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El tiempo de los lirios

El tiempo de los lirios (Vicente Valero)

Comenta Valero que con Paseos por Roma de Stendhal puede recorrer la ciudad con más provecho que con una vulgar guía de nuestro tiempo. Es curiosa esta reflexión, porque a medida que iba leyendo el libro de Valero, donde da cuenta de un viaje por la Umbría de dos semanas, pensaba que si se me propiciaba visitar esta zona en un futuro, lo haría acompañado con este libro en ristre; libro que me recordaba otro del mismo autor: Breviario provenzal.

Aquí, Valero cambia la Provenza por la Umbría y como en aquel recoge las palabras de otros escritores que han visitado los mismos pueblos, lagos e iglesias; pensemos en Rilke, Montaigne, Simone Weil, Hesse, Byron, etc.
El recorrido además de dar cuenta de los pueblos por los que Valero se mueve (Asís, Tuoro, Gubbio, Montefalco, Bevagna, Foligno, Todi, Espoleto…), se centra en lo artístico, yendo a lo religioso, centrando su atención en lo pictórico, por ejemplo, en el pintor español radicado en la Umbría, conocido como Lo Spagna.

Hay también algún apunte a la gastronomía local, pienso en el filetto di manzo ripieno al tartufo e bardato al lardo di Colonnata, pero la columna vertebral del libro es sin duda la figura de san Francisco de Asís. Para ello Valero echa mano del libro Las florecillas. Una suerte de anécdotas y andanzas del santo recopiladas por sus seguidores. Una figura la de san Francisco que no pasa de moda, quizás por su radicalidad; la de sus actos. Su determinación en cambiar de estado, en dejar de ser rico para convertirse en pobre voluntariamente, despreciando lo material y todos los males asociados a la avaricia, a la acumulación absurda de posesiones, el principio rector del turbocapitalismo, para entendernos.

Las últimas 25 páginas cuando Valero ya sale de la Umbría y se dirige hacia Roma (allí visitará la Basílica de San Juan de Letrán, donde se encuentra el prepucio de Jesucristo, y esto lo sé, no por Valero, sino por un libro que estoy leyendo ahora mismo de Martín Olmos) el libro pierde fuelle, como si la armonía reinante se hiciese añicos. No obstante, el resultado es satisfactorio. Es grato leer las reflexiones de Valero, el jugo que saca a sus viajes, sustentadas, como es lo habitual, en las palabras de los que le han precedido, pues al final todo viajero sigue las huellas de los que le precedieron.

Plomo en los bolsillos

Plomo en los bolsillos. Malandanzas, fanfarronadas, traiciones, alegrías, hazañas y sorpresas del Tour de Francia (Ander Izagirre)

Como esa etapa de 200 kilómetros que comienzas a ver en la televisión cuando aún quedan varios puertos para que finalice, así podía haberme enganchado a este entretenidísimo ensayo de Ander Izagirre, en el capítulo Los relojes de Indurain y Delgado, donde Delgado comienza tarde una contrarreloj, en el año 1989. Yo tenia 14 años y me acuerdo bien de ese día. También de Hinault, Fignon, Lemond, Indurain, Contador y sucesivos. Sin embargo, que me resulte más conocido no hace que los capítulos me resulten más interesantes, al contrario.

El tema del dopaje se ve en el libro cómo castigó la credibilidad del Tour, con la aparición de Armstrong, al que le quitaron los siete Tour (1999-2005) por doparse, sin que se otorgara el Tour a los siguientes clasificados, dado que de los nueve corredores que subieron con Armstrong a los podios de París, ocho acabaron involucrados en casos de dopaje. No obstante, estos movimientos en las clasificaciones, por un motivo u otro, vienen de lejos, pues en 1904, cuando se disputó el segundo Tour, el ganador, Henri Cornet (de 19 años) lo fue cuatro meses después de finalizar el Tour, cuando los cuatro primeros clasificados fueron eliminados por maniobras ilegales.

Es muy curioso el capítulo El arte de la derrota, dedicados a los farolillos rojos, a los últimos de la clasificación como Vansevenant, que lo fue tres veces consecutivas. O su réplica, la maglia nera en el Giro de Italia.

Me resulta muy interesante, por desconocido, todo lo que tiene que ver con el nacimiento del Tour, el 1 de julio de 1903. Un trayecto de 2428 kilómetros, en tan solo seis etapas.

