Archivo de la categoría: Candaya

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La ciudad que el diablo se llevó (David Toscana)

No pudo sino recurrir a la escritura como único vínculo con el futuro y el olvido

Eduardo Ruiz Sosa
Anatomía de la memoria

Es curioso que una novela en la que hay legiones de muertos resulte una exultante celebración, no solo de la vida, sino también de la mejor literatura, a resultas quizás de los vapores etílicos en los que navegan los cuatro protagonistas de la novela, quinteto que se completa con la adición de un barbero quien a falta de yelmo de mambrino se auxiliará con una pata de palo multiusos. Quinteto que es sexteto si consideramos al novelista sin novela, autor por tanto de una novela infinita, eterna, inasible, que siguiendo los derroteros de una metafísica libresca se preguntará: ¿Por qué pudiendo ser distinta, es precisamente lo que es? La novela, se entiende. Añadamos: ¿Por qué hay una novela, y no hay nada?. Pues porque escritores como David Toscana se afanan en hacernos la vida mejor, más sustanciada, con su genio creador (porque si un poeta sin talento lleva inevitablemente al desconsuelo, un novelista talentoso nos emboca al Paraíso), al tiempo que aquí nos tiene y retiene unas cuantas horas embelesados. Palabra del niño Jesús.

La ciudad que el diablo se llevó es Varsovia. Devastada primero por el nazismo y luego por el comunismo. No podemos aquí cantar aquello de Serrat: Por sus callejas de polvo y piedra, por no pasar ni pasó la guerra. Por Varsovia sí pasó la guerra llevándose todo a su paso: personas e inmuebles. Hacinados todos tras la contienda: los vivos y los muertos. Los muertos al hoyo y los vivos a un horizonte gris, supervivientes de epidemias, bombardeos, enfermedades, cárceles, próstatas y asesinos. Una ciudad que al perder su alma dejará a los supervivientes sin vida ni esperanza ni dignidad, sumidos y consumidos en una sumisión irrevocable. Una situación en la que leo: más vida no es sino peor muerte, leo: en esta ciudad con tanto muerto, los únicos héroes son quienes siguen vivos, leo: el directorio quedaría actualizado si se sustituía buena parte de los números telefónicos por fechas de defunción.

Así las cosas, lo consecuente sería dejarse vencer y convencer por la adversidad, pero Kazimierz, Eugeniusz, Ludwik y Feliks están hechos de otra pasta o así se me antoja. Toscana les da a beber del embriagador cáliz de la imaginación, y por tanto de la libertad, y entre sus ensoñaciones, chuflas y lingotazos de vodka la realidad pasa a ser otra cosa, algo dúctil, proteico, alegre, festivo, dicharachero, y el paso por la trena de Feliks (a los inocentes nos torturan para obligarnos a mentir) no será el final del mundo si hay por ahí un Sherezade muy dado al cuento; la mujer amada por Ludwik y no correspondiente será atendida con una mano en formol que siempre evocará el miembro ausente, aquí Piotr; Eugeniusz tonsura en testa se creerá algo más que un párroco, un resucitador incluso y Kazimierz okupa por naturaleza, habitará espacios ajenos que verá achicados por los amigos del Pueblo y perseguirá empleos tan inasibles como la cola de un cometa.

La música bien podría ser aquí un réquiem, sin embargo lo que suena por encima del canto o baladros de los ajusticiados, judíos y no judíos, convertidos en fertilizante de un mundo enfermo, es algo tan fuerte como un latido atronador, no ya el alcoholizado corazón de Chopin, sino el humoroso corazón del mundo, convertido en un bumerán sin memoria que late impenitente, como late la pluma en la mano del escritor sin novela, las tijeras en las manos del barbero, la novela en la mano del lector, el maderamem bajo estos cuatro desheredados que vemos alejarse rumbo hacia los siete mares.

