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El ángel del manzano. Cartas a Félix de Azúa

Continúa la liturgia, que uno quisiera, a pesar de su imposibilidad, que fuese sine die. Si en Liturgia de los días. Un breviario de Castilla José Antonio (J. A.) escribía unas epístolas a A. En El ángel del manzano, el subtítulo es Cartas a Félix de Azúa. Luego A. era Azúa.

Este libro es más extenso que el anterior, aunque no la parece. Cuando lo tienes entre manos y compruebas la finura del papel; papel biblia que exige ser leído, sino con fe, al menos con la debida devoción. Libro, que como el anterior, se cierra, o mejor, se redondea, con un álbum fotográfico que ilustra las reflexiones previas. Una de las fotografías hace mención a un texto de Delibes, que creo toma bien el pulso a lo que sucede hoy en los pueblos. Es un diálogo contenido en Viejas historias de Castilla la Vieja, en donde a alguien le preguntan si le gusta el campo, y responde que sí. Y luego, le preguntan si le gusta trabajar en el campo y responde que no. O esto otro: la educación metropolitana exige al castellano preferir la compra al laboreo, así viva en la plaza Mayor de Pucela o en las afueras de Ventavillo. Lo cual está en sintonía con la despoblación sufrida estas últimas décadas en más de cinco mil municipios en España, o que el 90% de la población se concentre en un 30% del territorio, dejando el resto muy escasamente poblado. Una Castilla vaciada: ni Dioses, ni técnicos.

Y al hilo de Delibes, y como me ocurrió cuando leí Vida al aire libre, en donde su faceta como escritor quedaba tan desleída que era casi imperceptible, aquí, si bien José Antonio y Azúa son escritores, salvo en contadas ocasiones (algún artículo de Climent sobre Benet, Visitaciones de Juan Benet), que merced a este libro deja de ser inédito, u otros artículos de Azúa en The Objective que se comentan, o alguna novela suya, como Baudelaire y el artista de la vida moderna…) no parece que los libros de ambos tengan aquí peso alguno, y los intereses de José Antonio se dispersan en un alud de temas y cuestiones, que ahora sí son fruto de las muchas lecturas que el autor lleva a cabo en su retiro castellano, en un pueblo del Cerrato próximo al Canal de Castilla (en donde la presencia de senderistas y ciclistas espantan a las aves, como el autor se ha tomado la molestia de demostrar con datos y gráfico), cuya vivienda se ve amenazada por la ampliación de una cercana autovía.

Se lamenta el autor de la desaparición de la huerta palentina, de los mitos, de los efectos del turismo masivo, también en Castilla, de la figura de ese Estado, al que llama Leviatán, extractor de impuestos y empeñado en normalizar cada conducta y acción del ciudadano, que de buena gana se somete a su dictado. Son muchos los escritores aquí citados y sus ideas comentadas: Escohotado, Azúa, Dragó, Trapiello, Simone Weil. Pero en su mayoría los comentarios y reflexiones van dirigidos al pasado, hacia los mitos, sobre los que escribió Joseph Campbell o Mircea Eliade. Hay una necesidad de ir en pos de lo mistérico, del enigma. También de la naturaleza demetérica. Más origo que horizonte.

Al leer este libro me siento como una especie de voyeur, pues no olvidemos que estamos leyendo unas cartas que una persona dirige a otra, invadiendo, por tanto, cierta intimidad, que en todo caso se quiere pública. Cartas que no sabemos si le son enviadas a Azúa o no, pero que en todo caso permitiría entablar una conversación entre ambos si hubiera otro libro que incluyera las respuestas de Azúa, en su condición de destinatario o interpelado, a las cartas de José Antonio.

Puede leerse el texto como la exposición a un gabinete de las curiosidades o mejor, de las maravillas, de tal manera que su lectura puede llegar a aturdir por la cantidad de reflexiones que el autor va vertiendo en los textos, muy interesantes por lo bien hilados que están, en donde lo leído y lo experimentado (qué interesante la carta en la que refiere su labor en un circo y el rol del payaso o sus andanzas por Finlandia, junto a un francotirador o cómo ya en desde la temprana edad gustaba de pasar las horas detenido en las páginas ilustradas de diccionarios y enciclopedias o sus recuerdos de Valencia) alcanzan una perfecta armonía.

