Archivo de la categoría: Editorial Galaxia Gutenberg

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Cúbit (Vicente Luis Mora)

En un correo, un amigo me hablaba el otro día del calor de la belleza, de leer y no entender nada (algo relativo a la mecánica cuántica), pero disfrutarlo.

Cúbit, de Vicente Luis Mora, ofrece la cálida belleza de la palabra bien escrita que requiere una lectura atenta y así comprensible. Y como le reprocha Alcio -uno de los personajes-, a su mujer, el que sus ideas sean las de cualquiera, los lugares comunes, los tópicos en su escritura, Vicente trata y consigue en su novela superar todo esto y ofrecernos una novela muy original, desubicada, poliédrica y proteica, que nos ofrece muchos textos con múltiples narradores y cuyo final me recordaba el de relato de Don DeLillo, Momentos humanos de la tercera guerra mundial, la guerra que libran aquí también los humanos y las máquinas, las cuales han dado un paso más en su evolución hasta la IAR, la inteligencia artificial real (la cual, al contrario de lo que creemos, no trabaja para nosotros, sino nosotros para ella); la guerra concluirá con una desconexión de las máquinas.

Y dentro de la novela, una de las grandes creaciones es Cúbit, la que vemos en la cubierta del libro; ni humana ni máquina, tampoco extraterrestre, más bien intraterrestre o supraterrestre, o diluida en la tierra. Paradójicamente la escasa presencia de Cúbit es pura esencia, como la de un mineral denso, ese mercurio que desborda la mesa y cuyo lento avance nos mantiene embobados, aquí subyugados por su inteligencia y lo mejor: por su “personalidad”. Cúbit y los Itrios. El Itrio, cuyo elemento químico es “Y”. ¿Casualidad? No lo sé, pero aquí, el espíritu de la novela, si lo hay, y creo que lo hay, es la de la cópula, la del ineludible hermanamiento, la pretendida fraternidad, el necesitado sentido comunitario, no solo entre los humanos, sino entre todas las formas vivas.

Y como en los cómics de la Marvel, Cúbit debe tener un rival igual de poderoso: Ibris, epílogo de la IAR. Y al lado de Cúbit, en su cruzada, esta se verá acompañada por una humana, Selva Preston, y su palabra como herramienta de construcción masiva.

El mensaje que nos deja el final de la novela, ese mensaje que puede ser una sonda galáctica, o una botella lanzada al mar con un mensaje dentro, es la poderosa idea de que aún estamos a tiempo de cambiar la cosas, que el planeta cada día más vejado, recalentado y vandalizado, emboscado en guerras, precisa de seres que luchen por la supervivencia y el mantenimiento de tanta belleza, por la preservación de los ecosistemas, sin hacer ascos a la técnica, pero regidos por la ética en nuestras acciones.

La narración bascula entre el pasado y el futuro (vemos cómo se cifra en la imaginación del autor ese escenario a través de holocines, visiochips, algoritmes de tercera generación…) pero nos la jugamos en el presente, en el ahora.

Muchas más cuestiones son las que aborda Vicente en su fascinante narración, ya sea con sus interesantes reflexiones, valiéndose por ejemplo de Alcio y Cúbit, acerca de la personalidad (y su naturaleza), la conciencia, el subconsciente (infravalorado), la memoria (no siempre tan completa y dispuesta como nos gustaría) o cuestiones como la valoración (negativa) de la autoficción en la escritura o la diferencia entre el conocimiento y la inteligencia o el tratamiento del lenguaje (la manera en la que maneja Cúbit los tiempos verbales y su rápida adaptación; el lenguaje que emplearía una rutina, ni masculino ni femenino, así las piezas de Ibris y elle misme se conectó; o incluso la búsqueda, no del asesino como en las novelas de Agatha Christie, sino del posible narrador, y hay donde elegir: Cúbit, un archinarrador, la IAR, Hansi, Nadia B, Hibris…).

Hay aquí calor y belleza, en este libro tan especial cuya prosa (deslumbrante) parece manar de un hontanar bien escondido.

Lecturas periféricas2222, Psicojuego, Últimas noticias de la humanidad.

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Yo que fui un perro (Antonio Soler)

Yo que fui un perro podría titularse también Diario de una obsesión, la que Carlos siente por su novia. Lo que leemos es el diario de Carlos. Ahí va dando cuenta de lo que hace, dice y piensa. De sus bajadas al pozo negro de sus inseguridades, de sus encuentros sexuales, de la relación que tiene con su madre viuda, sus quedadas con los amigos, los encuentros y desencuentros con las amigas de la novia, y con los hermanos de esta.

La novia vive en frente, lo que acrecienta su obsesión, ya que no se la puede quitar de la mente, cuando la tiene tan cerca, tan a tiro de piedra. El diario no le permite llevar a cabo una introspección, en el sentido de analizar lo que hace o por qué lo hace. Así parece que su novia sea una propiedad suya, aquello que está al final de la cadena. Y no parece importarle mucho el futuro en común, si lo hubiera, ni siquiera el presente, resuelto con frotamientos y algo de sexo; aquello que preocupa a Carlos es el pasado de su novia, aquello que ya no tiene vuelta atrás. Porque ese pasado lo atormenta y aborrasca, al pensar lo que su chica ha hecho con otros hombres, que no son él, antes de conocerla. Como si quisiera modificar ese pasado, blanquearlo, borrarlo, si estuviera en su mano. Pero no puede, y la realidad se le impone, y ella le sigue la corriente, hasta que algo hace que la relación cortocircuite, para ser retomada poco después.