Se reunieron 76 figuras extravagantes, ataviadas como una mezcla de aviador, minero y vagabundo, con los tubulares enrollados en la espalda, con un maletín de cuero en el manillar para cargar con la comida y una botella de vidrio.

La primera etapa fueron ¡¡467 kilómetros!! El ganador; Maurice Garin tardó dieciocho horas en completar la etapa.

Los Pirineos en esa época parecen el Lejano Oeste, y meter por allí las bicicletas parece una locura. Se hizo en 1910. Los Pirineos se cruzaban en dos etapas, de mar a mar. La advertencia era tener cuidado con los osos. Las etapas se realizaban muchas horas a oscuras y eran larguísimas y los ciclistas pasaban toda clase de penurias sobre la bici. El Tour se cobraba vidas, como la de Paco Cepeda en 1935, en el descenso del Galibier. O la de Fabio Casaterlli, muerto en 1995 en el descenso del Portet d´Aspet. O por el abuso de algunas sustancias, cuando no existían todavía los controles antidopaje, como le sucedió Tom Simpson, muerto por una mezcla explosiva de anfetaminas y alcohol.

Pero lo que más brilla en el libro es el pundonor de los ciclistas; las rivalidades tan jugosas entre Fausto Coppi y Gino Bartali (del cual veremos cómo un ciclista también puede servir a una buena causa, más allá de hacernos gozar frente al televisor). O entre Anquetil y Poulidor. Los cinco tours de Merckx y su lucha también con Ocaña. Los Tours de Indurain y gestas no tan conocidas como las de Vicente Blanco, el primer corredor español del Tour en 1910. Aunque hubo antes otro corredor español, José María Javierre, que lo hizo en 1909, que al residir en Francia e inscribirse como Joseph Habière, pasó por francés.

Es una lectura la de este ensayo que te hace emocionarte, no sobre la bicicleta, sino sobre el papel, porque Ander echa el resto en los textos y les da el tono épico que requieren, y así en algunos momentos se saltan las lágrimas de risa o de pena. Baste leer los capítulos dedicados a Walkowiak o Abdel Kader Zaaf.

Palmarés del Tour de Francia

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Romerías

El otro día en el Muwi mientras tocaban los grupos, más que prestar atención al cantante de los mismos, ya fuese Xoel, Cristina, Álbaro o Rodrigo, me fijaba en el resto de los miembros de la banda, en su gestualidad, en si disfrutaban o no con todo aquello. El cantante lleva la voz cantante y aglutina todas las miradas, ¿pero qué pasa con el resto de miembros de la banda? Pienso en ello después de leer esto de Jesús del Río en su novela No estaré aquí mañana.

Mi padre tiene la cabeza inclinada sobre su guitarra y se limita a tocar con evidente desgana algunos acordes apenas audibles.

Vemos a menudo a los músicos ocultarse detrás de las gafas de sol, de las gorras y sombreros, de un gesto duro y distante como si se tratase de una máscara. Nos resultaron graciosos los movimientos espasmódicos de Juan Aguirre detrás de Amaral, desplazándose por el escenario. En su caso sin gorra ni sombrero, sino con gorro de playa azulyblanconáutico, a pesar de que no brillaba el sol y la lluvia se afanaba en querer amargarnos las fiesta. Pensé que si regresase a a casa con uno gorro así en la jeró, me ponían las maletas en la puerta para que fuese, en términos finistérricos, rumbo hacia la Última Thule.

Ilusiona ver a alguien tan vivaracha como Amaral encima del escenario, tan alegre, sin que le pesen las dos décadas de carrera, al contrario, como si esa experiencia fuese un carro alado que de ella tirara. Si la memoria no me falla creo haber visto tocar a Amaral cuando publicaron su primer disco, Amaral, en 1998, en la discoteca Área 7, hoy conocida como Concept.
Pero la palma se la llevó Rodrigo Cuevas. Un espectáculo el suyo rebosante de alegría, humor, desparpajo y picardía, aderezado con voluptuosas coreografías y unos parlamentos entre canción y canción de lo más excitantes, incluso hubo víctimas lipotimiadas. Un espectáculo el de Rodrigo que obliga a reformularse indefectiblemente la idea que uno tenía de las romerías.

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Javier Cámara: El hijo del Labrador (Ánjel María Fernández)

Javier Cámara: El hijo del Labrador es una singular biografía del actor Javier Cámara, en la que como si de una novela se tratara, un personaje, a la sazón actor, acepta el reto de interpretar a Javier Cámara.