Resulta evidente que Climent precisa de los muchos libros y misceláneas lecturas para ocupar las horas del día, en su afán de sacar adelante estas liturgias o aliviadero, sino del cuerpo, sí del alma. Palpita en las páginas una soledad, que no parece indeseada, al contrario, aliviada esta por la presencia de María José, por la visita a las iglesias próximas, o con la llegada de viandas imprevistas y bien recibidas como una caja de granadas. Alimentos que en estas páginas tienen una presencia notable, así las palabras que Climent dedica al pan. Además, la presencia de los pájaros que el autor, como naturalista que es, tan bien conoce (un ejemplo son las palabras dedicadas a los mirlos o a cuanto plumífero se pone a tiro de pluma), de los animales que le rondan (interesante la figura de su perro Canelo, ejercitándose como cazador y activando una parte de su ser que hoy se quiere desactivar a toda costa), lobos incluidos, y también de los cielos, surten asimismo otra clase de acompañamiento, incluso de amparo. Y en cuanto a los cielos, pone los pelos de punta pensar que al dirigir la mirada al cielo, escapando así de la celada terrenal, son los reflejos de un satélite lo que registre la pupila, certificando que no hay escapatoria posible, pienso.

Si Heidegger, tal y como aquí se dice afirmó que la única habitación del hombre era el lenguaje, este libro es una habitación amplia y muy bien iluminada en la que da gusto entrar y encontrar el debido solaz.

El ángel del manzano. Cartas a Félix de Azúa
José Antonio Martínez Climent
KRK Ediciones
2024
320 páginas

Crítica de la razón maquinal

Crítica de la razón maquinal (Basilio Baltasar)

Tras haber leído con satisfacción hace unos meses los ensayos de Basilio Baltasar, bajo el título de El intelectual rampante, me he visto abocado ahora a querer seguir ahondando en su pensamiento. En mi auxilio viene Crítica de la razón maquinal. Aquí no hay una colección de ensayos, sino un tratado filosófico, servido en nueve capítulos con títulos tan sugerentes como Cartografía del espíritu seminal, Plenitud del orbe imaginal o La razón espectral.

Una posibilidad es ofrecer aquí un buen número de párrafos que me han gustado, pero esto restaría asombro al lector que se asomara, o paseara por estas páginas, así que trataré de ofrecer unas líneas generales marcadas por su brevedad.

A medida que leía proyectaba en mi mente el lanzamiento de distintas monedas a un estanque. Cada moneda (capítulo) ofrecía ondas distintas, si bien el estanque era el mismo y las monedas, en apariencia, también. De esta manera el autor va dando forma a su pensamiento.

La razón maquinal es la del poder, la sumisión y el control. Sus aliados el cientifismo, la cibernética, el algoritmo, el pragmatismo, el positivismo, el mecanicismo. Sus enemigos la Naturaleza que se derrama sin cesar en la inmensidad del Cosmos y el Lenguaje que no deja de fluir. El protagonista es el filósofo agonista, el pensador ambulante. Y si no lo he entendido mal, aquí no hay certezas, más bien perplejidad, indagación, acertijos, incógnitas seminales, enigmas existenciales y/o universales, abismos ancestrales, vacíos imaginales, verdades germinales, mitologías a recuperar que deben fermentar en la mente del hombre proverbial. Hablamos por tanto, como indica Baltasar en el prólogo, de una guerra cultural entre el hombre artificial, el autómata, el androide y el hombre autónomo, el hombre interior o emancipado.

Escribe Baltasar acerca del pensamiento ondulante, aquel que aborrece verse plasmado, aquel que se escabulle al verse atrapado. Es curioso, porque este texto se me antoja igual de correoso, difícil de atrapar, y a ratos de entender. Y surge mi asombro al leer esta plausible conjunción, inaudita, de poesía (entendida como la más bella forma de decir) y sólido pensamiento, como si las palabras tuviesen también aquí una naturaleza sideral, límbica y fuesen desfilando por la cuerda floja del lenguaje, dejando tras de sí un rastro de tiza que (ójala) otros muchos reescribirán.