Y las casi trescientas páginas de la novela son el diario de esa obsesión enfermiza, la bajada al pozo negro de un Sísifo inconsciente, quizás por la edad de Carlos, estudiante universitario de medicina, por su falta de experiencia, y su personalidad en formación. Todas sus dudas y tormentos dan de sí lo que dan: bastante poco. Por eso su diario tiene poco alcance y vuelo. Si en Sur, veinticuatro horas daban muchísimo de sí, exprimiendo al máximo cada hilo narrativo, aquí los meses que transcurren pasan de manera intrascendente, banal, entre naderías y derramamientos seminales, y el tiempo ocupado con lecturas como El enano o El árbol de la ciencia.

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La ventana inolvidable (Menchu Gutiérrez)

La ventana como umbral, el espacio entre fuera y dentro. Entre interior y exterior. En esta idea incide Menchu Gutiérrez en La ventana inolvidable. Novela que es también un umbral hacia el ensayo. Novela que suma fragmentos, narraciones e indistintas voces para abundar en la idea de la ventana como lugar desde el que observamos o somos observados; los ojos de una casa, la ventana de un avión, de un coche, de un tren; cristales que nos presentan, acercan o alejan la realidad o la arrastran. Las ventanas son la puerta abierta al pasado, a los recuerdos, a la niñez. Ventanas que lo son también las pantallas del portátil en el que escribo, o chateo, o hago una videoconferencia. La que emplea el escritor del texto para parlamentar con sus lectores. La ventana del féretro y la búsqueda de una contraseña hacia el más allá. La ventana como espejo, cuando los pájaros encuentran la muerte en el azul vítreo. El asfalto vacío como un espejo sin azogue. Un espíritu animista que espolea la narración. Una mirada reflexiva hacia las cosas. Un paso más al dado por Menchu en su anterior novela La mitad de la casa. Ventanas a las que el confinamiento cargó de sentido y valor, como el órgano más sensitivo de la casa. Referencias literarias a Maupassant y su locura, a Beckett y sus silencios, a Séneca y la gestión del ruido, a Gracq y la espera o a Oscar Wilde, en su encierro en la cárcel de Reading, en otra variante de Penélope en su quehacer sisifiano.

Pensaba en una novela en la que había leído un fragmento sobre ventanas y espejos. Di con ella, con El retablo de no de Luis Rodríguez.

Sentado en la silla del hospital, miró la ventana, le pareció que el mundo se alejaba; elevó la mirada, le pareció que el techo era una bóveda, sin esquinas. Miró la cama, como si contemplara su propio nicho. Volvió a mirar la ventana. Las ventanas sirven para mirar de cerca, pensó; los espejos, no, los espejos sirven para mirar lejos. Miró la cama, y se fue.

Bueno.

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Nunca preguntes su nombre a un pájaro (Andrés Ibáñez)

Nunca preguntes su nombre a un pájaro
Andrés Ibáñez
Año de la publicación: 2020
204 páginas

Piensen en un pastelero, un coreógrafo,
un cantante, un actor, comiéndose la cabeza con su bloqueo creativo. ¿Lo ven? Yo tampoco. Sin embargo, en el mundo de las letras el bloqueo creativo del escritor se convierte casi en un género en sí mismo. La última novela de Andrés Ibáñez, aborda este tema con Horst como protagonista. Horst es escritor, está sumido en una depresión y una crisis creativa. Deja Nueva York y se va hacia una zona boscosa, apartada, hasta la casa que en su día habitara otro escritor, Winslow. La novela es fáustica porque a Horst se le plantea el dilema de pactar con el diablo, ¿a cambio de qué?. La inmortalidad podría tener un pase, pues se disfruta cada día durante toda la eternidad, aunque sigo pensando que ha de ser un coñazo. Pero no, lo que Horst y todo escritor parece anhelar es el reconocimiento, la fama, el éxito. Y si es en vida mejor que mejor. Andrés plantea el día a día de Horst, por la deriva del ensayo: Walter, Thoreau, Hemingway, Kafka… la imperiosa necesidad de arder en el altar de las letras.
Al parecer Caravaggio era capaz de darse fuego al brazo para luego poder pintar esas caras de sufrimiento y dolor. Algo parecido es lo que barrunta Horst. Dispuesto a forzar la realidad, a abismarse, cruzar la linde, sacrificarse o inmolar a cualquier otro, matar su dignidad, en definitiva a cambio de algo tan etéreo como la fama.
La soledad en la que se enseñorea Horst, permite a la narración transitar la fina línea que separa el sueño de la vigilia, la realidad de la irrealidad, las voces reales de las figuradas, los recuerdos de la invención. Con estos mimbres, el autor se adentra en un terreno podemos pensar que terrorífico, poco firme, pues las tablas sobre las que camina son víctima hace tiempo de las termitas. Hay destellos interesantes como ese momento de voluptuosidad y sensualidad entre Horst y Eva, su cuñada, cuyo nombre ya nos evoca un paraíso perdido, irrecuperable, secundado por la perdida de la inocencia convertido en un Judas de sí mismo. O momentos discursivos acerca de los dioses y los sueños que no carecen tampoco de interés, pero la narración asemeja más a un animal desangrándose, esperando que le llegue la hora. Ese final, del éxito al éxitus, es la consecuencia lógica cuando no hay salvación ni consuelo posible.