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Anatomía de la memoria (Eduardo Ruiz Sosa)

Leo: «porque uno cuando es escritor, no tiene capacidad de reaccionar ante la vida: uno tiene que esperar, asimilar, comprender«. Y me pregunto ¿cómo se llega al final de la espera, a la asimilación, a la comprensión con tan solo 30 años y es capaz Eduardo Ruiz Sosa de escribir una novela tan inmensa como es Anatomía de la memoria?.
Una novela extensa que se desparrama hasta casi las 600 páginas. Y echando la vista atrás constato que otras grandes novelas que he leído estos últimos años son novelas también extensas, pienso en Los detectives salvajes de Bolaño, en Vivir abajo de Gustavo Faverón.
Anatomía de la memoria conduce a Anatomía de la melancolía, libro de Richard Burton muy presente en el de Eduardo.

La novela emplazada en el presente, iniciará un camino hacia el pasado, cuatro décadas atrás, en el méxico norteño de los comienzos de los 70, cuando Estiarte Salomón decida en el momento presente escribir una biografía de Juan Pablo Orígenes y reverdecer sobre el papel entonces la Enfermedad, los movimientos violentos contra el Estado y la represión por éste ejercida contra los Enfermos y los miembros de la liga Comunista, por parte de los Guardias Blancos, contra todo aquel que osara sacar los pies del tiesto.

El hilo conductor serán los recuerdos precarios de Juan Pablo –sospecho que mi vida es lo que no recuerdo, apunta-, una biografía, que como toda biografía será la historia de muchas vidas; un Juan Pablo atormentado desde el comienzo de la novela al no saber o no recordar si cometió un crimen, incluso dudando, no de su propia existencia, pero sí de quién es, si es él o es el muerto, Pablo Lezama, o una mezcla de ambos, cuando víctima y verdugo se (con)funden en la hora oscura en un sólo cuerpo.

Leo: la escritura es lo que nunca tiene final. Y aunque esta novela tiene un final, una última palabra, Nada, que en teoría la concluye, deviene, validando la sentencia, infinita.
La memoria de Juan Pablo da pie al libro, y esto permite pasear entre las ruinas, mover los escombros del pasado, alzar su voz tal que Salomón sabe que el testimonio es el libro que escriben los vivos contra la muerte. Una escritura que será un vínculo con el futuro y el olvido. Un libro que será el lugar donde la memoria se haga cuerpo. Un libro donde las palabras llenas de pulpa y entraña, sangren, como aquí sucede, ante nuestras ávidas pupilas; incluso la disposición de las palabras sobre el texto va con sangrías, lo que dota lo leído de una cadencia, un ritmo, una musicalidad, una especie de fragor poético, de fraseo subyugante, en un libro como este abonado de citas ajenas, en los epígrafes capitulares, que cifran el olvido, la soledad, la pérdida, la muerte en definitiva.

Cómo sostener todo este aluvión de maltrechos recuerdos, cómo darle una estructura, un orden, un cuerpo, cómo evitar que el caos triunfe, que un golpe de viento dé al traste con este castillo de naipes, que el calorón no agoste estas voces. Eduardo lo logra. Las palabras entonces se ramifican, excavan, exhuman, viviseccionan.
Las páginas del libro abundan en continuos saltos temporales, a los que nos abocan los recuerdos no sólo de Juan Pablo Orígenes, sino de todos los que orbitan a su alrededor: Isidro Levi, Javier Zambrano, Macedonio Bustos. Eliot Román… Cada cual tiene sus recuerdos sobre aquellos hechos antaño indiscutibles, recuerdos que no tienen que ser los mismos. ¿Cómo unir la memoria de los personajes?. El denominador común es que todo lo que perdieron es lo único que les queda. ¿Son estas las secuelas de la enfermedad? ¿Una historia que siempre acaba en histeria?.

Leo: la memoria es lo que se construye con el olvido y la imaginación. Así Juan Pablo no recuerda, o malrecuerda, pero imagina. Y a su lado la pobre Aurora, unidos en la distancia que les separa. Juan Pablo clama: Me hace falta el pasado, Aurora, y lo estoy buscando. Salomón mediante, porque sin un pasado Juan Pablo no tendrá un presente.

