Archivo del Autor: Francisco Hermoso de Mendoza

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Crítica del barrio chino (Roberto Vivero)

Crítica del barrio chino
Roberto Vivero
Ápeiron ediciones
2016
228 páginas

Si suponemos que Crítica del barrio chino es la continuación de Las fieras creo que no andamos muy desencaminados, no porque la prosa sea un eco de la anterior, que no lo es, sino porque hay aquí también un espacio físico cerrado; imaginemos un cuadro del Bosco, un díptico, en el que el mundo empiece y culmine en los lindes horizontales y verticales de los paneles. Un Jardín de las delicias en el que la vida terrenal y el infierno se enmarañasen hasta confundirse.

El libro se sirve en 100 capítulos interconectados. Algunos personajes pululan por distintos capítulos y cuando veo aparecer ahí al niño palo o a la niña lamida por un perro, pienso en la niña llagada de Las fieras. También cuando leo el capítulo Buga.

No es la novela la descripción de un mundo real -aunque no desatiende lo real, al menos nominalmente, sin estar tampoco exento de ramalazos de humorismo, si no de qué esta tipografía: La Defensa, La plaza de la Concordia, La Bastilla, el Arco de la Triunfo, personajes como Vendome, Citröen, Manuel Bonaparte, la niña Sorbona– sino la creación de un territorio literario al margen de lo que conocemos y nuestra moral acepta; una especie de civilización bajo el nombre de Pequeño París, tras haber absorbido este la antigua denominación de barrio chino, descubierta para nuestros ojos y narrada con una escritura muy singular, la de Roberto Vivero.

Y lo singular acarrea problemas de todo tipo al lector. En tanto que exige una lectura lenta, morosa, y atenta, para dar finalmente la razón a Nietzsche cuando hablaba de la necesidad de rumiar al leer. Y no tanto leer como releer, en bucle, para sacarle el sentido a los silogismos, a los diálogos, para tratar de montar, a duras penas, en la cabeza, todo el espacio físico y psíquico que se nos describe; territorio que puede ser un laberinto del que tan difícil es llegar como marcharse (a no ser que uno sea un fiel seguidor de las recomendaciones de Hegesias y logre entonces deshacerse de la podredumbre de vivir), en el que nadie trabaja y nada pasa en el correr de los siglos, donde no hay enfermedades diagnosticadas, ni existe el inconsciente, ni hay relaciones de poder, y sí seres solipsistas, regidos todos ellos por unos instintos difíciles de dilucidar, con comportamientos igual de inextricables (quizás porque como en las cuevas que aparecen en Debajo del suelo, todo resulta demasiado hermético y nada tiene sentido), donde por las noches llueve agua salada, como las lágrimas, como si ya nadie pudiese más. Y eso es lo que transmiten los capítulos: la sensación de pesadez y de densidad, de no haber escapatoria en todo este cardumen de comportamientos y charlas amébicas (como en Me han hablado de algo), con excepciones, porque el que le da al tarro, lo hace por todos (como Lázaro o Jeremías) y hacen de la filosofía su sangre, no transfusionable. Sin hacer ascos al absurdo, como Leoncio, quien al preguntarse si alguna vez ha tenido su propio lenguaje, se plantea si no ha sido un heterónimo de los demás.

El barrio puede llegar uno a imaginarlo como una gran mancha negra en medio de la nada, o como una nave nodriza gigantesca flotando en el espacio, con un decorado dentro, vagando al margen del tiempo y del espacio. Mancha o coágulo del que irían brotando seres animados por las palabras, y de apariencia humana, cual tripulación en busca de lo posible.

Lo más plausible de la novela es el empeño del autor por no convertir cada capítulo en un eco del anterior, por no abrevar en los lugares comunes y frases hechas, repeliendo la menor tautología, y ofreciendo mediante grandes dosis de imaginación continuas sorpresas en la experimentación con el lenguaje, ¡y qué lenguaje, y qué gozo el que depara leer palabras como acmé, hénide, ipseidad, eones, nouménica, betuminoso! Por eso hablaba aquí, en este imposible epítome o reseña fracasada, de prosa singular e inédita, aunque quizás no lo sea tanto después de haber leído Las fieras.