Toscana consigue descoyuntar al lector varias veces en una misma frase. No sabes por dónde va a tirar, resulta imprevisible en todo momento. La lectura prontamente te sume en algo parecido a la ensoñación, algo difícil de experimentar, algo al alcance de muy pocos orfebres de la palabra, maestros como Toscana, ejercitando aquí una prosa calisténica. ¿O soy el único que aprecio (hasta el encarecimiento) aquí una mixtura perfecta de belleza y fortaleza?.

Acabo. «El barbero dio un fustazo al caballo y hacia allá se dirigieron dispuestos a sacrificar lo concreto que hubiese en sus cuerpos por lo abstracto que colmaba sus mentes». ¿Acaso no consiste en eso arder sobre el folio en blanco?

Candaya. 2020. 288 páginas

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Sanguínea (Gabriela Ponce)

Mientras leía Sanguínea, la novela de la ecuatoriana Gabriela Ponce (Quito, 1977), recién editada en Candaya, pensaba en el documental Placer femenino, de Barbara Miller.

El poder siempre ha estado en manos del hombre y el relato de la sexualidad también. El deseo sexual femenino siempre se ha orillado y ninguneado, y cuando este asoma solo atiende a un fin: complacer al hombre.

Novelas como Sanguínea ofrecen otra voz y construyen otro relato en el que la mujer es dueña de sí misma para todo, también para su sexualidad, y para su búsqueda y el placer derivado de la misma y en última instancia también de sus consecuencias. ¿Qué hacer con un embarazo sobre la mesa?. ¿Abortar? ¿Tener al niño y quedarse con él o bien darlo a una familia?. Ella decidirá. He ahí su libertad y su condena; los genes en su eterna transmisión.

La narradora crece en el vacío, en la ausencia de su hermano muerto, en el dolor, en el extrañamiento, en la necesidad de verse ocupada, inundada, buscando en las caricias, en la carne ajena, enhiesta, algo parecido a la plenitud y a fe que lo halla, en un inmueble selvático que es cueva, origen, precipicio, madriguera. Aunque el vacío siempre gana y el sexo solo son parches.

Quizás el vacío que siente ella no tenga cura, quizás su dolor sea insondable, la vida una cinta transportadora hacia ningún lugar, quizás el alumbramiento no le suponga el eclipse del yo, pues sabe bien lo que no es, lo que no siente, cuales no son sus instintos, ni ahora ni luego, y aunque toda su historia sea tan vívida, cálida y acongojante como lo es la sangre menstrual, de toda esa renuncia surge algo parecido, si no a la esperanza, sí a su asunción, el abrazo interno a su naturaleza, a su ser, en definitiva, un dolor carnal devenido en voluptuosidad táctil. Y todo esto se me antoja cualquier cosa menos cursi.

Editorial Candaya. 2020. 158 páginas

Vivir abajo (Gustavo Faverón Patriau)

Vivir abajo (Gustavo Faverón Patriau)

Extraer la piedra de la locura del cerebro y luego qué, acarrear con ella una y otra vez arriba y abajo sobre una montaña de muertos, como un Sísifo más, en un día a día -convertido en una cadena perpetua- de ensayo y horror, de ensayo y error, cuando a la venganza le sale el tiro por la culata, inútiles los crímenes, azarosa la injusticia de sus actos, como al protagonista de la hercúlea novela de Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966) titulada Vivir abajo, un tal George Bennett cuya historia se pretende reconstruir con piezas de un puzzle irrealizable. Vivir abajo es el mundo subterráneo, el de las torturas y los torturados, todo aquello que se consume sin ver la luz del sol, en recintos a la vista nada sospechosos, en un inframundo donde millares de desgraciados durante décadas han sido y son carnaza de mentes enfermizas y malvadas, la mitad de la historia de América Latina, la mitad de la historia de América, no existirían si no existiera la presión de hablar bajo castigo, la mitad de la historia del mundo (porque también aparecen los balcanes, con la figura del palindrómico Miroslav Valsorim), leo.