Y puedo no escribir los versos más tristes esta noche. No escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos, sino Todos los días hay higos desparramados. Y entonces el nudo en la garganta. La mano convertida en puño en el estómago. Lo más sencillo, lo más visceral, sería aquí dejarse llevar por la ira, la furia, pero no. La magia del libro es que todo este entramado tan sórdido, violento, macabro, se resuelve así:

Ésa es la magia en este País; ahora estás, ahora no estás, ahora estás, pero muerto.

Hay en el texto, en todos los personajes, una energía y voluntad irrefrenable. Una actividad que les lleva a desenterrar los libros de la Biblioteca Ambulante de los Enfermos. Un arrebato de locura que les hará soñar con la idea de que a el Ensayo de Insurrección de antaño le puede suceder El Ensayo de Resurrección. El colofón sería luego el Ensayo de Redención. Una suma no obstante de ensayo y error horror.

Leo: A veces una palabra nos devuelve a la esencia de las cosas. A veces una novela tan quintaesenciada y plausible como la presente (a pesar de su extensión) te remueve y conmueve. Sobre este contexto histórico Eduardo vierte un sinfín de reflexiones sobre la memoria y el olvido, acerca de la identidad, las acciones pretéritas y los errores cometidos, la necesidad de tener un pasado y la conciencia muy presente de lo poco que dura todo esto.

Concluyo con estas palabras de Aurora.

Qué pronto nos llegó el futuro, Juan Pablo, fui feliz unas horas y luego se me olvidó por qué fui feliz.

Candaya. 569 páginas. 2014

Eduardo Ruiz Sosa en Devaneos

Cuántos de los tuyos han muerto
Primera silva de sombra

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Las Inviernas (Cristina Sánchez-Andrade)

Recientemente leía la espléndida novela Dicen de Susana Sánchez Arins en la que abordaba la represión franquista en Galicia, en Ribadumia, a través de una figura familiar: su tío Manuel. Ahí encontré la emoción que no encuentro al leer esta novela de la gallega Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968) quién sitúa a sus dos protagonistas, Las Inviernas -Dolores y Saladina- en la Tierra del Chá, en el interior de Galicia. Vuelven ellas a un pueblo en el que todos se conocen y tienen algo que callar. La narración va despojando de capas –no sin dar muchas vueltas- la cebolla que es la narración, hasta llegar al núcleo de la misma y resolver así un par de cuestiones capitales: qué paso con Reinaldo, el abuelo de las Inviernas (quien acordaba, por escrito, comprar el cerebro a los lugareños cuando estos muriesen a cambio de una suma, para avanzar así en sus investigaciones científicas), que las obligó a marchar en 1936 y con el marido de Dolores, un pescador de pulpos y fanecas.

Las inviernas son dos y una, pues toda su vida ha sido una simbiosis filial, siempre juntas, en todas las partes y lugares, salvo esos días en los que Dolores decidió probar la miel –que fue hiel- del matrimonio. Las hermanas fueron a parar a Inglaterra, allá aprendieron inglés y se aficionaron por el cine (cuando Ava Gardner venga a Tossa de Mar a rodar, sabremos que la historia transcurre en 1950). Regresarían a España, a La Coruña para finalmente volver al hogar familiar.

El villorrio está poblado de personajes particulares como el dentista que arranca los dientes a los muertos y se vista de mujer, el capador, una viuda obsesionada con su marido difunto que se casará con otro hombre del que se queda embarazada frisando los cincuenta, el cura, obsesionado con las viandas y siempre de un lado a otro con sus óleos, un niño que no fue destetado hasta los siete años, una vaca, Greta, a la que se le irá la pinza y acabará balando cual oveja, Saladina a la que también se le empañará el juicio y buscará su final a lomos de una higuera…. Son, en definitiva, personajes que están ahí como secundarios, que hacen que la narración sea eficaz y depare una lectura simplemente amena, pero que poco tienen que ver con la historia principal, que es la relación trágica de las dos hermanas, su huida y su regreso, que corre el riesgo de no ser definitivo, pues al igual que entonces tuvieron que marchar a la carrera, ahora parece que el pueblo, una suerte de Fuenteovejuna, las quiere de nuevo lejos de allá, en otra parte.