Cruce de caminos

Cruce de caminos, reza el himno de Logroño. Así es. Ayer cogí la bicicleta y a apenas siete kilómetros de Logroño está Viana, en Navarra. Se mezclaban antes de llegar a Viana dos olores, el de la aceituna en la almazara y el de la galleta en la fábrica. Hacia la izquierda está Moreda, a tres kilómetros, y nos encontraremos en Álava. El espacio físico va por tanto alternando comunidades autónomas, aunque el paisaje apenas cambia: un manto de viñedos, ahora en vendimia. Y como sucede en Torino con la Mole, o en Berlín con la torre de televisión, por estos pagos riojanos, alaveses o navarros, al fondo, vela nuestro deambular el León Dormido.

En dirección hacia Aras, un rompepiernas, superado el pueblo, alcancé el parque eólico “El Camino”. Al pie de uno de estos molinos de viento gigante vi lo anchos y grandísimos que son. En La Población el bar estaba cerrado y de regreso, parada en Barriobusto y Labraza, pueblo con caserones de piedra, todo muy bien cuidado, y privilegiadas vistas hacia la Sierra de Cantabria desde la Iglesia de San Miguel, en la plaza Mayor, para luego regresar a Logroño por Viana y pasando por Oyón.

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Mircea Cărtărescu. El hacedor de insomnios (José Carlos Rodrigo Breto)

Mircea Cărtărescu, El hacedor de insomnios. Es indiscutible que el título del ensayo de José Carlos Rodrigo Breto, editado por Ediciones del Subsuelo, tiene pegada. Me gusta la manera en la que José Carlos cierra el libro, replicando las palabras de Carlos Pardo acerca de que no se puede comprender a Cărtărescu, porque cada libro es como una negación del anterior.

Sea así o no, José Carlos en este ensayo, de toda la bibliografía de Mircea, a pesar de que aparezcan Nostalgia, El Levante, Las bellas extranjeras, El ojo castaño de nuestro amor, o Por qué nos gustan las mujeres se extiende sobre tres libros: El ruletista, Solenoide y la trilogía Cegador. Es curioso que se dediquen en el ensayo las mismas páginas a El ruletista, que es una novela de sesenta páginas, que a Solenoide que son 800 páginas, o a Cegador, que son 1500 páginas y en el ensayo se le dedican poco más de sesenta.

En el apartado dedicado a El ruletista el autor ofrece listados sobre libros (Diez textos circulares, Diez novelas de formación, Diez textos sobre juegos deportivos y de azar, Diez novelas de realismo mágico a la europea…) que no tienen demasiado que ver con Cărtărescu, así como bastantes digresiones de índole literaria, pero logra desentrañar bastante bien el espíritu de la novela, para ir mostrando cómo ese mundo de Mircea está siempre en continua expansión, siendo autorreferencial, empleando personajes que pasan de una novela a otra, con temas como la muerte del hermano que siempre está ahí, como una herida abierta que lejos de cicatrizar supurase cada día a través de su escritura.

Según José Carlos, Cărtărescu nos ofrece en los relatos de Nostalgia (del que El ruletista forma parte) algo que es extensible a sus novelas: contempla la vida como en escenas, como en dioramas, como en vitrinas de un museo en donde siempre se tensa la cadena del equilibrio entre Eros y Tánatos, entre la vida y la muerte también.

Si la definición de Solenoide como novela total, la verdad es que no nos aclara mucho las cosas, novela que podemos entender “como una búsqueda onírica”. O si la afirmación de que Solenoide es una novela tan transformadora que no quedaría nada del lector que iniciase Solenoide en el que llegara a su culminación, nos puede parece más propia de la faja de una cubierta del libro (o faja-pantalón, habida cuenta de que hoy hay fajas que no dejan ver la cubierta), el autor, en aras de lo tangible, nos ofrece unas claves acerca de qué elementos maneja Cărtărescu en esta novela.