George padre, agente de la CIA va por toda por America Latina construyendo cárceles, ejerciendo de torturador, al servicio de dictadores, abundantes durante la segunda mitad del siglo XX. El hijo, con el mismo nombre y apellido y aficiones, como la de echar mano a su careta de oso para dormir, trata de enmendar los errores paternos y recorre Paraguay, Chile, Argentina, Perú, queriendo conocer la historia de su padre y de sus víctimas, ajustando entre otras muchas cosas cuentas con nazis, y en esta búsqueda, no sé por qué, en todo este periplo me venía en mientes una y otra vez la figura de Cesárea Tinajero (aquí sería Raymunda) y también del incesante Bolaño, pues esta novela presenta como las del chileno un aspecto poliédrico, una estructura proteica, donde todo se va desvelando y enmarañando de a poco, sumando fragmentos de entrevistas, cartas, sinopsis de libros, películas visionadas, relatos, ensoñaciones, profecías, con muchas referencias musicales y citas literarias, muchas películas, narraciones algunas incluso referidas telepáticamente, lo cual me recordaba El beso de la mujer araña de Manuel Puig, cuando a los presos ya su único asidero es el lenguaje. Y qué decir de la escritura, de toda esta metafísica de la palabra, de su fertilidad aquí presente, qué decir de uno de los personajes, Mano Manzano, escritor compulsivo, prolífico, incesante en su quehacer, que si se para a pensar por qué escribe no encuentra una razón, quizás porque como ya nos advirtiera en su día otro escritor Uno no escribe para, uno escribe sin más y así hace también Gustavo con su escritura torrencial, que te lleva y trae por la geografía latinoamericana, convertida en un mapa de sangre, poblada de personas heridas, violentadas, violadas, humilladas, purulentas, cáscaras vacías, dementes, frutos podridos de toda la maldad soterrada y reclusa, con un alud de testimonios que te escarapelan no solo el vello, ante este palimpsesto infernal.

Los (libros) que uno escribe para decir algo, no sirven para nada, dice Manzano. El desafío aquí es cómo decir sin decir para acabar diciendo mucho, como logra Gustavo.

Las reseñas de los libros tienen sentido, los libros no, dice Manzano. No me lo creo. Olviden esta reseña, este comentario a la novela y háganse el favor de leérsela a fondo, porque hay que sumergirse en el fango, habitar la oscuridad, convivir con el mal unos cuantos días, sentir entonces el tajo del hacha quebrando el mar helado que tenemos dentro. He disfrutado muchísimo (aunque disfrutar no sea la palabra más precisa) una novela que de seguro a todos los que la lean va a dejar nerviosos y erizados y también electrizados. No abundan, desgraciadamente, novelas de este pelo.

Una observación: a la novela le falta una página para alcanzar el guarismo diabólico.

Candaya. 2019. 665 páginas

Los cuerpos partidos (Älex Chico); Candaya 2019

Los cuerpos partidos (Álex Chico)

Álex Chico (Plasencia, 1980) va en busca de la memoria de su abuelo Nicolás/Manuel. No es un cazafantasmas (¿o tal vez sí?) es un escritor que trata de atrapar una existencia con la escritura. Pienso entonces en una frase que aparece en la última novela de Ricardo Menéndez Salmón: La literatura no es una red que podamos aplicar sobre la existencia. Cuando se trata de hacer una biografía todo es precario, máxime cuando los materiales son tan endebles. Viene a ser como coger una moneda en la que está acuñada la faz del biografiado, situar un folio encima y rascar por encima con la mina de un lapicero. Aflora algo que parece un rostro, que curiosamente será de perfil, metáfora de esa existencia que aflora difusa y de refilón. Álex lo sabe, es consciente de que su labor es ardua. Lo impele a ella un libro magnífico. Afirmación que viene a resultas de haberme leído el libro de Vicente Valero, Los extraños, cuyo último capítulo es el de Valero yendo detrás de las huellas de su abuelo. Álex hace aquí lo propio acompañado de su hermano. Se van a Francia, a Bousbecque, a la rue Papeterie, número 4. Allá vivió su abuelo cuando dejó Granada y se fue a Francia a ganarse la vida. Ahí surge el desarraigo. La bisectriz, el cuerpo partido, la semilla del regreso. Cuenta Álex que su abuelo cuando regresa de Francia y se instalan en Barcelona y ya en la vejez siente la muerte inminente quiere volver a casa, a Granada, a Cúllar Vega y lo consigue, porque el suyo, un cuerpo partido, alcanza el doble tránsito, el de regresar para morir.