Z-ManuelVilas

Z (Manuel Vilas)

La casa como confesionario, la nevera como interlocutor, su encenderse y apagarse el ruido de fondo de una banda sonora vital poblada de canciones de Lou Reed, de Patti Smith, en una ciudad, Zaragoza (o Zargoza, según reza la contraportada), aquí Z, de la que el narrador echa pestes, a lo Bernhard, de su calor infernal y pegajoso en verano, de los coches mal aparcados, de la suciedad de los bares, los vasos pringosos, apenas deslavados, donde la voz cantante la lleva un narrador que en 35 relatos y en primera persona nos hará copartícipes de su soledad, indolencia, escaso apego a los trabajos de mierda, mientras flanea por Z, hace compras de bolsos que lo amariconan, de valium que lo empastillan, de coches de segunda mano con aire acondicionado que lo hermanan con la modernidad, la asistencia a cines donde siestear y aliviar la soledad viendo Solas sin coscarse de mucho, víctima de San Valium. La irrealidad se manifiesta en las presencias de Kafka, Robespierre (que aparecerán más tarde en Los inmortales) en los boquetes cerebrales, afán faulkneriano -bajo una tórrida luz de agosto- de quitarse del medio, o de sentirse vampiro, víctima de toda clase de aprehensiones, sacando brillo a las cosas, sean grifos, pasillos, zapatos o piscinas, sin que lo prosaico pase de ahí, también hay algunos recuerdos porreros de finales de los setenta, como una variante al Me acuerdo pereciano y mucha polla, mucho testículo, pero apenas percibo, salvo en contados relatos como Mediterráneo, la lechada de la prosa seminal, más bien un zumbido adiposo y aletargante, algo así como a lo que nos aboca la chicharrina: Zzzzzzz.

Editorial Salto de Página 2014. 159 páginas.

Z fue publicado inicialmente en DVD ediciones en 2002.

La carpa y otros cuentos

La carpa y otros cuentos (Daniel Sueiro)

La carpa y otros cuentos agrupa once relatos: Felipe “El Marciano”, Mientras espero, La cansera, Hay que cerrar, Horacio, Mi asiento en el tranvía, Hora punta, El hombre que esperaba una llamada, Al fondo del pozo, Algún día nos tocará a nosotros, Último viaje en un tren nocturno, El día que subió y bajó la marea y dos novelas cortas: La carpa y Solo de moto. Relatos y novelas escritas por Daniel Sueiro entre 1958 y 1977, galardonado, entre otros premios, con el Premio Nacional de Literatura en 1959 por su libro de relatos Los conspiradores.

El libro editado por Libros de Itaca (editorial creada en 2014 por Javier Serrano) es un claro ejemplo de la satisfacción que me deparan unos textos que aúnan con éxito forma y fondo. La lectura de estos relatos y novelas me sirve como aproximación a los años en los que España vivía todavía bajo una dictadura, a finales de los cincuenta, los sesenta y mediados de los setenta, si bien el Régimen aunque no tenga aquí una presencia determinante (era menester sortear la censura), y cada cual se buscaba (y ganaba) la vida como buenamente podía, o le dejaban, se irá filtrando en cada relato, en cada actitud, gesto y disposición ante el porvenir, para los personajes aquí retratados a quienes la vida les resulta todo menos fácil.