Realismo mágico a la rumana. Insectos. El protagonista flota en su bañera, en la cama cuando activa el solenoide y en sueños extracorpóreos. La cuerda del ombligo. La casa en forma de barco y las otras casas: la escuela, la fábrica y las fábricas. Bucarest, Bucarest en ruinas. El cementerio oculto. Parásitos-el cuerpo invadido-. El doble y la identidad. Infancia/tortura. La otra vida es un catálogo Neckermann. Texistencia, onirismo, autoficción, teratología, riparografía, lo cuántico. Más insectos, estatuas, piquetistas, teseractos. Sillones de dentista. Sarcoptos. Wunderkammer. Bildungsroman. Gemelo maligno: Doppelgänger. Manuscrito Voynich. El tábano. Cegador.

Si en Cegador el manuscrito que leemos es el que va escribiendo Cărtărescu, asimismo el autor del ensayo también se instila en el texto, y nos cuenta fragmentos de un viaje a Rumanía, de tal manera que puede confrontar lo leído con lo vivido y en la tercera parte, su experiencia leyendo Cegador formará parte también del ensayo, a modo de Diario de una lectura.

Quizás porque Impedimenta publicó la trilogía Cegador después de Solenoide, aunque Funambulista ya había publicado anteriormente a Solenoide la primera parte de la trilogía Cegador (en 2010), puede hacernos pensar que Cegador copia, replica o es un derivado de Solenoide, cuando es el contrario, porque Cegador la escribió Cărtărescu, entre 1996 y 2007 que fue cuando se publicó en Rumanía.

Esto me gustaría que se hubiera desarrollado más, es decir, la manera en la que Solenoide podemos considerarlo un spin-off de Cegador, y en el caso de que haya similitudes, que las hay en Solenoide, lo que hace Cărtărescu es replicar lo que ya estaba en Cegador, aunque siempre con variantes, como ese momento en el que en Cegador, Cărtărescu, nos da una explicación o Gran revelación, acerca de lo que le pudo pasar a su hermano gemelo: que fuese robado.

Un ensayo que estoy convencido de que animará a quien lo lea a querer luego leer a Cărtărescu, y permitirá a quien ya lo haya leído, a releerlo de otra manera, con las claves y reflexiones que sobre la escritura del rumano nos aporta José Carlos.

Mircea Cărtărescu en Devaneos

Trilogía Cegador
El ojo castaño de nuestro amor
Solenoide

Ruta por Clavijo y Trevijano

Ayer finalmente estuve en Trevijano. Lo veía siempre en lo alto, desde la carretera, cuando iba por el Camero Viejo en dirección a Soto de Cameros o hacia San Román. En bicicleta eléctrica el tramo entre Logroño y Lardero, pasando por Alberite, La Unión y Clavijo es un mero trámite, al ir por carretera.

Superado Clavijo, con unas cuantas rampas, la cosa se anima. La bajada por el barranco la rasilla exige ir atento al camino, poblado de piedras. Las indicaciones tampoco ayudan mucho. En un momento determinado veremos un cartel amarillo que señaliza los dólmenes. La señal parece orientar hacia el camino de la derecha, cuando lo que hay que hacer es tomar el camino frente a nosotros y ascender. Hay dos sendas, una estrechita y otro camino más amplio al que se accede a través de una valla o caminando sobre unos troncos.

El camino ahí resulta muy complicado, al estar cuajadito de piedras y es muy complicado coger ritmo y no trabarse. La empinada cuesta hace que si pones el pie en tierra luego resulte muy complicado volver a poner la bici en marcha, a tenor del desnivel y del peso de una eléctrica (más de veinte kilos).

Si la subida es complicada, la bajada no mejora, al ser el camino pródigo en piedras, situadas a modo de escalones. Realizada la bajada sin contratiempos, a mano izquierda, tenemos el Dolmen Collado del mayo. Ya en lo alto, apenas hay pendiente y hemos de dar un buen rodeo para abocar a Trevijano por el Barranco.

Antes de llegar oí una cencerrada (que me hizo pensar en la película La juventud) obra de unas vacas muy alegres. Veremos caballos y en el pueblo un burro pastando al lado del frontón. El regreso por carretera ofrece al dejar Trevijano, y a su paso por la ermita del Santo Cristo, unas bellas vistas, hasta empalmar con la carretera que nos conducirá hasta Ribafrecha, sin apenas dar una pedalada y regresar a Logroño, vía Alberite y por caminos.

Si la climatología acompaña, como ayer, la travesía de 57 kilómetros resulta muy placentera. Aporto algunas fotos que sin duda enriquecerán el texto.

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