No, el elegido no es el actor francés Gillaume Canet, de quien pongo una foto por si no les suena.

Guillaume-Canet

Cuando un actor debe interpretar a un personaje famoso, sea un escritor, un político, o un tenista, lo que viene al caso es leer su libros, escuchar sus discursos o ver sus partidos. Así nuestro actor decide visionar todo lo que tenga a mano de Javier Cámara, con la idea de mimetizarse con él, empezando por absorber su gestualidad. Me pregunto yo qué cómo se interpreta a un actor tan camaleónico como Javier Cámara y esa misma pregunta es la que se formula el protagonista de la novela. ¿Está en los ojos, en su mirada, la clave actoral de Javier?

Además de los visionados, otra forma de conocer a Javier es ir a las fuentes, o sea a Albelda de Iregua, pueblo de donde es oriundo Javier y una vez allí hablar con su madre y sus hermanas. Beber entonces de los recuerdos familiares y remembranzas de aquellos años en los que Javier ya supo que no gustaba del campo y que ser el hijo del labrador daría como mucho para el título de un libro futurible pergeñado por un escritor arnedano, porque su sitio no era el campo ni el tractor, sino el escenario y la interpretación.

Así lo veremos luego estudiando en La Laboral y en Logroño haciendo sus pinitos en una escuela de teatro que cerró, para luego ir a ganarse el pan a Madrid, currando como acomodador en un teatro e ingresando como alumno en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, la RESAD.

Más tarde, tras los años de formación, llega la recolección: junto a Pajares, hace tres décadas, lo vimos en ¡Ay señor, señor!, consagrarse en la serie Siete vidas al lado de Amparo Baró, adelgazar a lo bestia a las órdenes de Santiago Segura para verlo en Torrente, el brazo tonto de la ley, con gafas de culo de vaso. Caer bajo el paraguas mágico de Almodóvar y brillar en Hable con ella. Lo oímos hablar con acento colombiano en El olvido que seremos. Ser un profesor bonachón en Vivir es fácil con los ojos cerrados. Y luego en series estupendas como Viva Juan, dando vida a un crápula entrañable o en Rapa donde luce su mala baba y sus dotes investigadoras, dejando de lado la docencia que es su profesión. Otra cima para Javier supone haber rodado con Sorrentino en la serie The New Pope. Pero no se trata de hacer aquí un copia y pega de su filmografía.

A media que el protagonista de la novela ve más películas de Cámara más parece alejarse de él, porque copiar los gestos, o calcar el físico, ¿supone representar? No parece ser lo más importante, por eso más allá de lo epidérmico, de lo evidente, la búsqueda (como debe serlo también la escritura) luego irá dirigida al interior, para saber de qué está hecho Javier. El montante de respuestas tanto de familiares como de múltiples amigos con los que se entrevista, da como resultado una persona amable, afable, empática, humana, cariñosa, amiga de sus amigos, ajeno a las envidias, concienzudo, trabajador incansable, valiente encima de un escenario…

Hace unos meses pude ver en Logroño, en el Teatro Bretón, Vania x Vania. Mi interés consistía en ver a Cámara encima de un escenario. Además, el papel que interpretaba era el de un labriego y ahora leyendo el libro, mirando el título, pienso en Teodoro y en cuanto de ese mundo que Javier tan bien conoció pudo volcar (o rellenar) en su personaje.

Para acabar, apuntar que todo el texto lo recorre un viento cálido, algo parecido a la ternura, al cariño, a esa verdad tan esencial que Javier transmite en sus películas, series y obras de teatro y que Ánjel María atrapa y condensa, asimismo, en estas páginas.

Cuando leí el libro hace un par de meses, me bajé al Parque del Ebro pero antes pasé por la frutería del barrio. Lo que más llamó mi atención fueron las cerezas. Las había de Quel y de otros pueblos riojanos de cuyo nombre no logro acordarme, pero el frutero que de lo suyo sabe, me dijo que me llevase esas de Albelda (relucían como canicones) que no había otras mejores.

Acerté tanto con las cerezas como con la lectura de esta singular biografía de Javier Cámara.

Escritores riojanos en Devaneos |

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Diego Lázaro
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Pascual Martínez
Juan Pablo Fuentes
Elvira Valgañón
Sonia San Román
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Marta Alamañac
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Bruno Belmonte