Crítica de la razón maquinal
Basilio Baltasar
KRK Ediciones
242 páginas
Año de publicación: 2024

Caja de juegos reunidos

Caja de juegos reunidos (Antonio F. Rodríguez)

A Antonio lo conozco porque es el responsable de la bitácora literaria La antigua biblos, que este año cumple 15 años de andadura. Siempre ha sido para mí su blog un referente para orientar mis lecturas en el océano de publicaciones recientes y pasadas. Ahora Antonio se pasa al lado oscuro y resbaladizo y comparece aquí, no como un juicioso, voraz y esmerado lector, sino en calidad de escritor. Y lo hace con un libro de relatos bajo el brazo que lleva por título Caja de juegos reunidos.

Recuerdo en mi infancia, en la casa de mis abuelos, echar unas cuantas horas con mi hermano y amigos entretenidos con una de estas cajas. Es un título que casa muy bien con el espíritu de los relatos. Pensemos que al leer nos desplazamos también por un tablero, o bien por una rayuela, de tal modo que volvemos a ser niños, trayendo el pasado al presente.

De esta manera Antonio va al pasado y sitúa uno de su relatos, Azul y gris, en un colegio de monjas, explicitando muy bien los distintos tipos de alumnas allí congregadas y procediendo a un puntilloso análisis tanto de las alumnas como de las monjas. Siguiendo con los colores, el relato Verde y negro ofrece la magra biografía de un narrador. Aquí las monjas son reemplazadas por los curas. Aquella España de la dictadura educada en la religión, no parece haber dejado marcas indelebles y en todo caso, lo que aquí se transmite es un aprendizaje, una suerte de educación sentimental que no escatimaba la violencia física: las collejas, los moquetones, los tirones de orejas… en la creencia de que la letra con sangre entraba. A pesar de todo, quizás porque se tenía la piel menos fina y se venía de una España de posguerra, la gente estaba más curtida, y asentaba todas estas experiencias como algo inevitable que debía formar parte de su currículo vital.

Regresando al presente, Antonio ofrece relatos ingeniosos como la Historia de un charco o bien pone a hablar a los objetos, ya sea un abrigo en El abrigo o bien unos zapatos en La vida secreta de los zapatos. Al igual que con el relato Catorce entre tres, Antonio, cifra bien en ellos su ingenio, humor y capacidad de inventiva. O deja que el absurdo desquicie un relato como sucede en Inconsciente.

Tampoco descuida Antonio el lenguaje -muy cuidado y sugerente- en el relato Normalidad, ni la realidad ni la crítica social. Muestra de ello es el relato Cotidiana, con una conversación entre un periodista y un político, afines y ambos sin el menor escrúpulo, que de buena gana intercambiarían sus roles.

Lo prosaico pide la palabra y habla por boca del relato Costumbre y silencio, donde un anciano normal encuentra en una actividad ilícita el aliciente para darle algo de lustre a la soledad.

Presentes en los relatos las parejas, algunas de tres miembros y de cuatro, como en Dos cafés, donde está por ver si los cuernos reconvertidos en poliamor resultan una fórmula eficaz o no.

Y hay algo que aquí es una música de fondo: la necesidad de cariño, de amar y ser amado. Puede ser incluso una ilusión, una presencia incorpórea como le sucede a Elena en Molde y figura, o algo más real, como el amor que surge entre dos jóvenes, en ¿Qué quieres de segundo?; jóvenes que van a aprendiendo de sus anteriores relaciones amorosas, de cara a ir corrigiendo lo que no les gusta, afinando en sus sentimientos y deseos, ahormando su mundo al de aquel que puede llegar a ser parte indisoluble de su mundo.

Y el relato que creo que más difiere de todos los anteriores es Tres en dos, donde nos sitúa en algún país de habla hispana al otro lado del charco. Ahí tenemos al docente Camino González convertido en todo un capo de las aulas.