Lo que en mi opinión hace que estos relatos leídos hoy no pierdan vigencia es que se tratan temas universales y atemporales, a saber, En Mientras espero la narración es mera contemplación, la de alguien que mira, registra y nos cuenta lo que ve bajo un leve zumbido que es el llamamiento a un tal Antonio; Hora punta también se basa en la contemplación, una mirada fragmentada desde distintos puntos de vista, donde uno de los observadores que se sueña escritor trata de filtrar lo que ve para cristalizarlo sobre el papel, mudando las personas que ve en personajes tras calarlos y mejorarlos, si es el caso, con la inventiva; en El hombre que esperaba una llamada, podemos cambiar un desierto tartárico por una llamada que espera con ansia un hombre en un bar, una llamada que cifra simplemente la esperanza de que algo suceda, espera que deviene un llamamiento a acabar consumido, devorado, perdiendo el norte. Otro tanto sucede con Hay que cerrar, Horacio, donde un quiosquero mantiene viva la ilusión merced a una pareja joven que va todos los días a su local a tomar algo y comerse unas papas fritas. La cruda realidad se manifiesta de forma violenta, aunque él no lo sepa, pero nosotros sí, y veremos qué es lo que motiva a los jóvenes a ir (durante una temporada) al quiosco horaciano y no a otro.

En la novela La carpa no me quitaba de la cabeza las imágenes de La Strada de Fellini. Aquí no es un circo, sino una suerte de compañía teatral ambulante, un puñado de artistas que van a la deriva, de pueblo en pueblo, hasta llegar a Valladolid, luchando contra un hambre que los quiere pulverizar, metidos en esto no para hacer negocio, sino como un medio de vida que van camino de perder.

En la otra novela, Solo de moto, tenemos un flujo de conciencia o de inconsciencia pues el protagonista deja el viernes a la tarde los madriles para irse en su Ducati 48, La Ponderosa, rumbo a la costa, a Torremolinos, en busca de las suecas. Su viaje es toda una Odisea, pues la moto no va más allá de los 70 kilómetros a la hora y las carreteras no son las de hoy. El viaje es un ir devorando kilómetros a paso de burra, acopiando recuerdos, donde aparecen los emigrados, los que se quedaron en el pueblo, como la madre del motero, al que no se digna a visitar al pasar al lado de su pueblo. Hay muertos en la carretera, siniestros de todo tipo, reencuentros con amigos en gasolineras donde el viajero bebe alcohol sin tasa, para perderse luego en la inmensidad de la carretera, sufriendo un pinchazo y comprobando que lo de las suecas es mera propaganda, que se le va el finde en la carretera, para como los niños en el patio del colegio, tocar la pared y regresar, así hará él cuando vea el mar a la altura de Málaga, después de día y medio conduciendo. Darse la vuelta sin haber tocado el mar, ni a las suecas quiméricas, para el lunes a las ocho de la mañana estar de vuelta en el taller y vuelta otra vez a la rueda. Otra vez a empezar, siempre la misma historia, cada día siempre igual…

El fatalismo se manifiesta desde su título en Último viaje en tren nocturno. Fatalidad mediada por la bravuconería, la trapacería y el alcohol. El día que subió y bajó la marea es uno de mis relatos favoritos por su halo fantástico (que cada vez lo es menos) y su mensaje. Vemos cada día que aprendemos muy poco de nuestros horrores. Despunta el humor gamberro en Mi asiento en el tranvía, ante un situación cotidiana, como la de ver cómo un joven no cede su asiento en su tranvía a nadie. Nada es lo que parece. O sí. O no. Magnífico relato.
La cansera es el agotamiento que siente un hombre vencido, quien tras cometer un crimen y llevarse por delante al capataz, y pasar toda la noche por ahí en la compañía de un amigo, viendo Madrid desde los desmontes, regresa a casa sin energías para huir, esperando lo que el destino le depare.

Lo literario, centrado en sus artífices se condensa en el relato Al fondo del pozo, donde unos cuantos literatos, intelectuales, gente de la cultura, se amontonan en un edificio para lidiar con la exasperante burocracia administrativa y sus múltiples colas y trámites, que al final les expedirá (tarde y mal) unos cheques por los servicios prestados. Dinero que como se ve, a algunos como el protagonista, les quema en las manos y lo pierden prontamente abrevando en la barra de cualquier bar. El pozo como metáfora de la ciénaga social en la que todos ellos menudeaban es muy acertada.

Para abundar más en la obra de Daniel Sueiro (1931-1986) recomiendo leer el prólogo, obra de Fernando Valls.