañado en sol… Es un código que sintetiza la experiencia, sabiduría y moral experimental de muchas centurias; resume, ya no crea nada.

Según Nietzsche el régimen de castas, el orden jerárquico, simplemente, formula la ley suprema de la vida misma; la desigualdad de derechos, por otra parte, es la premisa de que haya derechos. La injusticia nunca reside en la desigualdad de derechos, sino en la reivindicación de igualdad de derechos. Todo lo malo proviene de la debilidad, la envidia y la venganza. Y el anarquista y el cristiano tienen un mismo origen.

El Imperio Romano era capaz de resistirlo todo. Todo no, cuando apareció el cristiano y las almas corruptas por los conceptos de culpa, castigo e inmortalidad. Pablo y el símbolo de Dios clavado en la cruz (todo lo que sufre, todo lo que está clavado en la cruz, es divino…) fue capaz de galvanizar todo lo subterráneo, furtivo y subversivo; todo el legado de manejos anarquistas dentro del Imperio, en un tremendo poder. Era necesario creer en la inmortalidad para desvalorizar el mundo, que el “más allá”, mataba la vida, que el concepto “infierno” como así fue, daría cuenta de Roma.
El cristianismo desacreditó, primero, los frutos de la cultura antigua, y de la cultura islámica, después.

Se lamenta Nietzsche de que se malograse la última cosecha cultural que se le brindó a Europa: el Renacimiento, capaz de llevar a su plenitud los valores contrarios, los valores aristocráticos. Pero Lutero llegó a Roma y todo se fue al traste, denunció la corrupción del papado, cuando era evidente que allí no quedaba ni rastro del pecado original, sino que latía la vida, que triunfaba la vida. Y el Renacimiento fue a la postre un esfuerzo fallido.

Es el cristianismo el borrón inmortal de la humanidad, la gran corrupción soterrada, cuyo ideal de santidad chupa toda sangre, todo amor, toda esperanza de vida; el más allá es la voluntad de negación de toda realidad; la cruz es el signo de la conspiración más solapada que se ha dado jamás contra la belleza, la plenitud, la valentía, el espíritu y la bondad del alma.

Considero esta breve (son, no obstante, 155 páginas muy cundidas) obra de Nietzsche una obra muy oportuna en estas fechas previas a la Semana Santa, para plantearse el lector cuál es su relación con el cristianismo, con la Iglesia, con la fe. Y si hay algo o mucho de verdad en lo que Nietzsche afirma.

En todo caso la lectura de este libro, y espero que también la ganga que es la reseña, supongan una invitación a pensar.

Traducción de Carlos Vergara. Introducción Germán Cano Cuenca. Editorial EDAF. 2024. 155 páginas