En definitiva, dieciséis relatos diversos, humorosos y vivaces; unos sirven al autor como herramienta para recordar, o bien para fabular, también para criticar la realidad o trascenderla desde el absurdo (como en el relato Barba). En todo caso, como decía al comienzo, nos sirven para desplazarnos por el tablero, para movernos en volandas en unas ocasiones o para caer en el pozo en otras. Pero una vez lleguemos a la casilla final, sentiremos una suerte de bienestar. O esa sensación me queda.

mbc

Manuel Bartolomé Cossío. El arte de educar (Luis Alfonso Iglesias)

Francisco de Cossío escribió en septiembre de 1935 que Manuel Bartolomé Cossío murió para la masa absolutamente inédito. No parece exagerada esta afirmación de Francisco porque si decidiésemos hacer hoy un sondeo, casi un siglo después, entre las personas más cercanas a nosotros y les preguntáramos por Cossío, a lo sumo, obtendríamos alguna respuesta relacionada con el tratadista taurino, no con el pedagogo. Por eso resulta necesario el presente ensayo de Luis Alfonso Iglesias Huelga, que nos ayudará a conocer mucho mejor a Manuel Bartolomé y sobre todo su obra, porque parece que su falta de vanidad y su humildad mediaron para que su estrella no brillará tanto como la de gente mucho más mediocre. Y esto me recuerda la anécdota de Gonzalo Torrente Ballester y Camilo José Cela. Al primero, muchos le recriminaron que no había obtenido el Nobel porque no se la había trabajado tanto como el segundo. Ya sabemos cómo era Cela y Bartolomé Cossío vemos que optó siempre por la discreción, consecuencia de su ánimo sereno y reflexivo. Incluso su labor como crítico de arte (Cossío era historiador de arte) resulta también inédita, cuando fue uno de los mayores críticos de arte de su tiempo, como manifestó en su obra de 1908, titulada El Greco, convirtiéndose en su «descubridor».

En el libro leeremos varias veces que para Bartolomé saber era saber ver; saber ver la belleza y democratizarla. Sapere aude, atrévete a saber, reza hoy la inscripción de un instituto Logroñés, el Instituto Mateo Práxedes Sagasta. Pero pensemos lo difícil, lo imposible que resultaría atreverse a saber en la España de 1930, donde uno de cada tres españoles era analfabeto.

Leyendo el ensayo de Luis Alfonso creo que lo más revelador en el caso de Bartolomé fue que todas las ideas que tenía en la cabeza, todo aquel aparato intelectual, toda su afanosa labor investigadora -aquel caudal de datos, información y conocimientos adquiridos en sus múltiples viajes por Europa analizando los distintos sistemas educativos- fue capaz de ser sintetizada y llevada posteriormente a la práctica. Es decir, fue capaz de pasar de la palabra a la acción, como se vio con la puesta en marcha de la Institución Libre de Enseñanza (cuyo creador fue Francisco Giner de los Ríos con quien Manuel siempre tuvo una gran amistad, y al que consideraba un padre), su intervención fundamental para la creación de la Fundación Sierra Pambley (el encuentro entre Manuel, Francisco Giner de los Ríos y Francisco Sierra-Pambley lo registra Luis Mateo Díaz en su libro Las lecciones de las cosas), o bien con la creación y puesta en funcionamiento de las Misiones pedagógicas, en los años previos al estallido de la Guerra Civil en 1936.

Creía Bartolomé que era necesario un cambio, una regeneración, y esta pasaba necesariamente por la educación, considerándola la tabla de salvación del pueblo. Había que sacar al pueblo del analfabetismo, del dogmatismo religioso. Era necesario tener libertad y aún más, libertad de pensamiento. Pensar por uno mismo, no asumir o replicar sin resistencia alguna las ideas ajenas. Lo revolucionario de las Misiones Pedagógicas (pienso que la palabra misión y misionero parecen estar imbuidos de un carácter religioso, aunque aquí, puestos a depositar la fe en algo para creer en ello a pies juntillas, sería en la Educación, en la capacidad que tiene esta para transformar a las personas y por ende, su realidad) fue que si hacemos analogía con ese dicho que dice que si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma irá a la montaña, es decir, si los niños no van a la escuela (en muchas ocasiones porque no existían: solo en 1931 la Segunda República, creó 5000 escuelas, de un total de 28000 que estaban proyectadas en ocho años), será la escuela la que irá a los niños; así los docentes, una selección capaz de llevarse todos los títulos: ¡Atención¡ María Zambrano, María Moliner, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Ramón Gaya, Antonio Machado… se dirigirán a los pueblos más remotos y les enseñarán a los niños y a los adultos, cómo sonaban las canciones en las gramófonos (música clásica, también zarzuelas), o a viva voz con el Coro formado por estudiantes, donde cantaban canciones y romances que el mismo pueblo había creado pero desconocía; qué era el cine y aquellas imágenes en movimiento (en pueblos donde no había luz eléctrica y precisaban de generadores autónomos de gasolina), las satisfacciones que puede deparar la lectura, o la contemplación de un cuadro (aunque fueran réplicas de Goya o de Velázquez), gracias a la creación del Museo Circulante. Qué era el Teatro, o en su versión más sencilla el Retablo de Fantoches con sus guiñoles, a cargo de Rafael Dieste.
Docentes que algunos aldeanos recibían como a los juglares de tiempos pretéritos.