La emigración, el exilio, son temas complejos, de naturaleza proteica. Cada historia es distinta. Se corre el riesgo de caer en generalidades. Por eso Álex quiere individualizar a su abuelo, singularizar su existencia, apartarlo de la masa migrante y buscar la singularidad. Esa marcha, una fuga no voluntaria, impuesta por las circunstancias, lo lleva -a su abuelo y otros muchos miles de españoles- lejos de casa, a un país ignoto, con lenguas que desconocen. Se les recibe con recelo. No dejan de ser otra cosa que mano de obra barata. Muchos deciden regresar y lo hacen, pero no al lugar de origen. Muchos de ellos tras dejar Andalucía, Murcia, Extremadura y recalar en Francia, Bélgica, Alemania, regresan a España para completar una segunda migración, ésta interior, y van a ganarse la vida a Madrid, Barcelona. Este es el caso de los abuelos de Álex, que se instalan en una vivienda del Barrio de Sants (al principio en un piso piloto). Muchos otros, no tan afortunados, encontraron acomodo en las barracas de Montjuïc, en Somorrostro. Sobre ellos Álex pone el foco, tratando de entender cómo fue la vida de aquellas personas en esas viviendas, en aquellos barrios estigmatizados por el lenguaje que les ceñía como un cepo adjetivos como marginalidad, delincuencia.

Lo interesante del libro más allá de confirmar lo difícil que es biografiar una memoria correosa, un pasado que no acabará de pasar, pero que al no posar, no ofrece una foto fija, sino fotogramas cazados al vuelo, convertido el narrador en un viajero que desde el vagón ve atónito como todo va tan rápido que no logra asentar nada en la mente. Hay apuntes, conversaciones (como la postrera que Álex mantiene con una hermana de su abuelo. Ahí la necesidad no es la de hablar del biografiado sino hablar de ellos, de su vida, de aprovechar la oportunidad de tener un interlocutor dispuesto a escuchar atentamente. Recuerdos que se vierten con sorpresa y con ansia, pues en su día todo eso se guardó en el trastero de la memoria y cuando toca orear todo vuelve en aluvión. Habla ahí Álex de Goytisolo, y yo pienso en el libro Como una rana en invierno. Tres mujeres en Auschwitz, pues también estas tres mujeres callan su experiencia y cuando quieren hablar no le ven sentido porque creen que ya está todo dicho, que todas las historias se parecen), recuerdos. Una amalgama estéril. Queda pues fiarlo todo a la imaginación. Construir un personaje. Habitar una piel ajena, quizás quemada. Seguir el rastro. Mudar el grafito en carbono 14 sobre el papel en blanco. Analizar la emigración desde el mayor número de perspectivas posibles. Un viaje que es, aquí, de ida y vuelta. Con varias preguntas sobre la mesa. Las mismas que se hacen todos ellos. Volver o no volver. Volver a dónde. Qué relación tiene el que se fue con el que regresa. Cómo hacer de la existencia un pegamento que junte las dos mitades, la de esos cuerpos partidos (partir es partirse, Halfon lo sabe), aquellos tajados por la marcha, la fuga, la ausencia, el vacío, la soledad, la de todos aquellos para quienes el derecho a quedarse nunca fue una opción.

Encuentro una errata en la página 220, que analizada no parece tal. La letra a, es también aquí, y en comunión con el texto, una letra migrante. Desaparecido, muda en Desparecido.

Candaya. 2019. 256 páginas