Una pedagogía la que proponía Manuel inédita, que no estaba basada en el castigo corporal, sino en la comunicación, en el contacto, en el diálogo socrático. No olvidemos que para Cossío educar era una arte.

Luis Alfonso dedica un extenso apartado del ensayo, a pasearnos por las leyes del siglo XIX y comienzos del XX, a situarnos la educación entre las dos repúblicas, dando cuenta de todos los avances (en 1882, bajo el gobierno de Sagasta se creó el Museo Pedagógico, nacido como Museo de Instrucción Pública, al frente del mismo estuvo como director Manuel, que obtuvo la plaza por oposición; además de formar a los educadores, el Museo serviría para el análisis permanente de las escuelas españolas) y retrocesos que se fueron llevando a cabo al amparo de los cambios legislativos. Manuel proponía, por ejemplo, la coeducación, el mismo salario para los profesores y las profesores, la libertad de cátedra de los docentes, daba mucha importancia a la formación de los maestros (pues su tarea ni era fácil ni exigía poco esfuerzo) y consideraba también la educación como un todo, siendo igual de importante la maestra de párvulos que el catedrático universitario.

La mejor manera de conocer cómo era Manuel es a través de las palabras que le dedicaron muchas de las personas que le trataron, una nómina extensa: Unamuno, Baroja, Ortega y Gasset, Antonio Machado, Emilia Pardo Bazán, Américo Castro, Ricardo Rubio, Joaquín Sorolla (la cubierta del libro es un cuadro suyo), etc. El lector apreciará que unos y otros, tanto afines como contrarios, valoran la coherencia de Manuel, su serenidad, su entusiasmo en la labor pedagógica, su compromiso con la educación y el diálogo.

Son muchos los temas tratados en el consistente y enjundioso ensayo de Luis Alfonso Iglesias que, sin duda, nos deberían invitar a pensar y reflexionar acerca de la educación, bien como ciudadanos, bien como políticos, por si un buen día deciden sentarse a hablar, ponerse de acuerdo y hacer de la Educación un Pacto de Estado.

Sí, hay inercias difíciles de dislocar; si hoy tenemos a un joven delante, le preguntaremos qué tal las notas, qué tal han ido los exámenes. No le preguntaremos acerca de cómo son sus profesores, qué relación tiene con ellos, si disfruta aprendiendo, si siente que a medida que aprende más cosas las va viendo de otra manera, si está afilando su juicio crítico, si entiende ahora que el terreno intelectual es un horizonte ilimitado… no, la inercia nos hará ir hacia el resultado, hacia el fin, al utilitarismo en esencia.

Sumémonos pues a Manuel Bartolomé Cossío (jarrero de nacimiento, esto es, nacido en Haro, La Rioja) y reivindiquemos con él el consorcio tan necesario entre el arte, la educación y la vida. Y tengamos siempre este libro de Luis Alfonso a mano, así daremos cumplimiento a las palabras de Antonio Machado sobre Cossío: procurando recordarlo bien, que es la mejor manera de honrar su memoria.

Manuel Bartolomé Cossío. El arte de educar
Luis Alfonso Iglesias Huelga
Editorial Renacimiento
2024
342 páginas